El “sistema mundial en transición” y la circulación de la literatura y los bienes culturales.
Ante las radicales transformaciones en la circulación de bienes culturales, las trasnacionales tratan de sacar su tajada con un andamiaje jurídico que justifique sus ganancias y las proteja. Unos colaboran, otros se resisten. En ese juego se define, también, el concepto de cultura global y culturas locales.
PRÁCTICAS DE UN SISTEMA.
“Sistema mundial en transición”, denominó Boaventura de Sousa Santos al nuevo orden mundial, y agregó que este sistema se encuentra constituido por tres “constelaciones de prácticas colectivas”: “prácticas interestatales”, “prácticas capitalistas globales” y “prácticas sociales y culturales trasnacionales”. Las primeras corresponderían al papel de los estados en el sistema mundial moderno en tanto protagonistas de la división internacional del trabajo; en su interior se establece una jerarquía entre centro, periferia y semiperiferia. Las “prácticas capitalistas globales” serían las propias de agentes económicos cuyo campo de actuación real o potencial es el planeta entero. Cada una de estas constelaciones estaría constituida por un conjunto de instituciones que aseguran su reproducción, la complementariedad entre ellas y la estabilidad de las desigualdades y las jerarquías; una forma de poder que provee la lógica de las interacciones y legitima las desigualdades y las jerarquías; un criterio de jerarquización que define el modo cómo se cristalizan las desigualdades de poder y los conflictos en que se traducen. Si bien todas las prácticas del sistema mundial en transición están involucradas en todos los modos de producción de globalización, no todas lo están en todo ello con la misma intensidad.
Algunas prácticas culturales trasnacionales nacieron en el ambiente mismo en que ocurrieron los fenómenos designados con el membrete “globalización”. Los derechos de nacionalidad y residencia, en cada uno de los países europeos y sudamericanos, se transformaron a partir de la creación de la Unión Europea y del Mercosur. Las organizaciones no gubernamentales (Ong) con agendas trasnacionales que defienden proyectos, políticas y normas universalizantes, como la World Wild Life, funcionan a escala trasnacional. El derecho de propiedad intelectual, aunque originalmente elaborado en términos nacionales, alcanzó una dimensión trasnacional. No obstante, los términos en que estos derechos se formulan pagan un enorme tributo a un cierto número de estados nación, que invierten cada vez más en órganos de alcance global, como la Organización Mundial de Comercio, a fin de que se contemplen sus intereses específicos.
Este sistema de intercambios y transferencias desiguales logra establecer en el plano cultural agendas en las que la cultura hegemónica transforma sus valores y artefactos en “universales”, a partir de los cuales toda producción cultural diferente de la suya pasa a ser vista como “local”, “regional”, “exótica” o algo similar. Por ello, Santos afirma que el proceso que crea lo “global” –en cuanto posición dominante en los intercambios desiguales– es el mismo que produce lo “local” en tanto posición dominada, y por ende jerárquicamente inferior. Prefiero referirme en estas notas a las implicaciones de ese “sistema mundial en transición” para la circulación de los bienes culturales y, en particular, la literatura. Sobre todo en las Américas.
FACTORES EN JUEGO.
Aun cuando la circulación sucede donde hay un contexto análogo en la forma en que las obras circulan, así como parámetros semejantes en los juicios de valor y modelos en la producción de otras obras, puede haber diferencias. Estas derivan de la temporalidad y la espacialidad. Pero hoy existe una cierta resistencia a tomar en cuenta estas diferencias, porque chocan con las ideas que vertebran lo que llamamos “globalización” o “mundialización”. Estas ideas son la base misma del orden capitalista trasnacional que configuraría nuestras acciones cotidianas, homogeneizaría atribuciones de valores y, de alguna manera, condenaría el pasado y todos los particularismos comunitarios a una especie de limbo. Ese tiempo presente “globalizado” se encuentra saturado de sentidos que también excluyen nuevos sentidos: todos los que no puedan o no quieran ser parte del orden hegemónico. En la elaboración del conocimiento histórico, con frecuencia se representa lo que pasó como parte de una cadena de continuidad que llegó hasta el momento actual, o se elaboran las razones por la cuales la herencia del pasado fue abandonada o desapareció, pero con la percepción de que aquello que surgió, después de la desaparición de lo que fue, sólo puede ser adecuadamente comprendido a partir de una ausencia presente.
Cuando se habla de circulación de obras literarias y de otros bienes culturales (películas, música, pintura, etcétera) hay una carencia de reflexiones sobre los factores que participan en este proceso. Incluso cuando se atribuye un valor mayor o menor a una obra por el hecho de alcanzar mercados más allá de su origen, pocos admiten que este fenómeno no sólo depende de su supuesto valor intrínseco –que sería “reconocido” en los otros lugares donde ya ha circulado–, sino también de otros factores como la importancia que pudiera tener, o no, el tema de la obra en las nuevas geografías donde se incorpora; la proximidad o la distancia –real o imaginada– entre el espacio de origen y el de su inserción; los intereses vigentes en el lugar de reapropiación de la obra, según los cuales puede ser considerada relevante o no; los obstáculos o facilidades ofrecidos al análisis cultural comparativo de los sistemas literarios y culturales locales, regionales, nacionales e internacionales, con sus respectivas jerarquías y prácticas.
Con todo, esta falta de reflexión sobre la comparecencia de los bienes culturales se debe a muchos factores que diseminan incomprensiones y dificultades para el abordaje de estos temas por parte de los investigadores y el público. Entre otros factores, los diferentes objetivos y modos de trabajo con literaturas y culturas a partir de historias sociales y disciplinares diversas, o de códigos y lenguajes propios, tienden a ser heterogéneos. Entonces, cuando se trata de articular iniciativas de diferentes lugares puede surgir la necesidad de algún trabajo de resignificación para que los miembros de las comunidades de intérpretes organicen los sentidos –sean o no convergentes– de sus respectivos discursos en procura de un entendimiento común. En rigor, más allá de cualquier entendimiento lo que está en juego en la circulación literaria y cultural depende de la actuación de agentes político-económicos.
CULTURA Y AGENTES POLÍTICO-ECONÓMICOS.
Hay agentes cuya actuación y alcance son locales, regionales o mundiales y cuya presencia o ausencia en el campo al que nos referimos puede ser determinante. Esos agentes, como es evidente, siempre trabajan a favor de sus intereses. Aquellos que tienen alcance mundial para aumentar su poder presionan para que se aprueben normas globales que los beneficien en foros, también globales, donde hacen valer su fuerza. No obstante, el resultado no siempre los favorece en el campo de la literatura y la cultura, especialmente cuando entran en juego propuestas cuya formulación enfatiza el tratamiento de aspectos económicos en asuntos cuya importancia se considera mayor o más especial. Un buen ejemplo sería el llamado a atender todos los bienes culturales como meros incisos en la pauta internacional de comercio.
En la primera década del siglo XXI el gobierno estadounidense hizo gravitar su influencia para que en los foros internacionales se consideraran los bienes culturales de la misma forma que todos los que eran objeto de negociación entre los diferentes países. Se argumentó que si los bienes culturales pueden ser comprados y vendidos, como todos los demás, entonces deberían ser tratados de igual manera, porque todos tendrían el mismo carácter de mercancía y deberían regirse por las mismas normas que regulan las compras y ventas del mercado internacional en el rubro que fuere. El problema era cuáles serían tales normas. La más importante de todas privaba a los estados nacionales de cualquier tipo de regalía o atención especial por parte de los respectivos gobiernos o sociedades, debiéndose producir bienes culturales del mismo modo que en cualquier otro producto. Por ejemplo, una película estadounidense no debería recibir ningún tipo de incentivo financiero o fiscal por parte del gobierno de Estados Unidos, y a su vez debería tener libre acceso a cualquier mercado nacional donde fuere, mientras que –con la misma lógica– en esos mercados los filmes locales tampoco recibirían nada del Estado. Esto pautaría los términos de una supuesta igualdad internacional de oportunidades para todos los productores culturales y la libertad para la circulación de las mercancías que produjesen, sin “interferencia” gubernamental. Desde luego que, siguiendo de modo estricto tal punto de vista, la cuestión de los bienes culturales tendría que ser decidida exclusivamente por la Organización Mundial de Comercio.
La perspectiva antípoda fue defendida inicialmente por Canadá y por Francia. Partía del presupuesto de que los bienes culturales, aun siendo mercancías en algún punto, no podían ser tratados de la misma manera que las sillas, los neumáticos o los clavos porque en aquellos se concentran elementos importantes para el sentido de la vida humana como un todo, así como para la singularidad de las diversas comunidades humanas que los crean. Por lo demás, la argumentación a favor de la igualdad entre bienes culturales y otros productos si bien se sustentó en un discurso que proponía igualdades formales, terminaría consolidando desigualdades reales, ya que la idea de que todo el mundo tiene o debe tener las mismas condiciones para la producción y consumo de bienes culturales tropieza con que los productores culturales, en países que poseen más recursos, tienen más poder. Si determinados países cuentan con un “mercado” más grande y más rico para sus “bienes culturales” esto implica una mayor facilidad para el financiamiento y la divulgación de estos bienes, no solamente dentro de sus fronteras nacionales, sino también fuera de ellas. Tal facilidad permite que el modo de ser y estar en el mundo de quienes viven en los países más privilegiados llegue más rápido y ampliamente a otros países.
Para quienes defendían la “excepción cultural” a la regla general de circulación de mercancías podía ser justificable alguna forma de intervención que, entre otras cosas, procurara hacer menos desiguales las oportunidades de producción y circulación de los bienes culturales. Al final de cuentas, si éstos sólo se encontraran sometidos a las hegemonías y el predominio de las relaciones comerciales de “mercado”, estarían incluidos apenas en un círculo de problemas que no atañen a las naciones con mayor poder económico. El caso es que éstas son las responsables de inundar el mercado de las naciones menos privilegiadas con filmes, música y libros que configuran los sentidos dominantes de aquellas naciones poderosas, desplazando otros sentidos relevantes para las comunidades nacionales menos privilegiadas.
La lógica vigente que sitúa los bienes culturales en el ámbito de la Organización Mundial de Comercio fue explicada por Fábio Axelrud Durão (profesor de la Universidad de Campinas) de la siguiente manera: la circulación y mercantilización tienden a la equivalencia mutua y afectan la concepción de la obra como entidad autónoma y autocontenida, ya que la circulación más amplia de un libro frecuentemente busca introducirlo con éxito en el escenario predominante de la industria cultural. Sin embargo, en el caso de los libros, lo digital introduce un nuevo factor para la presentación de sus contenidos.
SOBRE EL LIBRO EN EL MEDIO DIGITAL.
Si en el pasado el contexto de circulación del libro tenía como aristas relevantes al escritor, el editor, el librero y el lector (y nuestra imaginación restringía el copyright a autores y editores, el primero visto tradicionalmente como el “propietario” del libro), la legislación internacional actual ubica en el mismo nivel al autor del libro y al autor del software, que es el soporte digital del primero.
Según la legislación vigente, también le corresponden derechos de autor al propietario del software empleado para transformar el texto en e-book. En el universo digital, en el que un número restringido de softwares se usa como soporte de los textos en las diversas modalidades de publicación digital, los autores pueden ser muchos, pero los propietarios de los softwares son muy pocos y tienen el mismo estatus de los creadores de obras literarias. El artículo 4 del Tratado de Derechos Autorales de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (World Intellectual Property Organization Copyright Treaty), suscrito en Ginebra el 20 de diciembre de 1996, establece que los “programas de computación serán protegidos como obras literarias en el ámbito de sentido del artículo 2 de la Convención de Berna. Tal protección se aplica a programas de computación, cualquiera sea el modo o la forma de su expresión”.
A consecuencia de este régimen legal, la protección de los derechos de los “autores” de softwares se equipara a los autores de textos: todo período de vida del “autor” y otros 70 años luego de su muerte, si el “autor” del software fuera persona física; 95 años en lugar de 70 si fuera persona jurídica. Paralelamente, los lectores de textos en el medio digital están obligados por la vía legal a utilizar los programas informáticos según los términos establecidos por los mismos propietarios de esos programas. Así puede entenderse por qué se acostumbra en los textos de acceso restringido y pago (por ejemplo, los libros vendidos por amazon.com) que el lector no pueda recortar (cut), copiar (copy) o pegar (paste). Los programas en que se presentan estos textos incorporan elementos llamados Copyright Protection and Management Systems (“sistemas de protección y gestión de derechos autorales”), que autorizan al lector a llegar al texto en los términos y condiciones deseadas por su “propietario”. En nombre del derecho de propiedad se puede, por ejemplo, impedir que un usuario aumente el tipo de letra o el interlineado de la obra que compró. O bloquear la función “texto para hablar” (text to speech), que convierte el texto escrito en sonido, con la subsiguiente marginación radical de los no videntes.1
Un lector expert en informática creará un artificio técnico que le permita evitar los mecanismos del “sistema de protección y gestión de los derechos autorales”. Y hasta sin serlo es posible adquirir un programa que introduzca esa magia. Sólo que se infringirá una norma jurídica. Los propietarios de los programas que son el soporte de los textos en el mundo digital conseguirán criminalizar, tanto a nivel nacional como internacional, las iniciativas que permitan dar al lector un control más integral sobre el texto que lee.
Hace algún tiempo, en Ginebra, en 1996, con la aprobación del Tratado de Derechos Autorales de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual (World Intellectual Property Organization Copyright Treaty), y luego, en 1998, con la sanción del Digital Millenium Copyright Act (1998), en Estados Unidos, y el mismo año con la ley de derecho autoral en Brasil, se volvió una conducta delictiva evitar los mecanismos previstos por el sistema de protección y gestión de los derechos autorales. Bien mirado, existe una cierta lógica en la secuencia histórica de aprobación de estas leyes. La historia comienza en el gobierno Clinton-Gore, en 1995, con una propuesta a favor de los intereses de los propietarios en detrimento de los usuarios. Esta iniciativa fue muy cuestionada en su medio a partir de la gran tradición liberal de la sociedad estadounidense que privilegia al ciudadano y el consumidor, sobre todo porque con tal medida se inclinaba ostensiblemente el plato de la balanza hacia uno de los lados. El gobierno adoptó, entonces, la estrategia de enviar su cuestionada propuesta a un foro internacional, la Organización Mundial de Propiedad Intelectual (Ompi), donde empleó todo su peso político para que fuera aprobada sin grandes alteraciones. En consecuencia, una norma local se hizo global en 1996. Después, en 1998, la administración de Clinton propulsó una nueva legislación alegando que era imprescindible adecuar la ley nacional a la norma internacional, cuando en verdad lo que volvió de la mencionada Ompi fue, en sustancia, lo mismo que el gobierno de Clinton había enviado.
El Tratado de Derechos Autorales de la Ompi (1996) paga un alto impuesto a la posición de los negociadores estadounidenses, explicitada de forma clara en 1995 en el documento producido por la Information Infrastructure Task Force, bajo la presidencia del entonces ministro de Comercio, Ronald H Brown, y de su auxiliar Bruce A Lehman, comisario de patentes y marcas registradas.2
Las normas legales estadounidenses y brasileñas posteriores al referido tratado se promulgaron en cascada, apenas con un mes de diferencia, en 1998. Por eso parecen hermanas gemelas, tanto en el tratamiento del tema como en su aproximación al documento del Departamento de Comercio estadounidense de 1995.3 Todas estas disposiciones produjeron una situación absurda, ya que el mismo acceso a obras de dominio público, según su articulado, podría quedar sujeto al arbitrio del propietario-autor del software en el que están codificadas. Si alguien quisiera leer una obra de dominio público usando la extensión Pdf (Adobe), desde 2001, y quisiera aumentar la fuente, estaría cometiendo un delito en Estados Unidos. Ese lector podría hacer lo que se le ocurriera con la obra pero no con el programa informático en el que ésta se presenta. El Digital Millenium Copyright Act hasta podía impedir usos sobre derechos de autor considerados legales por la propia normativa vigente en Estados Unidos. Una legislación de este tipo permitiría, por ejemplo, que un particular llevara a cabo una copia digital para su uso exclusivo de una obra que hubiera adquirido. Con todo, si la obra estuviera en Pdf, vedado a la copia, entonces el acto se criminalizaría si se tratara de emplear cualquier artificio para evitar lo dispuesto por el sistema de gestión de derechos autorales de este programa.
LAS AMÉRICAS.
La oralidad está presente hasta hoy en las culturas amerindias, en las cuales la introducción de la gramática y la escritura de sus lenguas es consecuencia del contacto con los europeos, pero la diferencia entre la oralidad nativa y la tradición escrita europea también implica modos de valoración diferentes de la circulación literaria y cultural.
Cuando convivimos en Cuba como jurados del premio Casa de las Américas, en 2008, Coco Manto –seudónimo indígena del escritor boliviano Jorge Mansilla Torres– explicó que el gobierno de Evo Morales, en aquella época objeto de una fuerte oposición crítica en los periódicos locales impresos (en español), no daba mucha importancia a esos medios. Se cuidaba mucho más de la radio, especialmente de los programas difundidos en lengua indígena, ya que a los periódicos impresos los lee sobre todo la elite blanca que de todos modos iba a oponérsele, mientras que los programas de radio los escucha la población indígena, base política y electoral del presidente. En conclusión, no sólo importa qué circula, sino cómo lo hace.
En 2016, en las Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana, celebradas en La Paz, asistí a una sesión titulada “Poesía indígena. Creadoras y creadores de poesía quechua y aymara”, en la que los participantes se llamaban a sí mismos “oralitores” y no autores, para marcar su posición particular respecto del modo de circulación oral de lo que producían, lo que no significaba que hubiesen abdicado del mundo escrito, pues en aquella ocasión compré un libro bilingüe de poemas de Clemente Mamani Laruta, en español y en su lengua nativa: aymara. Si una de las grandes cuestiones de la circulación de bienes culturales y literarios resulta de la asimetría en los intercambios internacionales, en lo que se refiere a bienes de cultura –mucho más cuando se trata de los que dependen fuertemente de la lengua en la cual se encuentran estructurados, como es el caso de la literatura–, ciertamente podemos postular que la aprobación de la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural por parte de la Organización de las Naciones Unidas (Onu), en 2002, significó una victoria planetaria para los que defendían el reconocimiento de la calidad diferenciada de las manifestaciones culturales de los pueblos. No obstante, la discusión sobre la naturaleza de esas manifestaciones culturales nunca dejó de estar presente, porque el sistema que produjo las hegemonías y desigualdades continúa, aunque en formas y lugares diferentes.
La polémica anterior a la aprobación de la declaración de la Onu mencionada continúa siendo un ejemplo muy atractivo sobre cómo se mueven los agentes en los juegos de poder para tratar de hacer valer sus intereses. Como vimos, aunque la existencia material de los llamados “bienes culturales” fuera una realidad indiscutible, no lo es el análisis material de estos bienes simbólicos. El problema, en suma, estriba en las condiciones relevantes de tales bienes para que se establezcan normas sobre éstos en los foros internacionales. Sin embargo, la propia discusión sobre cuáles deberían ser tales condiciones relevantes demuestra que no existe un punto de vista neutro y externo al que está en juego socialmente. Existe, eso sí, una cierta competencia política en la que dos partes involucradas presentan objetivos y modos diferentes de comprensión analítica, cuya adopción tiene como corolario resultados muy diversos. Porque son mutuamente excluyentes, sólo una de las partes podrá convertir su posición en regla general, a partir del foro internacional donde será elaborada, para el caso la Organización Mundial de Comercio o la Unesco. La propia elección del foro ubica el punto específico de la lucha política, en la medida en que, según el foro que se elija, el resultado no será el mismo.
En el punto que examinamos, las dos condiciones de jerarquía eran justificables, pero a partir de fundamentos completamente diferentes entre sí. Esto significa que, aun cuando analizamos una materialidad consensualmente indiscutible como tal (libros, filmes, música), los criterios utilizados para el análisis pueden llevarnos a conclusiones radicalmente opuestas. En consecuencia, el debate sobre lo que se considera importante (o no) en cada criterio analítico también es fundamental para que tengamos mayor claridad sobre qué es lo que está en juego en nuestros enfoques.
En las Américas sabemos el resultado de nuestra herencia colonial en el establecimiento y legitimación de descripciones interpretativas sobre nuestros hábitos y prácticas sociales, los cuerpos y culturas de nuestras poblaciones. Sabemos que a menudo esas descripciones devaluaban todo lo que no se correspondiera con las expectativas de la mirada europea; descripciones que legitimaron un supuesto conocimiento por medio del cual aquello que existía en Europa, pero no existía aquí, era visto como “falta” o “deficiencia”, y lo que existía aquí era visto exclusivamente como “bárbaro” o “atrasado”, en vez de simplemente diferente. La lucha por el reconocimiento de la diferencia pasa entonces también por la institucionalización social de nuevas formas de ver que no discriminen la diferencia ni colaboren con su invisibilización. En ese “sistema mundial en transición” en el cual las posiciones hegemónicas ya tienen una excelente condición para su autodescripción y su autorreproducción, asumir el discurso de la diferencia la hace comprensible y visible, y puede ser un punto de partida para reivindicaciones que hagan nuestro mundo un poco menos injusto y excluyente.
(Traducción de Pablo Rocca.)
1. Sólo en 2003 en Estados Unidos se permitió por ley evitar los controles de acceso a las obras que no dejaran activar la función read-aloud. Cf United States Copyright Office. Statement of the Librarian of Congress Relating to Section 1201 Rulemaking (2003) http://www.copyright.gov/1201/docs/librarian_statement_01.html (consultado el 10-I-17).
2. Véase la siguiente opinión: “Este grupo de trabajo cree que la prohibición de artefactos, productos, componentes y servicios que dejen sin efecto los métodos tecnológicos que previenen el uso no autorizado es de interés público y promueve el propósito constitucional de las leyes de derecho autoral. (…) Por lo tanto, el grupo de trabajo recomienda que la ley de derechos autorales sea enmendada a fin de incluir un nuevo capítulo, el 12, que incluya una previsión para prohibir la importación, manufactura o distribución de cualquier artefacto, producto o componente incorporado o la provisión de cualquier servicio cuyo propósito o efecto primario sea evitar, ‘baipasar’ (bypass), remover, desactivar o de cualquier forma ultrapasar (circumvent), sin la autoridad del propietario de los derechos autorales o de la ley, cualquier proceso, tratamiento, mecanismo o sistema que prevenga o inhiba la violación de cualquiera de los derechos exclusivos de la sección. La provisión no eliminará el riesgo de que los sistemas de protección sean vencidos, pero los reducirá”. (Estados Unidos, 1995, pág 235.)
3. Compárese: “Sección 1201. Burla de sistemas de protección de derechos autorales. Nadie podrá importar, manufacturar o distribuir ningún artefacto, producto o componente incorporado en un artefacto o producto, u ofrecer o hacer cualquier servicio cuyo propósito primario sea evitar, ‘baipasar’ (bypass), remover, desactivar, o de otro modo evitar, sin autorización del detentor de los derechos autorales o de la ley, cualquier proceso, tratamiento, mecanismo o sistema que prevenga o inhiba la violación de cualquiera de los derechos exclusivos del detentor de los derechos autorales protegidos por la sección 106”. (Estados Unidos, 1998.) “Artículo 107. Independientemente de la pérdida de los equipamientos utilizados, responderá por pérdidas y perjuicios, nunca inferiores al valor que resultaría de la aplicación de lo dispuesto en el artículo 103 y su parágrafo único, quien: 1) altere, suprima, modifique o inutilice, de cualquier manera, dispositivos técnicos introducidos en los ejemplares de las obras y producciones protegidas para evitar o restringir su copia; 2) altere, suprima o inutilice, de cualquier manera, las señales codificadas destinadas a restringir la comunicación al público de obras, producciones o emisiones protegidas o a evitar su copia; 3) suprima o altere, sin autorización, cualquier información sobre la gestión de derechos; 4) distribuya, importe para distribución, emita, comunique o ponga a disposición del público, sin autorización, obras, interpretaciones o ejecuciones, ejemplares de interpretaciones fijadas en fonogramas y emisiones, sabiendo que la información sobre la gestión de derechos, señales codificadas y dispositivos técnicos fueron suprimidos o alterados sin autorización.” (Brasil, 1998.)
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