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Los condenados de la tierra

Los condenados de la tierra

Se cumplen 90 años del nacimiento de este médico psiquiatra, negro nacido en Martinica, que vivió apenas 36. Frantz Fanon (1925-1961) fue militante por la independencia de Argelia y un adelantado a su tiempo, tanto en las terapias que aplicaba a sus pacientes como en la mirada crítica sobre las revoluciones africanas.

Días después del atentado a Charlie Hebdo, el caricaturista francés de origen argelino Halim Mah­moudi escribió en su muro de Facebook un texto grave y valiente: “La fachada de laicidad que me sometió a humillantes controles de identidad que mancharon mi corazón y me hicieron tragar rabia, las veladas arruinadas porque no te dejan entrar a la disco, una novia que terminó conmigo en la puerta de su casa porque sus padres no querían que ‘saliera con un árabe’, o también los empleos que no me dieron porque ‘los clientes no entenderían’. (…) ¿Por qué los medios de comunicación se empeñan tan encarnizadamente en sacar a la luz todo lo malo del islam? (…) ¿No será más bien que la Francia de este siglo tiene serios problemas de integración, con su sistema viciado, lento y polvoriento? ¿No será que, por una vez, es el opresor quien está en falta?”.

La vivencia de Mahmoudi, la de tantos iguales a él, constituye la materia prima con la que trabajó Frantz Fanon. Negro, antillano de nacimiento y argelino por elección y compromiso político, a Fanon se le ha tenido vulgarmente por un apologista de la violencia, aunque, en rigor, fue un teórico de la violencia. De la violencia de los oprimidos y de la alienación del colonizado.

COMO ESCLAVOS


Fanon nació en Fort-de-France, la capital de Martinica, en una familia de buen pasar. A los 18 años se alistó con otros muchos jóvenes negros y mulatos de la colonia para luchar contra el nazismo. La partida, pretendida ceremonia patriótica, fue una vergüenza. Los embarcaron de noche, casi a escondidas, y viajaron en la bodega amontonados. Un año después escribió a los padres: “Si no vuelvo, si un día se enteran de que caí frente al enemigo, no digan ‘murió por una hermosa causa’ (…). ¡Me equivoqué! Nada hay aquí, nada, que justifique aquella súbita decisión de convertirme en defensor de los intereses del granjero blanco”. Al fin de la guerra volvió a casa solamente para armar las valijas e irse a París. Quería estudiar, y en Martinica no había ninguna universidad.

En 1946 se instaló en Lyon. Se recibió de médico y se especializó en psiquiatría. Allí conoció a Marie-Josèphe Dublé, “Josie”, una joven blanca con quien se casó y tuvo un hijo llamado Olivier. Antes había tenido una niña, Mireille, fruto de una relación corta con una compañera de estudios, también blanca y de origen judío, con quien nunca llegó a vivir.

Obtuvo su primer trabajo como psiquiatra en un hospital de Saint Alban, en Martinica. Fue asistente y discípulo de Francesc Tosquelles, un médico catalán, marxista y exiliado del franquismo, quien lo inició en la psicoterapia institucional.

En 1952 publicó Piel negra, máscaras blancas, un ensayo psicológico sobre la experiencia del hombre negro, más exactamente del negro antillano, en el mundo del blanco. A partir de su trabajo clínico construyó un concepto sobre la subjetividad del negro en una sociedad colonial dominada por el europeo: el uso del lenguaje, el vínculo de la mujer negra con el blanco y del blanco con la mujer negra.

CEREBRALMENTE DEFECTUOSOS

 

En 1953 lo admitieron como médico en el Hospital Psiquiátrico de Blida, en Argelia. Oficialmente, Argelia, como Martinica, era un “departamento francés de ultramar”, título que encubría su condición colonial. Argelia no era Francia sino una colonia de Francia. De sus 10 millones de habitantes, 9 millones eran árabes. Población indígena, se le decía entonces, antes de que el término fuera sustituido por otro con la misma intención peyorativa: musulmán.

La argelina era una sociedad racista en la que, en lugar de un apartheid legal, reinaba un racismo establecido y natural. El centro de Argel tenía calles amplias, con palmeras, en las que había tiendas, cines y bares sólo para europeos. En la Casbah y en las bidonvilles de los barrios más alejados se hacinaban los árabes, pobres y marginados, en su mayoría venidos del campo.
El hospital, que hoy lleva el nombre de Frantz Fanon, está a unos 40 quilómetros de la capital. Es una pequeña ciudad con grandes pabellones e instalaciones administrativas, una plaza, un parque, una capilla, una mezquita y una granja. Allí se recluía a pacientes psiquiátricos crónicos, considerados incurables.

El hospital se regía por la doctrina racista y carcelaria del doctor Antoine Porot, padre de la escuela psiquiátrica argelina: separación estricta de hombres y mujeres, de árabes y europeos, y tratamientos que incluían el electroshock y la lobotomía.

Porot era conocido por su tesis sobre el primitivismo del indígena norafricano. Planteaba que tenían un desarrollo cerebral inferior, lo cual los hacía personas dominadas por el instinto, más bien holgazanas y lentas de razonamiento, con una fuerte inclinación a la insolencia, la mentira y la criminalidad.

En Blida los pacientes parecían presos, uniforme incluido. Los más tranquilos trabajaban todo el día en una granja. A los que se agitaban se los ataba a la cama o a los árboles del parque.

LA PSIQUIATRÍA DEBE SER POLÍTICA

 

Fanon revolucionó Blida con su trabajo de terapia social, aprendido con Tosquelles. Comenzó con el sector de mujeres europeas. Propuso reuniones periódicas con médicos, enfermeros y pacientes, introdujo actividades artísticas, música, cine y la edición de un semanario. El ambiente del hospital cambió tanto que en ese sector se descartaron los métodos violentos habituales usados para la contención de pacientes fuera de control.

El intento de trasladar la experiencia al pabellón masculino de árabes resultó un sonoro fracaso. Los más conservadores del hospital se regocijaron al verlo naufragar. Fanon y sus colaboradores comprendieron que se habían equivocado al imponer a un grupo árabe y musulmán actividades típicas de una sociedad occidental. Cuando adaptaron la propuesta a la cultura local funcionó igualmente bien que con el pabellón de mujeres. Poco después Fanon comenzó a criticar en voz alta la doctrina seudocientífica de Porot e hizo conocer la suya, que vinculaba la alienación mental con la dominación colonial.

Su nombre llegó a los círculos independentistas. El Frente de Liberación Nacional (Fln) no tardó en ponerse en contacto con él. Lo buscaban como médico, sobre todo para atender a los militantes y combatientes de la organización. Fanon montó un servicio de cirugía más o menos clandestino en el hospital, donde también, en colaboración con el farmacéutico, producían morfina. Había dado el paso de médico a militante por la causa argelina.

EXILIO EN TÚNEZ

En 1956 la guerra se extendió a todo el país. Francia votó medidas de excepción para Argelia que generalizaron e hicieron sistemática la tortura, el asesinato y la desaparición de detenidos.

Ese año Fanon dejó el hospital. En su carta de renuncia decía que era absurdo intentar curar alienados en un país donde reinaba la deshumanización y el no derecho: “La población autóctona es una alienada permanente en su propio país y vive en un estado de despersonalización absoluta”. El ministro residente, Robert Lacaste, respondió a la renuncia de Fanon expulsándolo del país.
Se exilió en Túnez, donde trabajó como psiquiatra en un hospital público, aunque su actividad principal fue la política. Se incorporó oficialmente al Fln y a su área de prensa como portavoz de la organización e integrante de la redacción del diario El Moudjahid.

En esta época surgieron las primeras discrepancias con algunos de sus compañeros. Decididamente ateo, Fanon rechazaba el discurso árabe e islamista de un sector del Fln. Separaba la política de la religión y no creía en el islam como fuerza revolucionaria. Además, sostenía que la liberación nacional debía abrirles las puertas a la liberación y la igualdad de las mujeres. Poco después el Gpra, gobierno provisional de Argelia en el exilio, lo retiró como voz oficial del Fln y le dio otro destino. Así, se convirtió en el víncu­lo del Frente con los movimientos de liberación y los recientes estados del África negra.

En junio de 1959 publicó su primer escrito político, El año V de la revolución argelina. En él analiza los cambios que la guerra provocó en la sociedad, en la familia y en la relación entre hombres y mujeres.

CONDENADO EN LA TIERRA

 

En diciembre de 1960 decidió consultar al médico por una fatiga permanente y una súbita pérdida de peso. El resultado de los exámenes fue terminante. Padecía una de las formas más graves de leucemia, la leucemia mieloide.

Aceptó, no sin resistencia, viajar a Moscú para un tratamiento. Volvió con la idea de dedicarse a un texto, cuyo tema y tono sentía con absoluta claridad. Habitualmente no escribía sus libros, los dictaba. Esta vez, sabiendo que no le sobraba tiempo, apeló a tres asistentes. Exhausto, a veces temblando de fiebre y con una pasión que tensa cada línea de la obra, dictó Los condenados de la tierra.

El libro se editó con un largo prefacio de Jean-Paul Sartre que luego tendría vida propia. Ensayo sobre la violencia colonial y la del oprimido, Sartre lo definió como un “manifiesto extremo del tercermundismo”. Inmediatamente fue prohibido en Francia por considerarse que ponía en peligro la seguridad nacional.

Fanon alcanzó a ver el libro publicado. Recibió un ejemplar tres días antes de su muerte en el Hospital de Bethesda, en Maryland, a donde había llegado para un último e inútil tratamiento. En esos días, solo en su habitación, le escribió a un amigo: “Lo que me choca, aquí, en esta cama, en el momento en que siento que se me van las fuerzas, no es morir, sino morir en Washington, de leucemia aguda, cuando hubiera podido morir hace tres meses frente al enemigo”.

EPÍLOGO

Los condenados de la tierra se tradujo a 20 idiomas y sigue reeditándose desde hace 40 años, con nuevos prólogos y actualizaciones teóricas. En 1967 Josie Fanon hizo suprimir el prefacio de Sartre. Consideraba que el filósofo había asumido una posición prosionista en la Guerra de los Siete Días, que lo descalificaba para presentar un texto revolucionario.

Uno de los capítulos menos transitados de la obra, cuya lectura sorprende por la lucidez premonitoria del autor, es “Desventuras de la conciencia nacional”. Fanon advierte sobre los peligros que se ciernen sobre los nuevos estados poscoloniales: regímenes de partido único con dictadores que fueron héroes de las guerras de independencia pero que abusarán de su prestigio para perpetuarse en el poder, gobiernos que se apoyarán en el ejército y la policía para gobernar, burguesías nacionales que reproducirán el modelo colonial, estados teocráticos arabizados e islamizados. Tal como ha ocurrido en Argelia, Mali y Camerún.

Mientras en Europa y América Latina crecía la influencia de su pensamiento y en Estados Unidos Los condenados de la tierra se convertía en el texto base de los Panteras Negras, en Argelia la memoria de Fanon se eclipsaba. El nuevo Estado lo recordó poniéndole su nombre al hospital de Blida, a un bulevar, a un liceo femenino. Pero en un país cada vez más autoritario y musulmán, un extranjero ateo y revolucionario no tenía lugar.

De la celebración vacía pasó al olvido. Una de sus biógrafas, la psiquiatra judía argelina Alice Cherki, activa militante en la lucha por la independencia, cuenta que entrevistó a unas alumnas del liceo Frantz Fanon. Les preguntó si sabían quién había sido el señor que daba nombre al instituto. “Con seguridad fue un coronel francés”, respondieron las muchachas con distendida ignorancia.
En 1988 tuvo lugar en Argelia “La revuelta del pan”. Miles de jóvenes desocupados y sin futuro salieron a la calle a protestar con piedras, palos y cócteles molotov. El Ejército sacó los tanques. Hubo más de quinientos muertos.

Desde el balcón de su apartamento Josie vio a los jóvenes tirar piedras y quemar autos y después la llegada de los uniformes y las balas. “Frantz, los condenados de la tierra vuelven”, murmuró. Un año después se lanzó al vacío desde ese mismo balcón.

Un mundo cortado en dos

 

La ciudad del colono es una ciudad dura, toda de hierro y piedra. Es una ciudad iluminada, asfaltada, donde los cubos de basura siempre están llenos de restos desconocidos, nunca vistos, ni siquiera soñados. Los pies del colono no se ven nunca, salvo quizá en el mar, pero jamás se está muy cerca de ellos. Pies protegidos por zapatos fuertes, mientras las calles de su ciudad son limpias, lisas, sin hoyos, sin piedras. La ciudad del colono es una ciudad de blancos, de extranjeros. La ciudad del colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la “medina” o barrio árabe, la reserva, es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Es un mundo sin intervalos, los hombres están unos sobre otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. La ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una ciudad revolcada en el fango.

(De Los condenados de la tierra.)

Ni misión negra ni carga del hombre blanco

 

En las Antillas, el joven negro que en la escuela no se cansa de repetir, “nuestros padres, los galos”, se identifica con el explorador, el civilizador, el blanco, que es quien trae la verdad, completamente blanca. […] Poco a poco va formándose y cristalizando en el antillano una actitud y un hábito de pensar y ver que son esencialmente blancos. Cuando en la escuela tiene que leer historias de salvajes –en libros blancos– piensa siempre en senegaleses. En mis tiempos de estudiante discutíamos durante horas enteras sobre las pretendidas costumbres de los salvajes senegaleses. En nuestras frases e intenciones había una inconciencia, como mínimo, paradójica. Pero ocurre que en las Antillas no se piensa en negro; se piensa en blanco. El negro vive en África. Subjetiva e intelectualmente el antillano se comporta como un blanco. Ahora bien, es un negro. De esto se dará cuenta en Europa y, cuando oiga hablar de negros, sabrá que se refieren tanto a los senegaleses como a él. […]

La desgracia del hombre de color es el haber sido esclavizado. La desgracia y la inhumanidad del hombre blanco son el haber matado al hombre en algún lugar. Es, todavía hoy, organizar racionalmente esta deshumanización. Pero yo, hombre de color, en la medida en la que me es posible no tengo derecho a refugiarme en un mundo de reparaciones retroactivas. Yo, hombre de color, sólo quiero una cosa: que nunca el instrumento domine al hombre. Que cese para siempre la explotación del hombre por el hombre. Es decir, de mí por otro. Que se me permita descubrir y querer al hombre, allí donde se encuentre. El negro no es. No más que el blanco.

(De Piel negra máscaras blancas.)

Información adicional

Autor/a: Virginia Martínez
País: Martinica
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