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No existen las razas

No existen las razas

No existe juicio contemporáneo más común para definir al otro/los otros que el aspecto físico de la gente. Es una definición a veces pública, a veces soterrada, casi siempre cargada del aura y de la explosividad de un concepto asimétrico que parece moverse a una velocidad infinita, es decir, de manera impensada. El concepto de raza, que fija significados en tres niveles distintos (aunque simultáneos). 1) Desde Linneo, en el siglo XVIII, lo utilizan los lenguajes de la “ciencia” para categorizar y caracterizar a diferentes poblaciones humanas. 2) A partir del siglo XIX, ingresa en las constituciones políticas y documentos oficiales de todos los países del orbe para consagrar o dejar sin derechos a grupos sociales enteros. 3) Y en el sentido común, funge como arma inclemente de las ideologías y los discursos de élites dominantes para estigmatizar y sobrexplotar al mundo subalterno (y así cerrar su paso a las esferas del poder y la legitimación social).

En Estados Unidos, por ejemplo, no existe documento oficial que no contenga alguna forma de definición racial. En América Latina, las constituciones de nueve países lo emplean para categorizar sus cartografías sociales: Brasil, Perú, Colombia entre otros. En la Constitución mexicana aparece en el segundo apartado del artículo tercero, según la reforma de 2019.

Desde el siglo XIX, la historia del continente se escribe invariablemente desde las premisas de los lenguajes de la racialidad. En Estados Unidos para cartografiar a una nación de migrantes (principalmente europeos) que acabaron exterminando a los pueblos originarios y esclavizando a las poblaciones afroestadunidenses. En México, la triada indígenas/mestizos/peninsulares sirvió para crear los órdenes culturales que se preservan hasta hoy, en los que el criollismo y la pictocracia blanca dominan los centros del principio de politicidad. En Brasil, europeos, asiáticos, pobladores originarios y afrobrasileños habrían formado un supuesto crisol, en el que invariablemente se subyugan a estos dos últimos.

¿De dónde provienen estos discursos y lenguajes sociales?

En el siglo XVIII fue el botánico y naturalista Carl von Linneo el primero en dividir al género humano en cuatro razas: “blancos (inteligentes y pasionales), rojos (obsecados y rectos), amarillos (melancólicos, avaros), negros (indolentes, agresivos)”. Hoy este mapa humano se antoja como la fábula de una casa del terror de alguna feria perdida en un poblado sueco del siglo XIX, pero que sirvió como método central para desarrollar los lenguajes de la expansión colonial y, finalmente, para enfrentar a Occidente contra sí mismo en el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. A Linneo le siguió Friedrich Blumenbach con un estudio de la relación entre la “fisonomía de los grupos sociales y su adaptabilidad a las condiciones climáticas”. Paradójicamente, Blumenbach medía la extensión de los cerebros para establecer sus investigaciones. Fue Ernst Haeckel quien llevó el método racial a su más patética consagración. Apoyado en la teoría de la evolución darwiniana, dividió a la humanidad en 12 especies y 32 razas. Al mismo tiempo, estableció las características de los diferentes grupos de su tipología. Muy abajo se hallaban “los papúes, los hotentotes y los xosas”, que según Haeckel estaban más cerca de los mamíferos que de los europeos “civilizados”. En la historia de las ideas de Occidente, otro capítulo de la historia universal de la infamia.

¿Pero existen realmente las razas?

En 2019, 500 científicos se dieron cita para debatir sobre el tema en la ciudad de Jena, precisamente donde vivió y trabajó Haeckel. Biólogos, genetistas, zoólogos, historiadores, un ensemble realmente multidisciplinario, llegó a la conclusión de que, dadas las ya abundantes pesquisas sobre el genoma y la genética humanas, las razas no existen. Desde los estudios que datan del descubrimiento del genoma, se puede inferir que todos los individuos del género humano cuentan con 99.99 por ciento de genes y ADN idénticos. Sólo sus configuraciones cambian. Y los rasgos que determinan el aspecto físico de las personas obedecen tan sólo a 0.01 por ciento del material genético. En principio existe sólo una raza: la especie humana. Y todas sus diferencias se deben a causas climáticas, de alimentación, sociales, políticas, económicas e ideológicas. Nunca biológicas, como explica Agustín Fuentes en el documental ¿Por qué la ciencia afirma que las razas no existen? (Deutsche Welle, 8/21).

La clave del mensaje del encuentro de Jena se expresa en su declaración central. Dice así: “No hay razas. Al menos, no en los humanos. Primero existió el racismo, es decir, la idea de que cada grupo de personas tienen un valor diferente, y luego la ciencia siguió el camino. El concepto de raza es el resultado del racismo y no su premisa.”

La relevancia de esta conclusión es fundamental. Fue el racismo moderno, a partir del siglo XVIII, el que creó los lenguajes sobre las razas y no viceversa. Y sus derivas perduran con toda intensidad hasta la fecha. Las razas son construcciones sociales destinadas a afianzar la unidad de élites dominantes, y hacer preservar la sujeción de vastas mayorías de la población, a través de ontologías y discursos sobre el orden de los cuerpos y sus formas de actuar. El problema del cuerpo de los otros aparece aquí como una fábula y una teología política. La fábula de la autoselección redimida de un orden social y la teología del cuerpo deseado.

De ahí la demanda urgente, al menos, de erradicar el término de raza de toda documentación oficial.

Información adicional

Autor/a: Ilán Semo
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Fuente: La Jornada

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