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Aquel Vargas

Empezaban los ’90. América latina era algo muy distinto. Estaba llena de indígenas, eso sí, como ahora, aunque ellos no estaban en la agenda de ningún aspirante a presidente con chances ni entre sus electorados militantes. De hecho, no se usaban los militantes. Comenzaba el culto al “independiente”. Los grandes medios y los dirigentes políticos celebraban el crecimiento abrumador de esa categoría de ciudadanos. Eran en muchos casos ex adherentes a partidos políticos que los habían traicionado, pero en muchos otros eran ciudadanos en retirada, ciudadanos inorgánicos que se veían a sí mismos casi siempre como otra cosa: vecinos, consumidores, clientes, usuarios, lectores, socios, pagadores de impuestos en el mejor de los casos.

Recuerdo una imagen desoladora de Mario Vargas Llosa un día después la primera vuelta electoral en la que el resultado lo obligaba a un ballottage con Alberto Fujimori. El hombre caminaba por una playa, con una sobrina. La foto robada lo mostraba de espaldas. Caminaba encorvado, con la cabeza gacha, sosteniendo el saco que se había sacado con una mano sobre su hombro. El viento le revolvía el pelo abundante. Las marcas en la arena daban cuenta de que arrastraba los pasos. Esa imagen que publicaron esa mañana los diarios peruanos nos dio a los periodistas que teníamos que mandar despachos urgentes el material necesario: Vargas Llosa estaba deprimido. Después de escuchar el resultado se había ido de Lima con rumbo desconocido. Eso se confirmaría con su derrota en el ballottage, un mes y medio después, y con su rápido abandono del país. Más tarde, con su renuncia a su ciudadanía.

Estuve en Lima en las dos vueltas electorales y aquélla fue la cobertura política más curiosa que me tocó en la vida. Había llegado al Perú con la certeza del triunfo de Vargas Llosa, como todos. El Sheraton, donde el escritor había ubicado su bunker de campaña, hacía un descuento del 50 por ciento a los periodistas acreditados, de modo que con una colega que conocí en el avión allí nos fuimos, a ver lo más cerca posible el espectáculo de una victoria. Alojarnos juntas también tuvo que ver con la tensión de Lima en esos años: había guerrilla y había paramilitares, había cortes de luz a cada rato, había atentados. Cuando llegamos al hotel nos impresionó la hilera de soldados de caras encapuchadas y armas largas que lo rodeaban. Adentro, en el centro de prensa del candidato escritor, todo era canapé, exquisitez y cierto exotismo refinado.

Apenas tres días antes de las elecciones, el nombre de Fujimori empezó a emerger entre el puñado de candidatos presidenciales. Nadie sabía quién era. Me llamaron del diario y me pidieron que ese mismo día mandara una nota sobre él. A todos nos pasaba lo mismo: las agencias internacionales habían difundido las últimas encuestas, y Fujimori, que hasta entonces casi ni figuraba, rozaba a Vargas Llosa.

Fujimori esa tarde improvisó una conferencia de prensa en la sala de un hotel que estuvo abarrotada. No había credenciales plastificadas, como en el Sheraton, sino cuadraditos de cartulina cortada a mano que los parientes de Fujimori nos prendían en los sacos con alfileres. Fujimori era un ingeniero mediocre que después hizo un gobierno desastroso, absolutamente a tono con la época. Viéndolo a la distancia, uno advierte que el FMI seguía con tranquilidad aquellas elecciones: en materia de política económica, ningún candidato era preocupante.

Una de las explicaciones sobre aquel resultado inesperado, o mejor dicho, sobre la pobre performance de las encuestas, era que el Perú es un país muy difícil de encuestar. Su población indígena suele considerar las preguntas de un encuestador como una pregunta de hombre blanco. Y ellos a los blancos le dicen lo que se imaginan que quieren escuchar. Por eso las encuestas le daban tan bien a Vargas Llosa.

Sobre la relación entre los pueblos originarios y el escritor peruano, habla una carta abierta a Vargas Llosa que publicó en estos días la agencia Paco Urondo. La escribió a fines del año pasado el indígena peruano Hugo Blanco, en ocasión del Nobel, y tiene algunos párrafos notables, en las que el director de Lucha Indígena considera ese premio como “un golpe más del neoliberalismo a las poblaciones indígenas, ya que difícilmente podrá encontrarse mayor enemigo de ellas que su persona”.

Para ubicar a Vargas Llosa en ese contexto, Blanco da un par de ejemplos. Uno de ellos fue lo ocurrido el 5 de junio de 2009, Día Mundial del Medio Ambiente, cuando el gobierno de Alan García reprimió y masacró a 200 indígenas de la selva amazónica. Hubo fuertes protestas en Lima, y el gobierno debió retroceder cajoneando dos decretos reclamados por el ALCA, por los cuales, contra la legislación internacional vigente, se abría la Amazonia para nuevos negocios.

“¿Cuál fue la actitud de usted? Al contrario de la mayoría del pueblo peruano, escribió ‘Victoria pírrica’, manifestando que futuros gobiernos peruanos no osarán ‘volver a meter mano’ en la Amazonia para alentar la inversión privada y el desarrollo económico de esta región (…). No se detiene ahí, considerando a los habitantes amazónicos como retardados mentales, no concibe que la resistencia pueda haber sido pensada por ellos, dice que fueron instigados por Hugo Chávez y Evo Morales.”

El otro ejemplo que da Blanco para ubicar a Vargas Llosa en el marco de este tema es el Seminario “Las amenazas de la Democracia en América Latina: Terrorismo, Debilidad del Estado de Derecho y Neopopulismo”, un evento cuyo nombre exime de describir su orientación política, desarrollado en Bogotá entre el 19 y el 22 de noviembre de 2009. Blanco cita a Vargas Llosa, que dijo: “El desarrollo y la civilización son incompatibles con ciertos fenómenos sociales y el principal de ellos es el colectivismo (…). El socialismo, el nazismo y el fascismo son los fenómenos colectivistas del pasado. Hoy se expresa en América latina de una manera muy sinuosa y revistiéndose con ropajes que no parecen ofensivos sino prestigiosos (…). El indigenismo de los años ’20 que parecía haberse rezagado es hoy día lo que está detrás de fenómenos como el señor Evo Morales en Bolivia. El indigenismo en Ecuador, Perú y Bolivia está provocando un verdadero desorden político y social, y por eso hay que combatirlo”. Más adelante, con un cinismo a prueba de blindex, afirmó: “En el movimiento indígena hay un elemento profundamente perturbador que apela a los bajos instintos, a los peores instintos del individuo, como la desconfianza hacia el otro, al que es distinto”. Es muy interesante que de la carta de Blanco se desprenda que un debate intelectual, político y literario, que debería ser abordado en la Feria del Libro, es el paradigma que se expresa en la obra de Vargas Llosa y en el de José María Arguedas. Y hablándose del Perú, aquí debe mencionárselo a modo de homenaje a Manuel Scorza, cuya revisita es urgente.

Le contesta Blanco a Vargas Llosa: “Es la sociedad que usted defiende la que aplasta la individualidad y exalta el individualismo, que es el egoísmo supremo. El mejor ejemplo de esto es que las grandes empresas multinacionales están dirigidas por personas que saben que con la desbocada emisión de gases de invernadero están conduciendo a la extinción a la especie humana, pero ya no les importan sus nietos ni sus hijos, sino cumplir con el sagrado mandamiento neoliberal: ganar la mayor cantidad de dinero posible en el menor tiempo posible”.

A Vargas Llosa, por su racismo, que lo hace opinar que los pueblos originarios deberían abandonar sus tradiciones en pos del desarrollo, le han contestado ya líderes de muchos pueblos, cuyas voces se acallan, pero también intelectuales como José Saramago, que se hizo una pregunta cuyo eco sigue rebotando: “Que alguien haya podido decir que el movimiento indígena es un peligro para la democracia me parece algo increíble. ¿Cómo de una cabeza inteligente puede salir una afirmación tan monstruosa como ésa?”.

Por Sandra Russo

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