Lula y el PT ganaron proyección política y asumieron el gobierno federal
comprometidos con la reforma agraria. La nación espera que ahora sean
coherentes, que no cambien una bandera histórica por un plato de
lentejas electorales. De las tres Américas, el Brasil es el único país
que nunca le entró a su estructura agraria. O mejor dicho, lo hizo pero
para saciar la ambición de la clase más pudiente al ser dividido en
Capitanías Hereditarias, paradigma del latifundio improductivo.
Falta todavía beneficiar a la clase de los de abajo. El gobierno
bosquejó un Plan Nacional de Reforma Agraria que, hasta hoy, no salió
del papel. Bolivia hizo su primera reforma agraria en 1953; y promueve
ahora la segunda, apoyada por el Brasil. Lula le aprobó un crédito de
US$ 20 millones.
Una de las reivindicaciones vitales para modernizar nuestra agricultura
es actualizar los índices de productividad agropecuaria. El artículo 6
de la Ley 8.629/93 le da al Ejecutivo el poder de fijar los índices.
Planalto delegó en el Incra esa responsabilidad.
La bancada ruralista en el Congreso, entretanto, presiona en sentido
contrario. El latifundio no soporta oír hablar de esto. Los ruralistas
movilizan a casi 200 parlamentarios para que no se toque ese asunto. Y
amenazan con boicotear el PAC (Programa de Aceleración del Crecimiento).
¿Por qué?
La actualización permitiría conocer el número de propiedades que no
alcanzan los parámetros de eficiencia y de productividad, o sea, los
latifundios que no alcanzan los índices mínimos del Grado de Utilización
de la Tierra (GUT) y del Grado de Eficiencia de Explotación (GEE).
Aunque no bastarían los simples números para determinar la
desapropiación; ésta dependería de la inspección del poder público.
Para la CNA (Confederación Nacional de la Agricultura) el productor es
quien debe decidir sobre el qué, cuándo y cuánto plantar ante los
factores de producción (trabajo, tecnología, capital y tierra). Pero eso
quebranta el precepto constitucional de función social de la tierra.
Sería como llamar a la zorra para que custodie el gallinero.
Las tierras cultivables del Brasil están en manos de 5 millones de
propietarios. Casi la mitad (49%) bajo la posesión de apenas 26 mil
propietarios. Gente que posee amplias extensiones de tierra con un bajo
índice de productividad, lo que haría que esas haciendas puedan ser
expropiadas para la reforma agraria.
Desde 1975 los índices de productividad están congelados. Pero el IBGE
ya se está moviendo para hacer un nuevo censo rural. En febrero del 2006
se concluyó un acto administrativo, resultado de estudios del gobierno y
de la Unicamp, en vistas a la actualización, aunque luego quedó en nada.
La bancada ruralista trata de paralizarlo y, sobre todo, de impedir que
lo firme el Ejecutivo.
En el primer mandato de Lula los ministros de Agricultura y de
Desarrollo Agrario -que no hablaban el mismo idioma- no aprobaron la
medida. Y el presidente no quiso desairar a la bancada ruralista, sobre
todo porque, en aquella época, el agronegocio, lleno de miedo por la
crisis del sector, presionó al gobierno bloqueando las carreteras con
tractores.
El latifundio no tiene función ni responsabilidad social. La CNA afirma
que si fueran aprobados los nuevos índices, cerca de 100 mil propiedades
rurales quedarían sujetas a la desapropiación para fines de la reforma
agraria. Ante eso llueven propuestas en el Congreso para sabotear el
acto administrativo que actualizaría esos índices.
Pasará a la historia el presidente que se atreva a alterar la estructura
latifundista brasileña, arcaica e injusta, concentradora de tierras y de
rentas, y socialmente excluyente. Sin reforma agraria, problemas que
tanto inquietan a la población -desempleo, violencia urbana, favelas,
flujo migratorio, trabajo esclavo, deforestación y desequilibrio
ambiental- tienden a agravarse. Y por tanto perdurará nuestra posición
de país periférico, alejado del desarrollo de las naciones socialmente
menos injustas.
Por: Frei Betto, escritor, autor de “Sabor de uva”, entre otros libros.
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