El segundo despertar árabe de la historia –el primero fue la revuelta contra el imperio otomano– requiere algunas nuevas definiciones, quizá incluso algunas palabras nuevas. Y una nueva calculadora que registre al instante la vieja era de los dictadores y el creciente ejército de jóvenes. El que sobreviva hasta llegar a la senilidad puede entrar en la categoría de grandes criminales políticos de la historia contemporánea.
Mi colega magrebí Béchir Ben Yahmed ha señalado que, después de 42 años en el poder, Muammar Kadafi se ha unido a los peores de todos. Kim Il-Sung llegó a 46 años, Saddam Hussein apenas a 35. Mubarak sumó 32 años en la escala de los dictadores; Sékou Touré, de Guinea, 26, los mismos que Franco de España y Salazar de Portugal. En esta escala, los raquíticos 10 años de Tony Blair reducen sustancialmente su estatus de criminal de guerra, un hombre al que se le podría permitir –en vez de comparecer ante un juez por la ilegal invasión a Irak– una villa de lujo en Sharm el-Sheij (que era donde, después de todo, Cherie gustaba de hospedarse a costa del gobierno de Mubarak).
Ben Yahmed sugiere que en el violento caso de Libia no nos encontramos tanto ante una revolución como ante una anarquía revolucionaria basada en el tribalismo, puesto que Libia puede estar en el proceso de desintegrarse. No estoy muy seguro de coincidir, aunque los ciudadanos de Bengasi querrían que los de Trípoli sepan que ellos fueron sus libertadores. Kadafi, de hecho, se ha vuelto una especie de “reincidente”, aunque, si bien la oposición ha cantado victoria demasiado pronto, ahora sólo gobierna un Estado “mitad Kadafi”, el cual sólo puede ser temporal.
Y tendremos, estoy seguro, que redefinir la naturaleza del acto que encendió la mecha proverbial –y real–: la inmolación por fuego de Mohamed Bouazizi, quien, aplastado por el Estado y su corrupción, y luego abofeteado por una policía, escogió la muerte en vez de la continuación de la qahr, que podría traducirse como “impotencia absoluta”. Prefirió, en palabras del sicoanalista turco Fethi Benslama, “la aniquilación a una vida de nada absoluta”. Bouazizi, sin embargo, no se unirá a la lista de los mártires favoritos de Al Qaeda. No se llevó enemigos con él; su yihad nació de la desesperación, la cual de seguro no es alentada por el Corán. Aportó una prueba de que un suicida puede generar sin proponérselo una revolución y convertirse en mártir para un pueblo oprimido, más que para Dios. Su muerte –aunque sé que me dirán que esa decisión corresponde a una autoridad más alta– no le garantizó entrar en el paraíso, pero se le debe conceder mayor importancia política que a la de un atacante suicida. Fue, de hecho, un antikamikaze.
En un año en que la última Rue Pétain que quedaba fue borrada en la Francia rural –Beirut remplazó la suya en 1941, con la caída del régimen de Vichy–, es apenas justo decir que un montón de tributos con los que se adulaba a Kadafi tendrán que ser derribados en los escombros de su Estado cuando acabe de derrumbarse. Los museos del Libro Verde –tal vez hasta los restos de su casa pulverizada por bombas estadunidense en 1986–tendrán en su momento un furioso fin. Al día siguiente de la caída de Mubarak, personal del hotel Marriott en Zamalek se escabulló con su retrato; los visitantes futuros notarán con ligera inquietud la extraña claridad del papel tapiz a la izquierda de la recepción.
Y hay montones de calles Mubarak, estadios Mubarak y hospitales Mubarak que renombrar. El economista Mohamed el-Dahshan se ha referido a la desmubarakización de Egipto; supongo que ahora todas las calles Mubarak se volverán calles 25 de Enero –fecha del comienzo de la última revolución egipcia– y me temo que, si el 80 por ciento chiíta de Bahrein llega algún día a gobernar el país, habrá mucha desjalifación. Y en Libia, la deskadafización ya empezó. Pero si bien la revolución egipcia es –salvo un contragolpe del viejo aparato mubarakista– la historia más feliz que he cubierto en Medio Oriente, todavía temo que mucha de ella terminará en lágrimas, pues las nuevas “democracias” suelen acabar en algo parecido a los regímenes anteriores. Arabia Saudita sigue siendo el alfil negro en mi tablero. Veremos qué pasa el próximo viernes.
Espero, sin embargo, que el fervor de los revolucionarios del mundo árabe no los lleve a borrar la identidad de ciudades enteras. Bengasi no debe convertirse en la “ciudad de los 11 mártires” –como Stalingrado se convirtió en la patética Volgogrado–, ni hay que cambiar el nombre a Tobruk. Los tunecinos adoptaron Cartago como nom de plume de Túnez. De hecho, vale la pena recordar la historia más reciente de las tierras que los periodistas recorremos ahora a toda velocidad en nuestros 4×4. Mis colegas que viajan a Libia desde el oeste pasan como ráfagas El Alamein y de allí a Tobruk. La semana pasada manejé de noche desde Túnez, en el oeste, y los faros del auto iluminaban letreros de lugares hasta el paso Kasserine, donde los estadunidenses creían haberle puesto una felpa a Rommel pero recibieron una más sangrienta por cortesía del Afrika Korps en Mareth, famoso por la línea Mareth, sistema de fortificaciones construido por los franceses antes de la Segunda Guerra Mundial. El finado Louis Heren, quien fue mi jefe de corresponsales en el Times, fue “cocinado” en su tanque en las afueras de Bengasi, y sobrevivió.
Resulta extraño, pero todo se vino abajo entre Tobruk y Túnez en la Segunda Guerra. Tobruk cayó ante los británicos en enero de 1941, fue sitiada por el Afrika Korps durante 200 días, liberada por el general Cunningham en noviembre, capturada por Erwin Rommel en junio 1942 –un “desastre”, murmuró Churchill al escuchar la noticia en una visita a la Casa Blanca– y recapturada por los aliados cinco meses después. Ahora es la primera ciudad liberada por la oposición a Kadafi. El guionista de cine francés Michel Audiard, quien escribió el libreto de la cinta Taxi a Tobruk, sobre el Zorro del Desierto, dijo que en su opinión “lo único disfrutable en la guerra es el desfile de la victoria… antes de eso todo es una mierda”.
¿Quién puede estar en desacuerdo, siempre y cuando ganen los que deben? ¿Reincidentes? ¿Antikamikazes? Estados medio Kadafi, revoluciones, rebeliones, insurrecciones, despertares árabes: por lo común son un asunto sangriento. Sin embargo, tengo que decir que mi redefinición favorita apareció en un estupendo cartón del diario tunecino La Presse la semana pasada, luego que Beji Caid Essebsi fue nombrado primer ministro. “En realidad –dice el cartón tunecino–, nuestro verdadero primer ministro se llama Facebook.”
Por Robert Fisk
The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Leave a Reply