Entran y salen gobiernos, las leyes del mercado parecen dominar
irreversiblemente, el estilo de vida norteamericano devasta espacios
nunca antes alcanzados, sea en China o en la periferia de las grandes
metrópolis al sur del mundo; en Europa se consolida una hegemonía
conservadora, y parece no surgir un bloque de fuerzas capaz de
enfrentar al poder imperial de Estados Unidos.
Todo parece empujarnos al pesimismo. La crisis de la URSS no dio lugar
a un socialismo superador de los problemas de ese modelo, sino que, por
el contrario, diseminó el neoliberalismo en las tierras de Lenin. El
capitalismo abandonó su modelo keynesiano por un modelo de extensión
inaudita de la mercantilizació n por todos los rincones del mundo.
Podemos preguntarnos si no estamos viviendo en un período de derrotas o
retrocesos tan grandes como los que se vivieron a partir de los años
veinte, que se caracterizaron por contrarrevoluciones de masas y por
derrotas estratégicas de los proyectos revolucionarios.
En los años veinte, ante el ascenso fulminante del fascismo y el
nacismo y la consolidación del stalinismo en los partidos comunistas,
Adorno y sus compañeros de la Escuela de Frankfurt adhirieron a un
pesimismo melancólico. Profundizaron sus análisis en las raíces del
viraje conservador en el mundo, destacando especialmente las tendencias
autoritarias en la personalidad de las personas.. Wilhelm Reich
concentró esa tendencia en la impotencia de la pequeña burguesía. Lenin
había apuntado hacia la aparición y consolidación de una aristocracia
obrera en el seno de la clase trabajadora de los países centrales del
capitalismo.
La diferencia entre la crítica realista de las condiciones concretas
que la Izquierda tenía que enfrentar -bloqueada melancólicamente por el
pesimismo y la responsabilidad de buscar alternativas y descifrar los
espacios de acumulación de fuerzas que pudiesen revertir la situación-,
es lo que marca los enfoques de Adorno y Gramsci. Este se destacó por
la frase “pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad”. Pero no se
trataba sólo de agregar un estado de espíritu de esperanza -de
“optimismo”- a una situación sin salida, en que el bloqueo interno a la
Izquierda -por el stalinismo- y externo -por los fascismos- condenaba a
la Izquierda a la inmovilidad o a las visiones de denuncia y mero
testimonio.
(GRAMSI) Se asume no como intelectual revolucionario -al estilo de los
que serían llamados “marxistas occidentales” – sino con la
responsabilidad de un dirigente revolucionario al estilo de las
generaciones anteriores, que necesariamente comprende la capacidad
intelectual de elaboración. Una responsabilidad que obligaba a captar
la realidad concreta, incluyendo sus contradicciones esenciales, para
definir a los más fuertes y a los más débiles de cada campo, para poder
alcanzar los espacios más favorables para la acumulación de fuerzas a
fin de revertir las condiciones desfavorables.
Los análisis que no se orientan en esa dirección dejan de captar las
contradicciones vivas de la realidad, manteniéndose en visiones
descriptivas, con riesgos de funcionalismo. Acostumbran destacar
ciertos aspectos de la realidad y los absolutizan sacándolos de
contexto y, especialmente, no dan cuenta de la totalidad del fenómeno,
que tiene como motor la contradicción.
La crítica que no se remite a la práctica se resigna a una visión
externa del objeto analizado. La crítica siempre fue para el marxismo -y para la dialéctica- una forma de limpieza del campo de las
concepciones que reflejan en forma parcial o completamente equivocada
la realidad, no para detenerse allí, sino para incorporar sus elementos
de verdad, negándolos en sus errores para estar en condiciones de
superarlos.
La crítica sin la práctica superadora correspondiente lleva a la
inacción, al pesimismo, la desmovilizació n y, en el extremo, a la
desmoralización.
Por: EMIR SADER
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