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Cuando la guerra llega hasta ti. Atentados en Londres

Bitácora de viaje. 7/7, 8 a.m., Londres. “Lluvia y un ligero despertar en una ciudad donde no reina el terror. Todos hablando de acabar la pobreza y salvar el planeta.

Los londinenses vuelven al metro

Un optimismo sureal y a la vez más cuerda que la oscuridad neoyorquina. Aquí se esconde el sol pero la gente lo busca. Abrazándome del frío respiro más tranquila luego de ver que el temor histérico que infecta Estados Unidos no es universal”.

Interrumpe la BBC para decir que hubo una explosión en el metro, que no hay servicio. Ya. Regresan a la programación normal.

“Ayer fui a Hackney. Nos tocó la primera silla del segundo piso del doubledecker bus. Es la silla de suerte, dice mi amiga inglesa y nos hacemos fotos. Parece que ahora sí Tony Blair le va a cobrar a Bush algo de lo hecho por las tropas británicas en Iraq, que su sangre se va a convertir en ayuda para Africa. Que ahora sí Bush va a tener que reconocer que hay que enfriar un mundo calentado por sus bombas.”

Una llamada a una estación de rock suelta al monstruo en mi cocina. “Estuve en ese tren”, grita una mujer en su celular. “Caras llenas de sangre. El vagón se levantó y voló. Por favor, todos sabemos qué fue, ya no digan que fue una descarga eléctrica”.

“Soñé con una Nueva York sin la oscuridad que nos cayó con las torres. Placticamos, por fin liberadas, de lo incuestionable, del dios llamado homeland security, ese dios que dice que no debemos preocuparnos por los demás, que nuestro único deber es sospechar de ellos”.

La línea de autobuses del atentado

Allí se acaban mis notas. En Londres, se calla el debate y arranca el rosario de imágenes repetidas, la locura tejida por cámaras temblando en los manos de quienes también usan el transporte público. Saco mi mapa de la ciudad, tacho los puntos de las explosiones intentando ubicarme en un nuevo terreno, demasiado familiar. La televisión pide que le manden mensajes de texto. Navegando el infierno en una red celular también capaz de hacer detonar una bomba, la gente afectada organiza su propia investigación, desesperada por descifrar una fuerza asesina que nos tiene a todos en su mira.

Salgo a la calle buscando pánico y pavor. No lo encuentro. Amas de casa se prueban perfumes en una boutique. En Oxford Circus, una pareja joven ni interrumpe un beso que ya lleva 24 horas, en la tarde romperán el record Guinness del beso más largo. En el sur de la ciudad, las mesas de los bares se llenan con quienes llegaron caminando desde el centro. Se quitan las corbatas y aprovechan una tarde libre para compartir unas cervezas, los cuentos del día, pero también otros temas, siempre el futbol y el cricket, las rebajas de verano, el orgullo de haber ganado la Olimpiada a los franceses.

***

Soy estadunidense de familia inglesa. Siempre me ha frustrado el instinto británico de decir que todo está bien aunque no sea así. “Keep a stiff upper lip!”, dicen a los niños, que mantengas el labio superior tieso, que no te tiemble, que no llores aunque te duela, y mucho. Por primera vez agradezco esta tendencia de siempre minimizar lo malo, de ocultarlo con aparencias. ¿Y ahora qué?, les pregunto a los londinenses. Business as usual, insisten todos, seguirle, regresar a trabajar como siempre.

Se llama blitz mentality, aclara un joven, y es herencia de quienes vivieron los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Sabes que te puede caer una bomba en cualquier momento, pero hay que aguantarlo sin quejarse. El terrorismo ya lo conocemos, quiere consolarme, vivimos los ataques del ERI toda la infancia.

“A Londres el valiente”

Ahora sí se medirá la fuerza inglesa para ignorar el terror. ¿Podrán seguir hablando de lo mismo ahora que llegó el diablo a su cena? ¿Podrán honrar lo que se estaba convirtiendo en un reconocimiento generalizado, eso de que las naciones prósperas deben devolver algo a las naciones gracias a las cuales se han enriquecido?

7/8

El día después en las noticias mañaneras. Entrevistan a un chavo que estuvo en uno de los trenes destruidos. Sorprende a la conductora del programa cuando le dice que es musulmán, que además del trauma que vivió ayer, teme a la discriminación que le espera. “Lo que pasó en Londres es sólo un pedazo de lo que viven en Iraq, en Afganistan…” La conductora intenta interrumpirlo pero él no se calla. “Para mí el culpable es el primer ministro”. Parecen respetarlo sólo porque es una víctima. Otra cosa más, insiste el joven, mi papá y yo llevamos a una señora al hospital y quiero avisar a su familia. Da el nombre y las características físicas de la mujer. La conductora de repente es invisible. Por fin los medios de comunicación electrónicos sirven del algo, para consolar a una familia con información veraz y necesaria.

7/11

Sí, el lunes las multitudes regresaron al transporte, clavadas en el periódico, todo normal, nadie dice nada. Yo, de nuevo a la rutina, oigo en los frenos el llanto del vagón, una ballena subterránea, sangrando. Sudé al empezar a bajar por las escaleras de uno de los metros más profundos del mundo. Más de una vez me desvié, temblaban mis labios, la guerra llegaba hasta mí.

Llego al aeropuerto de Heathrow, un lugar para mí siempre lleno de joyas. De niña, aquí descubrí el mundo, paseando por las salas de espera de los vuelos directos a Africa, al Medio Oriente y Asia, me maravillaban esa familias envueltas en telas extraordinarias.

Hoy abrazo mis maletas como hijos que temieran ser abandonados. Al lado del duty free de Channel, veo un letrero: Multi-Faith Prayer Room, Sala de Rezo Multi-Fe. Yo, sin religión ni costumbre, sigo la flecha. Encuentro un pasillo, se ve una cripta de acero tras las puertas a prueba de ruido. Toco para entrar. Mi mente lógica piensa que sería un buen refugio anti-bomba, todo el día mis ojos han buscado dónde esconderme cuando suene la explosión.

Adentro rezan dos musulmanas. Por fin no oigo las advertencias de seguridad pre-grabadas. Cierro los ojos. En Londres, con la masacre hasta las entrañas, escondida en la pantalla de mis párpados. Rezo por todas la caras quemadas de todas la mujeres hermosas de todas las tierras. Entran otras dos musulmanas, luego una mujer cristiana. Por fin encuentro un templo que me convence.

Al llegar al aeropuerto JFK de Nueva York, siempre deseo que alguien me diga “bienvenida a tu casa”. Nunca había pasado. Hoy en inmigración, me toca un agente latino, sinceramente amable, creo. “Welcome home”, me dice. Gracias. Me fijo en sus insignias de Homeland Security, el águila, sus flechas de guerra. El suelta la pregunta que siempre me incomoda: “¿A qué te dedicas?” Tardo en responder. Periodista, digo. ¿Periodista? Levanta las cejas. Soy estudiante, me corrijo, queriendo bajar mi “nivel de amenaza”. Con mis papeles en la mano, me mira a los ojos: “Voy a aprovechar que te tengo aquí de público cautivo para rogarte una cosa, que por favor nunca pierdas tu integridad. ¿Comó puede ser que todos los periodistas de este país estén en silencio? ¿Comó es posible que todos y todas están de acuerdo con el Presidente? ¿Por qué no dicen nada? Como está ahora, aquí nada más hay un modo de ser, como él, cuando lo hermoso de este país es que aunque no estemos de acuerdo cada quien tienen derecho de pensar libremente”. Le prometo siempre decir lo que pienso. Me da un chocolate Hershey’s Kiss y me regresa mi pasaporte. No sé a dónde he llegado, pero creo que si está bien todo, también está peor.

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Texto: Elizabeth Coll*
*La autora es periodista y reside en la ciudad de Nueva York.

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