En 1957, Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura. Pocos años antes o pocos años después, nacieron los muchachos que veinte años adelante serían mis mejores amigos. Fue a mediados de los setenta cuando escribíamos en los muros de la universidad algunas frases inspiradas en la obra del escritor francés y argelino. Ni dioses ni amos era una de nuestras pintas predilectas. Entonces, junto a un maestro de lógica y otro de filosofía, nos interrogábamos si la esencia precedía a la existencia o si todo era al revés; y, aunque todavía faltaban más de quince años para que se viniera abajo el muro de Berlín, gracias a la obra de Camus teníamos claro que junto a la bestialidad de Pinochet había que denunciar los crímenes de las burocracias marxistas en la Europa del Este. Sabíamos que, por más que la militancia de una izquierda mexicana algo más que ingenua argumentara lo contrario, los guardias rojos de la Revolución cultural china tenían rasgos siniestros y que también existían claroscuros en el proceso revolucionario cubano. Mientras escribía este breve ensayo, recordé que por aquellos días una joven se escapaba del Liceo Franco Mexicano para traducirnos del francés L´Etranger y Le Mythe de Sysiphe. Enseguida le telefoneé para que me contara qué era lo que había sobrevivido en ella de la obra de Camus. Me dijo que gracias a su obra terminó por entenderse a ella y al mundo a través de la poesía; de paso me contó que otro amigo común se había convertido en un pintor de cuadros al más puro estilo del hombre absurdo. En cuanto a mí, le dije que desde que leí La Chute (La caída , 1956) el escritor y militante de la resistencia francesa me dejó en un estado de exaltación profundo. Así, contemplando con asombro un circo de tres pistas, fui llegando a las siguientes conclusiones.
Hoy, igual que hace treinta años, y como dice Robert de Luppé en el prefacio de su biografía de Camus, sé que es a partir de un momento privilegiado de conciencia, a la vuelta de una esquina o en la barra de un restaurante, que se suprimen los decorados de la vida cotidiana y se abre el corazón a la poesía del mundo. Justo estoy sintiendo y contemplando esas palabras mientras tomo una taza de café en el negocio de una amiga francesa, cuando sé que no existe mejor remedio que volver a empezar con el absurdo, cuando sé que tengo que ir de regreso a El extranjero. Esa mañana le platico a mi psicoanalista que tengo la mente ocupada en el antihéroe argelino; me dice que en la cinta que filmó Visconti hubiera estado mucho mejor el frío Alain Delon en el papel de Meursault que el cálido Marcello Mastroiani. Estoy de acuerdo, sobre todo en la primera parte de la historia, cuando el personaje se encuentra sumergido en el estupor –indiferencia tan absoluta como sospechosa– en que lo deja la noticia de la muerte de su madre, la reacción verosímil –aunque igualmente sospechosa– de la relación sin amor que sostiene con una chica, la amistad extremadamente significativa con un nuevo personaje y, finalmente, el crimen. Todas estas son las aristas de una historia que propiciarán el despertar del personaje antes de morir.
Begin to begin es el nombre de una canción tan bella como famosa, que ahora me sirve para definir la esencia de el Mito de Sísifo, o a la clase de hombres absurdos en que mi amigo el pintor y yo mismo, y sin conciencia de ello, nos fuimos convirtiendo. Entonces ansiábamos vivir a semejanza de ese héroe mítico que había desafiado a los dioses griegos, o más cerca, como nuestro Jaime Sabines, el gran poeta para el que cada día era el primero y era el último; apostándolo todo a la paradoja de una vida sin sentido pero eso sí, muy intensita, no sólo como metáfora sino como la realidad de un juego permanente, de un juego vital fundamentado en una actitud cercana a la de un filósofo existencialista, que dijo que si la vida tenía algún sentido, éste tenía que surgir y al mismo tiempo ser propiciado desde lo ignoto, profundo y espontáneo.
EL SALTO
Hace veinticinco años dibujé un extraño personaje que por su naturaleza debería permanecer en posición horizontal, y al cual, mediante un acto de violencia (no exento de sensualidad), obligaba a levantarse en una perspectiva vertical. Ese dibujo fue titulado El salto y hacía referencia a ese concepto tan caro para el pensamiento de los existencialistas (no ese remedo que actualmente utilizan ciertas escuelitas terapéuticas de quinta) para hacer referencia a ese salto que funda al ser, aquello que es inaprehensible para la razón (Jaspers), donde se acepta que es inútil la razón (Chestov), cuando se piensa que Dios se ha vuelto un anarquista que se mueve a capricho (Kierkegaard), cosas que algún día me hicieron pensar en estos versos: Oh qué será qué será, que anda pregonando en versos y trovas […] que no tiene sentido ni nunca tendrá / porque no tiene juicio; era la ya legendaria canción de batalla que escuchaba con mis compañeros al amanecer, mientas discutíamos sobre la santa cruz de la amistad o sobre el futbol que tanto le gustaba a Albert Camus, a Chico Buarque y a nosotros; que para apretar la trama del absurdo solíamos jugar algunos partiditos de fut al amanecer contra los más increíbles adversarios. Camus solía decir que el sentido de la ética lo conoció mientras jugaba futbol. Extraña navegación filosófica y vital en la que ya no quisieron continuar algunos de los nuestros cuando decidimos trabajar (o perdernos) en un proyecto interdisciplinario de taller al que llamamos Rumbo a lo desconocido; espacio o tiempo donde algún día, si teníamos perseverancia y suerte, habríamos de arribar al absurdo máximo, al sinsentido de la existencia, del cual habríamos de liberarnos mediante una capacidad de meditación y contemplación que entonces no teníamos y que intentábamos explicar mediante la resolución de imágenes plásticas y verbales. Pero antes había que entender por qué Albert Camus había escogido la figura de Don Juan para explicar las características del hombre absurdo. Un poco a partir de ese torrente de sensaciones que se despiertan en El extranjero y en el Don Juan de Mozart, que en buena medida eran semejantes a lo que habíamos experimentado, intentando darle a nuestra vida alguna clase de significado, intentando llenar un vacío sin fondo. Entonces teníamos una actitud parecida a la de ese héroe amoroso al que sólo la muerte podía poner un límite a sus aventuras de recámara. Habíamos emergido libres de las ideologías y del poder de seducción de la derecha, pero también de las izquierdas, para sólo tenerle fe, con Camus, al poder de la creación, a eso por lo que el creador de la conciencia absurda y rebelde fue acusado por Sartre, de hacer que la rebeldía derivara en una estética, es decir en una poética, en eso que ahora, con la globalización y las prácticas dogmáticas y primitivas de algunas izquierdas, se ha convertido en una especie de ridículo histórico. Volviendo a Don Juan, sabemos que para Camus quien es uno de los máximos representantes del hombre absurdo; y del cual Julia Kristeva nos dice en su libro Historias de amor, que esa figura tan ridícula como irresistible es la más perfecta que nos haya legado la leyenda occidental a propósito de la sexualidad masculina. Ese Don Juan, creado hacia 1630 por Tirso de Molina y que tuvo que esperar hasta que en 1787 Mozart creara en Praga su ópera bufa, para que la temible seducción del noble español se liberara de la condena moral que la había acompañado. Julia Kristeva se pregunta: ¿qué es lo que atrae a las mujeres hacia él?, pero sobre todo, ¿qué es lo que reúne en torno a Don Juan a esos hombres que se imaginan, se desean y se comportan como si fueran él? Sin lugar a dudas, esos hombres (y nosotros) encuentran a través de la música del hijo de las musas el lenguaje directo para expresar un erotismo amoral, un himno a la libertad, una expresión del hombre absurdo que ha descubierto Camus en el mito de Sísifo, y que al mismo tiempo es experimentado por el sentimiento y la inteligencia que suele presentarse de manera imprevista. Exactamente igual a esa emoción que nos sacude a la vuelta de una esquina o en la barra de un restaurante, cuando la emoción surge de lo cotidiano, que sin embargo brota de lo ignoto, profundo y espontáneo; eso que es tan parecido a un despertar espiritual, más allá del principio del placer o de la pulsión de muerte, cuando nuestra sola razón no logra hacer que el mundo sea transparente, cuando la vida se presenta más hostil y repugnante. Por eso, cuando la conciencia se encuentra atascada, busca dar un salto para alcanzar su liberación, un salto espiritual que vuelva a fundarla en otro plano. El hombre rebelde representa un plano superior en la conciencia de Camus, por eso dice que el suicidio es el tema más importante al que debe dar respuesta la filosofía, porque es el suicidio lo que plantea en su más justa y profunda dimensión el problema del absurdo y del sentido de la vida. Si en el mito de Sísifo el hombre se enfrenta al destino y a los dioses, ante la sociedad y el tiempo concreto de la existencia. Como en la película El sacrificio de Tarkovski, en donde la entrega del héroe y gracias a su fe, los hombres son capaces de cambiar el sentido completo de la historia. Es entonces cuando el héroe actúa como si efectivamente fuera capaz de cambiar el sentido del universo. En El hombre rebelde Camus propone que la actitud crítica debe ser permanente, previniendo, desde un punto de vista histórico y social, a las infaltables dictaduras que en nombre de la libertad se han erigido a lo largo del tiempo. El individuo se ha convertido en un ente solidario, es el tipo de héroe que encontramos en La peste, donde el pensamiento y la acción solidaria se expresa con gran fuerza ante el dolor y el sufrimiento humano que se desarrollan en una sociedad alienada e incluso enfrentada a muerte consigo misma. Si Dios, los partidos, la sociedad y las ideologías son injustos, el hombre rebelde debe ser capaz de enfrentarlos con su ingenio y creatividad para defender simple y sencillamente al hombre.
EL VERDADERO TIRANO
Después de alcanzar una posición exitosa, aparentemente humana y responsable con él mismo y con su sociedad, el héroe de La caída se da cuenta de que su vida ha terminado por convertirse en una farsa. Nos encontramos de nuevo con un Don Juan que, al final de todas sus aventuras amorosas, no encuentra más que vacío y soledad. Es un personaje que ahora tiene la certeza de que justamente le ha faltado echar mano de las virtudes y características del hombre rebelde para encontrarse otra vez con él mismo, sólo que esta vez en un plano superior y al mismo tiempo más profundo. Camus parece decir que el verdadero tirano es aquel que llevamos dentro, ése que nos impide vivir con autenticidad, que nos empantana para dar el salto que nuevamente le dé sentido y funde al ser, mediante una experiencia personal humanizada y solidaria.
Tal vez al final de su vida Camus se encontrara cerca de proponer una actitud desapegada y compasiva cercana a la de cierto príncipe hindú, que después de salir del sueño en el que se encontraba encerrado en un palacio salió a practicar, como el mismo Don Juan, una violentísima experiencia; sólo que el hindú lo hizo en el reino del ascetismo y de la búsqueda espiritual.
Hoy, como hace treinta y cinco años, suscribo junto a mis amigos que la obra de Albert Camus tiene una respuesta para el único problema filosófico realmente serio: el suicidio. Al igual que Sísifo –el más astuto e inteligente de los hombres, fundador de Corinto, embaucador de dioses y vencedor de Ades–, al igual que el hombre rebelde, ético y solidario con los hombres, pensamos que es preferible, que es necesario volver a empezar una y mil veces las tareas en el centro del absurdo, antes que dejarse someter por la melancolía o por un falso optimismo. Eso que nos han prometido como una forma de vida insustancial, gris y prosaica hasta el cansancio y hasta el fin de nuestra vida.
Por Antonio Valle
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