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El día más difícil del Gobierno de Correa

30 de septiembre y, como todo fin de mes, los ecuatorianos se aprestaban a colmar los bancos y supermercados. La noche anterior, la Asamblea había aprobado la Ley de Servicio Público, una norma que, como era de esperarse, causaría escozor en varios sectores de la burocracia, pero que la gente de a pie no discutía en las esquinas ni por aburrimiento.
 
Sin embargo, fue más que simple escozor. Se trató de la chispa que encendió la peor crisis política que ha vivido la administración de Rafael Correa, como él mismo aseguró: “Es el día más difícil de mi gobierno”… 
 
Eran las 08:00 y en el regimiento policial Quito, el más grande del país, un grupo de uniformados inició una protesta. El motivo: rechazaban la norma antes citada que, según ellos, les quitaba los premios económicos que traían, dentro del esquema policial, condecoraciones y ascensos.    
 
 En ese momento, los medios  reportaban el hecho como un incidente aislado. Al parecer así lo interpretó el comandante de la Policía, Freddy Martínez, que acudió al destacamento. Se dirigió a la multitud. Pocos minutos fueron suficientes para constatar el nulo efecto de sus palabras en la tropa.  
 
 Entonces,  el motín se expandió como una ebullición viral. En Guayaquil, a los 8:20, un grupo se acantonaba en el Cuartel Modelo y otro, del cantón Durán, cerró el puente de la Unidad Nacional.
 
Agravada la situación, el presidente Rafael Correa decide “tomar el toro por los cuernos”. En una decisión entre audaz y temeraria acude, sosteniéndose con andador, al regimiento Quito. Ya a las 9:30 sobre  el Presidente chispeaban insultos.   
Toma un micrófono. Se dirige a la tropa: “Mi Gobierno es el que más ha hecho por ustedes. Díganme, ¿quieren regresar al 2006?”. La respuesta “¡Eso lo hizo Lucio!, ¡Eso lo hizo Lucio!”, lo indignó hasta el enfurecimiento, produciendo el gesto de la mano desciñiendo la corbata, que quedará -cortesía de la repetición mediática- como una de las imágenes emblemáticas de la crisis.
 
Y encima, las palabras: “Señores, si quieren matar al Presidente, aquí está: mátenme si les da la gana, mátenme si tienen valor”…
 
Visiblemente molesto, el gobernante se retira. Pero a la salida se producen hechos que, a estas alturas, han dado ya la vuelta al mundo (dos veces). 
 
En medio de una turba de policías insurrectos, Correa soporta la explosión de  una bomba lacrimógena a centímetros del  rostro. 
 
Lo insultan y le golpean la rodilla recién operada. Junto a él, dos escoltas que casi nada pueden hacer. Al borde de la asfixia, el Jefe de Estado se desploma y es levantado por su guardia personal que lo traslada al hospital de la Policía.
 
Las 10:00 y el motín se volvió nacional. Las capitales de provincia reportan que sus policías bloquean  amplias calles y abandonan sus puestos. Lo propio ocurre en Guayaquil. La ciudad más grande, más poblada y, ciertamente, quizás más peligrosa del Ecuador, cae en una  indefensión que primero exaspera y luego “mete” miedo hasta replegar a la gente dentro de sus casas.  
 
Poco antes de las 11:00, la escolta legislativa, encargada de la seguridad de la Asamblea, se subleva. Cierran las puertas del recinto y desalojan a legisladores y funcionarios. 
 
Un grupo de asambleístas se enfrenta a los uniformados y salta las rejas del lugar. Los policías responden con gas pimienta. Un puñado de 40 legisladores logra entrar, pero en el proceso, María Sol Peñafiel cae inconsciente.
 
 12:00. Guayaquil, presa del vandalismo. Se enciende la ciudad de los rumores: que mataron a uno por no dejarse robar; que se están metiendo a las casas… Al final, lo que era rumor se quedó en eso, y lo que era cierto se confirmó: impresionantes saqueos en tiendas de toda la ciudad. Almacenes de electrodomésticos, tiendas de abasto y boticas son saqueadas en el sur, mientras  en el centro se reportan hechos vandálicos perpetrados por estudiantes de secundaria.
 
 Bancos y negocios, en todo el país,  cierran sus puertas. Padres desesperados van en busca de sus hijos a los colegios. Y los empleados abandonan sus trabajos en un sistema de transporte que empieza a  colapsar.
 
 13:00 y el gabinete en pleno se reúne en Carondelet, mientras miles de partidarios se dan  cita en las afueras del Palacio.  Hacen frente a un problema puntual: en una  entrevista para radio pública, Correa denuncia al país y al mundo que está secuestrado en el Hospital de la Policía. Solo si firma la derogación de la Ley de Servicio Público podrá salir.
 
“De aquí salgo como presidente o cadáver”, afirma el  Mandatario. Vía electrónica firma el decreto de excepción y otorga a las Fuerzas Armadas el control de la seguridad.  
 
En Buenos Aires, la presidenta argentina, Cristina Fernández, convoca a sus pares de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) para una reunión de emergencia esa misma noche. 
 
Cuando dan las 13:30, el canciller Ricardo Patiño encabeza una multitudinaria marcha hacia el centro de salud de la Policía. Los líderes oficialistas llaman al pueblo de Quito a rescatar al Presidente.
 
Entra la tarde, hecha zozobra pura,  y los ministros empiezan a hablar de golpe de Estado. La marcha es reprimida a punta de gas lacrimógeno por los policías rebeldes.  
 
Para las 15:00, el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, Ernesto González, ofrece una rueda de prensa en que reafirma su lealtad a Correa. Y es a partir de allí que se empieza a planear el rescate del Mandatario. El Presidente se ha negado reiteradamente a ceder. Ya para ese momento, Guayaquil es la genuina ciudad fantasma.
 
 La Asamblea no puede sesionar por la falta de garantías de seguridad y Correa es un presidente secuestrado.
 
Cae la noche. Son las 20:00 y se produce un hecho que generaciones enteras de ecuatorianos nunca han visto: comandos militares, junto con tropas policiales leales, intentan ingresar al hospital. El operativo es televisado en vivo y en directo. 
 
Los comandos son recibidos con disparos de francotiradores. Estalla un enfrentamiento armado que duraría media hora. En el hospital, periodistas, enfermeras, doctores, pacientes… todo el mundo aguarda a ras de suelo.  
 
El sonido de los disparos retumba en los hogares del país. En una silla de ruedas y cubierto por policías que le sirvieron de escudo humano, Correa es liberado. Justo cuando salía, una bala impacta al policía Froilán Jiménez, quien poco después fallece.
 
Sano y salvo, el Jefe de Estado, los policías sublevados pierden el control y durante 30 minutos más siguen los combates hasta que son vencidos. 
 
En Carondelet, Correa es cobijado por la multitud. Son las 22:00 y en cadena nacional el Mandatario denuncia un intento de golpe de Estado y anuncia: “No habrá perdón ni olvido”.
 
Después de un breve diálogo con su vicepresidente, Lenín Moreno, culmina su intervención. “Descansen. Que ha sido un día muy duro”. Y, sobre todo, triste. Para todos.
 
Xavier Letamendi Hinojosa
Reportero – Guayaquil

¿Qué pasó en Ecuador?
Por Atilio A. Boron
Hubo una tentativa de golpe de Estado. No fue, como dijeron varios medios en América latina, una “crisis institucional”, como si lo ocurrido hubiera sido un conflicto de jurisdicciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, sino una abierta insurrección de una rama del primero, la Policía Nacional, cuyos efectivos constituyen un pequeño ejército de 40.000 hombres, en contra del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas del Ecuador, que no es otro que su presidente legítimamente electo. Tampoco fue lo que dijo Arturo Valenzuela, subsecretario de Estado de Asuntos Interamericanos, “un acto de indisciplina policial”. ¿Caracterizaría de ese modo lo ocurrido si el equivalente de la Policía Nacional del Ecuador en EE.UU. hubiera vapuleado y agredido físicamente a Barack Obama, lesionándolo, lo hubiera secuestrado y mantenido en reclusión durante 12 horas en un hospital policial hasta que un comando especial del Ejército lo liberara luego de un intenso tiroteo? Seguramente que no, pero como se trata de un mandatario latinoamericano lo que allá suena como intolerable aberración aquí aparece como una travesura de escolares.
 
En general los oligopolios mediáticos ofrecieron una versión distorsionada de lo ocurrido, evitando cuidadosamente hablar de tentativa de golpe. Se referían a una “sublevación policial” lo cual, a todas luces, convierte los acontecimientos en una anécdota relativamente insignificante. Es un viejo ardid de la derecha, siempre interesada en restar importancia a las tropelías que cometen sus partidarios y a magnificar los errores o problemas de sus adversarios. Por eso viene bien recordar las palabras pronunciadas este viernes, en horas de la mañana, por el presidente Rafael Correa cuando caracterizó lo ocurrido como “conspiración” para perpetrar un “golpe de Estado”. Conspiración porque hubo otros actores que manifestaron su apoyo al golpe en gestación: ¿no fueron acaso efectivos de la Fuerza Aérea Ecuatoriana –y no de la Policía Nacional– los que paralizaron el aeropuerto de Quito y el pequeño aeródromo utilizado para vuelos provinciales? ¿Y no hubo grupos políticos que salieron a apoyar a los golpistas en calles y plazas? ¿No fue el propio abogado del ex presidente Lucio Gutiérrez uno de los energúmenos que trató de entrar por la fuerza a las instalaciones de la Televisión Nacional? ¿No dijo acaso el alcalde de Guayaquil, gran rival del presidente Correa, Jaime Nebot, que se trataba de un conflicto de poderes entre un personaje autoritario y despótico y un sector de la policía, equivocado en su metodología pero a quien le asistía la razón en sus reclamos? Esta falsa equidistancia entre las partes en conflicto era una indirecta confesión de su complacencia ante los acontecimientos en curso y de su íntimo deseo de librarse de su inexpugnable enemigo político. Ni hablar de la lamentable involución del movimiento “indígena” Pachakutik, que en medio de la crisis hizo pública su convocatoria al “movimiento indígena, movimientos sociales, organizaciones políticas democráticas, a constituir un solo frente nacional para exigir la salida del presidente Correa”. ¡Sorpresas te da la vida!, decía Pedro Navaja. Pero no hay tal sorpresa cuando uno toma nota de los generosos aportes que la Usaid y el National Endowment for Democracy han venido haciendo en los últimos años para “empoderar” a la ciudadanía ecuatoriana a través de sus partidos y movimientos sociales.
 
Conclusión: no fue un pequeño grupo aislado dentro de la policía que intentó dar el golpe sino un conjunto de actores sociales y políticos al servicio de la oligarquía local y el imperialismo, que jamás le va a perdonar a Correa haber ordenado el desalojo de la base que Estados Unidos tenía en Manta, la auditoría de la deuda externa del Ecuador y su incorporación al ALBA, entre muchas otras causas. Incidentalmente, la policía ecuatoriana hace ya muchos años que, como otras de la región, viene siendo instruida y adiestrada por su contraparte estadounidense. ¿Habrán incluido alguna clase de educación cívica, o sobre la necesaria subordinación de las fuerzas armadas y policiales al poder civil? No parece. Más bien, actualiza la necesidad de poner fin, sin más dilaciones, a la “cooperación” entre las fuerzas de seguridad de la mayoría de los países latinoamericanos y las de Estados Unidos. Ya se sabe qué es lo que enseñan en esos cursos.
 
¿Por qué fracasó el golpe?
 
Básicamente por tres razones: por la rápida y efectiva movilización de amplios sectores de la población ecuatoriana que, pese al peligro que existía, salió a ocupar calles y plazas para manifestar su apoyo al presidente Correa. Ocurrió lo que siempre debe ocurrir en casos como estos: la defensa del orden constitucional es efectiva en la medida en que es asumida directamente por el pueblo, actuando como protagonista y no como simple espectador de las luchas políticas de su tiempo. Sin esa presencia del pueblo en calles y plazas, cosa que había advertido Maquiavelo hace quinientos años, no hay república que resista los embates de los personeros del viejo orden. El entramado institucional por sí solo es incapaz de garantizar la estabilidad del régimen democrático. Las fuerzas de la derecha son demasiado poderosas y dominan ese entramado desde hace siglos. Sólo la presencia activa, militante, del pueblo en las calles puede desbaratar los planes golpistas.
 
En segundo lugar, porque la movilización popular fue acompañada por una rápida y contundente solidaridad internacional que se comenzó a efectivizar no bien se tuvieron las primeras noticias del golpe y que, entre otras cosas, precipitó la muy oportuna convocatoria a una reunión urgente y extraordinaria de la Unasur en Buenos Aires. El claro respaldo obtenido por Correa de los gobiernos sudamericanos y de varios europeos surtió efecto porque puso en evidencia que el futuro de los golpistas, en caso de que sus planes finalmente culminaran exitosamente, sería el ostracismo y el aislamiento político, económico e internacional. Se demostró, una vez más, que la Unasur funciona y es eficaz, y la crisis pudo resolverse, como la de Bolivia en 2008, sin la intervención de intereses ajenos a América del Sur.
 
Tercero, por la valentía demostrada por el presidente Correa, que no dio el brazo a torcer y resistió a pie firme el acoso y la reclusión pese a que era más que evidente que su vida corría peligro: cuando se retiraba del hospital, su automóvil fue baleado con claras intenciones de poner fin a su vida. Correa demostró poseer el valor que se requiere para acometer con perspectivas de éxito las grandes empresas políticas. Si hubiese flaqueado, si se hubiera acobardado, o dejado entrever una voluntad de someterse al designio de sus captores otro habría sido el resultado.
 
La combinación de estos tres factores terminó por producir el aislamiento de los sediciosos, debilitando su fuerza y facilitando la operación de rescate efectuada por el ejército ecuatoriano.
 
¿Puede volver a ocurrir?
 
Sí, porque los fundamentos del golpismo tienen profundas raíces en las sociedades latinoamericanas y en la política exterior de Estados Unidos hacia esta parte del mundo. Si se repasa la historia reciente de nuestros países se comprueba que las tentativas golpistas tuvieron lugar en Venezuela (2002), Bolivia (2008), Honduras (2009) y Ecuador (2010), es decir, en cuatro países caracterizados por ser el hogar de significativos procesos de transformación económica y social, y por estar integrados a la ALBA. Ningún gobierno de derecha fue perturbado por el golpismo, cuyo signo político oligárquico e imperialista es inocultable. Por eso el campeón mundial de la violación a los derechos humanos –Alvaro Uribe, con sus miles de desaparecidos, sus fosas comunes, sus “falsos positivos”– jamás tuvo que preocuparse por insurrecciones militares en los ocho años de su mandato. Y es poco probable que los otros gobiernos de derecha que hay en la región vayan a ser víctimas de una tentativa golpista en los próximos años. De las cuatro que hubo desde 2002 tres fracasaron y sólo la perpetrada en Honduras en contra de Mel Zelaya fue exitosa. El dato significativo es que su ejecución fue sorpresiva, en el medio de la noche, lo cual impidió que la noticia fuese conocida hasta la mañana siguiente y el pueblo tuviera tiempo de salir a ganar calles y plazas. Cuando lo hizo ya era tarde porque Zelaya había sido desterrado. Además, en este caso la respuesta internacional fue lenta y tibia, careciendo de la necesaria rapidez y contundencia que se puso de manifiesto en el caso ecuatoriano. Lección a extraer: la rapidez de la reacción democrática y popular es esencial para desactivar la secuencia de acciones y procesos del golpismo, que rara vez es otra cosa que un entrelazamiento de iniciativas que, a falta de obstáculos, se refuerzan recíprocamente. Si la respuesta popular no surge de inmediato el proceso se retroalimenta, y cuando se lo quiere parar ya es demasiado tarde. Y lo mismo cabe decir de la solidaridad internacional, que para ser efectiva tiene que ser inmediata e intransigente en su defensa del orden político imperante. Afortunadamente estas condiciones se dieron en el caso ecuatoriano, y por eso la tentativa golpista fracasó. Pero no hay que hacerse ilusiones: la oligarquía y el imperialismo volverán a intentar, tal vez por otras vías, derribar a los gobiernos que no se doblegan ante sus intereses.
 
* PLED/Centro Cultural de la Cooperación.
Públicado por Página12

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