De la imaginación al poder, la juventud mexicana no fue ajena al espíritu lúdico y contestatario de un movimiento que, en 1968, en las principales capitales del mundo, puso las bases para la crítica del poder mismo. Pero sólo en México los estudiantes fueron masacrados, desaparecidos y hechos prisioneros políticos impunemente.
Hace cuarenta años, hoy, de aquel 2 de octubre, la paranoia anticomunista del gobierno del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz lanzó al ejército sobre miles de jóvenes, estudiantes, profesores y trabajadores que se congregaron en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco para realizar un mitin con el que culminaría un movimiento de poco más de dos meses que se había caracterizado por la brutalidad policíaca contra los jóvenes. Faltaban diez días para la inauguración de los XIX Juegos Olímpicos –los únicos que se han realizado en suelo latinoamericano– cuando tuvo lugar un genocidio bendecido por la clase política, la ultraderecha y la Iglesia Católica, y apenas cuestionado por unos pocos, como Octavio Paz, quien renunció a la Embajada de México en la India para expresar su protesta.
Nunca nadie ha sabido el número real de muertos de aquella noche, ni de los desaparecidos entre los cientos que fueron torturados en el Campo Militar Número Uno. Se pierde la cifra de los que terminaron en el palacio negro de Lecumberri, la infausta prisión que lo mismo alojó ladrones y homicidas que presos políticos como el pintor David Alfaro Siqueiros, los dirigentes de izquierda Valentín Campa y Demetrio Vallejo, y el intelectual José Revueltas. Hubo exilio para algunos.
En plena Guerra Fría, las actividades en las embajadas de la Unión Soviética y de Cuba eran vigiladas por el gobierno mexicano, cooptado como espía por la administración estadounidense de Lyndon Johnson. Reportaban como agentes de la CIA desde el presidente Díaz Ordaz hasta su secretario de Gobernación, Luis Echeverría Alvarez –quien lo sucedería en el cargo–, sin faltar quien durante décadas fuera responsable de la policía política, Fernando Gutiérrez Barrios, el mismo que había capturado en México a Fidel Castro y a Ernesto “Che” Guevara, para luego liberarlos a bordo del Moncada.
El movimiento estudiantil nació el 26 de julio de 1968 por la represión contra una marcha que conmemoraba el inicio de la Revolución Cubana, y que se había encontrado con otra que protestaba por la ocupación policíaca de la Vocacional 2, tras una riña callejera con alumnos de una escuela privada, cuatro días antes.
La rebelión de los jóvenes ganó pronto simpatías y adhesiones entre intelectuales, trabajadores y las familias de los propios estudiantes. Inolvidable, la actuación del rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, izando la bandera a media asta en Ciudad Universitaria en señal de duelo, y encabezando una multitudinaria marcha de protesta tres días después de que el ejército recuperara –incluso utilizando una basuka– las escuelas preparatorias tomadas por estudiantes.
Infausta, la memoria de la ultraderecha marchando en contra de la “conjura comunista”, cuna ideológica de quienes detentan el poder político en México desde 2000.
Una vez que el movimiento se desbordó, las demandas estudiantiles que buscaban elemental justicia pasaron a ser un cuestionamiento implícito al régimen priísta enquistado en el poder desde 1929. Suspendidas las clases, y pese a los muertos y detenidos que ya se registraban, las marchas organizadas principalmente en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en el Instituto Politécnico Nacional (IPN), cuyas escuelas se congregaban en el Consejo Nacional de Huelga (CNH), se sucedieron una tras otra. Cada vez más grande la siguiente que la anterior, nutridas por profesores y trabajadores de todos los ramos, llegaron a rebasar los 300.000 asistentes. Los actos más simbólicos fueron el izamiento de la bandera rojinegra en el asta central del Zócalo capitalino, frente a Palacio Nacional, y la Marcha del Silencio, que hirieron la soberbia del poder.
Las demandas del CNH quedaron plasmadas en un pliego petitorio de seis puntos: “1. Libertad a los presos políticos. 2. Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal (que instituían el delito de disolución social, aplicado a los estudiantes). 3. Desaparición del Cuerpo de Granaderos (un grupo antichoque). 4. Destitución de los jefes policíacos. 5. Indemnización a los familiares de todos los muertos y heridos desde el inicio del conflicto. 6. Deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables de los hechos sangrientos”. La respuesta siempre fue la misma: bayonetas, cárcel y muerte.
La toma militar de los campus de la UNAM, el 18 de septiembre, y del IPN, el 23, prefiguraron el desenlace del mitin en la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de octubre siguiente, considerado como un parteaguas en la historia moderna de la aún hoy endeble democracia mexicana, pero que en ese momento representó un negro episodio de la Guerra Fría, registrado profusamente por fotógrafos de prensa, cuyas imágenes fueron sistemáticamente censuradas o manipuladas por casi todos los medios mexicanos. Las crónicas, ceñidas a la versión oficial. El silencio ominoso de la prensa mexicana, o –lo que es peor– su obsecuencia hacia el poder tampoco debe ser olvidado.
El genocidio del 2 de octubre de 1968 prescribió mediante burdas maniobras leguleyas. Los responsables políticos y militares ya han muerto. Sólo sobrevive Luis Echeverría Alvarez, sujeto a proceso y cumpliendo un arraigo domiciliario desde hace dos años, no por la masacre que orquestó desde las catacumbas de la Secretaría de Gobernación en 1968, sino por el genocidio que cometió el 10 de junio de 1971, de nuevo contra estudiantes, pero ahora como presidente de México. Todavía hoy Echeverría niega cualquier responsabilidad en ambos crímenes y presume de no arrepentirse de nada.
Todos coinciden en que hace 40 años se inició la transición democrática que aún no termina en México, pese a que el PRI dejó el poder en 2000. Ahí la sociedad mexicana cobró conciencia de sí misma y desde entonces conquista cada vez mayores espacios, pese a que la miseria, el autoritarismo, la corrupción, el clientelismo, el fraude electoral, la impunidad y la represión siguen vivos.
Ahí brotó el germen ideológico de una ultraderecha que tomó el poder político en el 2000 y repitió en 2006. Ahí se forjó una izquierda que se atomizó tras la disolución del Partido Comunista Mexicano, a finales de los ’70, y que fue mudando hacia el Partido Socialista Unificado de México, luego al Partido Mexicano Socialista y terminó como Partido de la Revolución Democrática, hoy hundido en todas sus contradicciones y miserias, justo cuando más izquierda hace falta en México.
Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, D. F.
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