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El fracaso de la guerra de Bush. Atentados en Lòndres

Aunque Londres era un objetivo largamente anunciado por los
terroristas, la brutalidad de los atentados y su coincidencia con la
cumbre de los países más desarrollados pone en negro sobre
blanco que el camino elegido por la administración republicana no
es capaz de desalentar a los terroristas. Este nuevo sacudón
llega en un momento delicado para la política exterior de la Casa
Blanca, cuando a sus fracasos para estabilizar la situación en Irak
y Afganistán debe sumarse el resonante triunfo del ala más radical
y antiestadounidense en las recientes elecciones en Irán, y luego
el acuerdo de cooperación estratégica entre Rusia y China firmado
hace apenas unos días en Moscú por Hu Jintao y Vladimir Putin.

A estos rotundos fracasos, que ponen en cuestión algunos de los
ejes de la guerra antiterrorista de Bush –como el despliegue de
bases militares en Asia y el freno a la proliferación de armamento
nuclear– deben sumarse algunos problemas internos, más graves
que la consistente baja en la popularidad de la gestión republicana
y las crecientes grietas en la opinión pública al anterior masivo
apoyo a la invasión de Irak.

Cartuchos quemados

Cuando luego de los atentados a las Torres Gemelas en Nueva
York y a la sede del Pentágono en Washington, la Casa Blanca
anunció su guerra total contra el terrorismo, estaba dando un paso
en falso. Si bien tenía la imperiosa necesidad de dar una
respuesta contundente, dirigida tanto al terrorismo y a sus
eventuales desafiantes como a la opinión pública nacional, el
despliegue militar en Afganistán y luego en Irak implicaba quemar
en un par de jugadas todos los cartuchos de que dispone la
primera potencia militar del mundo.

En efecto, la doctrina militar estadounidense ideó hace años una
estrategia consistente en desarrollar su capacidad bélica para
enfrentar dos grandes guerras de forma simultánea. Casi cuatro
años después de los atentados del 11 de septiembre, los militares
estadounidenses están dispuestos a revisar esa ambiciosa
estrategia ante los fracasos que está cosechando.

En su edición del martes 5, The New York Times informó que el
Departamento de Defensa estudia abandonar la doctrina de las dos
guerras simultáneas, ya que la ocupación a largo plazo de Irak, en
la que mantiene desplegados 138 mil soldados, consume buena
parte de los recursos militares. Según el diario, altos estrategas
de la defensa sostienen que se debe “emplear más a las fuerzas
armadas en el combate al terrorismo y en la defensa de la patria”,
lo que implica “menos aviones y armas y más unidades
especializadas pequeñas, así como más especialistas en idiomas
y servicios secretos”, según la agencia DPA. Los estrategas
citados son conscientes de que este cambio implica poner “patas
arriba” toda la planificación militar, “desde el equipamiento hasta el
personal”.

Como suele suceder en estos casos, Vietnam es un buen
ejemplo, y los militares son los primeros en percibir los enredos a
que los lleva una política como la pergeñada por la Casa Blanca.
En los hechos, la guerra contra el terrorismo en la versión Bush ha
empeorado la situación de Estados Unidos en el mundo, no ha
conseguido disminuir ninguno de los riesgos ni problemas que
pretendía eliminar, y le ha granjeado aun mayores enemigos y
problemas más serios.

Ningún objetivo cumplido

Entre los principales objetivos de la guerra contra el terrorismo
figuraban: poner orden en Oriente Medio y reconfigurar el mapa
político de la región; controlar las existencias mundiales de
petróleo y asegurar que no se interrumpiera el suministro; instalar
un gobierno estable y amigo en Irak; evitar la proliferación nuclear;
y rodear el poderío militar de Estados Unidos de aliados sólidos de
modo que no pueda ser desafiado por potencias emergentes.

Parece evidente que nada de esto se ha conseguido. El paso
primero, y más sencillo si se quiere, que consistía en “pacificar”
Irak, es un fiasco. El segundo, y elemental, que consistía en
distender las relaciones con Irán, acaba por escapársele de las
manos con la derrota de los reformistas y el triunfo del ala más
antiestadounidense. Tampoco consiguió Bush impedir que más y
más países se sumen al club nuclear, toda vez que no fue siquiera
capaz de impedir que la pobre y aislada Corea del Norte, que
posee entre tres y ocho armas nucleares, se someta a los
dictados de Washington. Un fracaso que, fuera de dudas, alentará
a otros países a seguir sus pasos.

En cuanto al petróleo, la desventaja estratégica de Estados Unidos
no ha hecho sino aumentar, en vista de la inestable situación en
Irak y de los recientes acuerdos Moscú-Pekín que tienen en el
suministro de hidrocarburos siberianos uno de sus ejes. Por
último, nunca tuvo Washington tan pocos amigos y tantos
enemigos, sobre todo desde el momento en que su poderío militar
ha dejado de ser una baza capaz de intimidar.

Un buen ejemplo del cúmulo de problemas que enfrenta Bush es la
situación por la que atraviesa en América Latina. En los cuatro
últimos años se ha registrado un vuelco espectacular, ya que
surgieron o se consolidaron gobiernos críticos hacia Washington;
sus aliados se debilitan, y fracasan dos de los proyectos estrella
de la Casa Blanca en su ex patio trasero: el ALCA y el Plan
Colombia. No es suficiente con decir que las intervenciones en
Irak y Afganistán distrajeron la atención de Estados Unidos en el
continente. La realidad es que toda la arquitectura del Consenso
de Washington se vino abajo en apenas cinco años.

Los últimos pasos de la superpotencia en la región, luego de las
giras de este año de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y
del jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, señalan que en
Washington atraviesan una profunda crisis de ideas: el
desembarco de marines en Paraguay y la posible construcción de
una gran base militar en ese país, pueden “resolver” problemas
inmediatos, pero a costa de agravar el rechazo a la injerencia de
Estados Unidos.

En efecto, el desembarco en Paraguay y la probable instalación de
una gran base militar en el Chaco (a 200 quilómetros de la frontera
con Bolivia), ataca dos problemas del Comando Sur del ejército
estadounidense: ubicar tropas en una zona evaluada como caliente
y en la que hay grandes reservas de hidrocarburos (norte argentino
y Bolivia) y la mayor reserva de agua dulce del mundo (Acuífero
Guaraní), a la vez que le abre a Brasil, primer problema de
Washington en la región, un “segundo frente” en el suroeste
cuando el gigante sudamericano está desplazando tropas hacia el
noroeste para cerrar su frontera al derrame de la guerra colombiana
sobre la Amazonia. “Distraer” a Brasilia es uno de los objetivos
primordiales de Bush, ya sea debilitando al gobierno de Luiz Inácio
Lula da Silva o mellando su política exterior, que acaba de hacer
naufragar sus planes andinos en Ecuador (véase BRECHA, 27-V-
05).

El precio del militarismo.

Los últimos festejos del 4 de julio, fecha nacional de Estados
Unidos, se registraron en un clima de militarismo y nacionalismo.
Según Jim Lobe, corresponsal de la agencia IPS en Washington,
este clima está siendo detectado y criticado desde flancos
diversos pero convergentes. El coronel retirado Andrew Bacevich,
en un ensayo titulado El nuevo militarismo estadounidense,
sostiene que el enamoramiento de la población con la guerra
representa un peligro para las propias fuerzas armadas, “a medida
que los políticos les asignan la solución de problemas que antes
les eran ajenos”, y también “un peligro para los ideales
republicanos sobre los que Estados Unidos fue fundado”.

Bacevich es un militar de carrera graduado en la academia de
West Point, es veterano de la guerra de Vietnam y asiduo
colaborador de revistas conservadoras. Así y todo, sostiene que al
fin de la Guerra Fría tanto liberales como conservadores “se
enamoraron del poder militar”, de modo que “hasta un grado sin
precedentes en la historia, los estadounidenses han llegado a
definir la fuerza y el bienestar de la nación en términos de
preparación y acción militar”.

No es ningún secreto, y es el eje de la política de la administración
Bush, que el declive estadounidense pretende ser aplazado,
revertido o congelado (las opciones dependen del grado de
optimismo o escepticismo de cada uno) apelando al dominio
militar. Al hilo de los recientes atentados en Londres, puede
leerse el fracaso de Washington en los términos con los que
Immanuel Wallerstein recibía, a comienzos de este año, el
segundo mandato de Bush: “Estados Unidos ya era una potencia
hegemónica en declive cuando Bush llegó al poder en 2001.
Buscando restaurar la posición mundial estadounidense durante
sus primeros cuatro años en el cargo, Bush agravó, de hecho, la
situación. En este segundo período, Estados Unidos (y Bush)
cosecharán la locura que sembraron”.

Autor: Raúl Zibechi, periodista uruguayo, editor internacional del
semanario Brecha.

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