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El gobierno de Calderón: Encrucijada de la sociedad mexicana

En México, como en otras partes del mundo, la desaparición de la
bipolaridad a fines de los años ochenta y aun antes, con el
resurgimiento del liberalismo económico disfrazado con el sufijo neo,
se  desplegó una corriente de pensamiento derogatorio del concepto de un
Estado participante, no obstante sus extendidas características de
economía mixta. La participación del Estado fue considerada cada vez
más  aproximada a los regímenes socialistas y por ello una amenaza a la
inversión privada, a la que se comenzó a atribuir cada vez más la
responsabilidad de la conducción de un supuesto desarrollo, en
detrimento de la inversión pública. El Estado debería adelgazar y en
contraparte crecer el papel de la iniciativa privada, fue la tesis.

Desde el triunfo de su Revolución y concretamente a partir de la
promulgación de la Constitución de 1917, México vivió una larga etapa
de presencia del Estado considerada por los partidarios del liberalismo y
los críticos de la Revolución como la del Estado paternalista. La
creación, en 1929, del entonces Partido Nacional Revolucionario,
cumplió dos propósitos fundamentales: agrupar en una sola organización los
partidos dispersos en el país cuya existencia obedecía a la influencia
de los caudillos y muchas veces de los caciques regionales, y dar a la
nueva organización política el papel de representante de los principios
de la Revolución plasmados en la Constitución. La Carta Magna fue una
especie de pacto mediante el cual la facción triunfante en la lucha
armada, el carrancismo y el obregonismo representantes de una clase
media emergente, cedió una parte de sus logros a las corrientes,
también revolucionarias pero finalmente vencidas en la guerra civil, que
reclamaban una reforma agraria y una legislación laboral tutelar de los
derechos de los trabajadores. La Revolución sería conducida por esa
clase media convertida en burguesía, pero con la concurrencia de las
corrientes adheridas en las deliberaciones para la promulgación de la
nueva Constitución. Hecho el pacto, para el nuevo partido era natural
buscar alianzas con los sectores obrero, campesino y de organizaciones
populares que lo legitimaran. Se formó entonces una clase política en
cuyos niveles más altos se encontraban antiguos revolucionarios,
líderes obreros y campesinos, intelectuales y teóricos del movimiento social
cuya bandera se sostenía como factor de cohesión no obstante las
regresiones y las desviaciones desde el principio de la detentación del
poder.

La administración del general Lázaro Cárdenas aparece así como el
paradigma de esa situación generada por la Revolución. Entre los años
1934 y 1940 se profundiza en los postulados principales del movimiento
social: se aplica la Reforma Agraria con el reparto de las tierras
hasta entonces tibiamente expropiadas a los vestigios de las antiguas
haciendas; la legislación laboral se convierte en práctica en la
relación de los factores de la producción bajo la vigilancia del
Estado; se propicia el fortalecimiento de una industria incipiente con la
participación de empresarios mexicanos; se trazan las líneas –y se
actúa en consecuencia con ellas– de una política exterior respetuosa
de la soberanía, de la libre determinación y en favor de la solución
pacífica de los conflictos; y –el hecho más representantivo—se devuelve
a la nación, con el acto de expropiación, el enorme recurso petrolero
hasta entonces explotado por grandes corporaciones internacionales.

En lo político, el partido, convertido por Cárdenas en el de la
Revolución Mexicana, se apoya decididamente en sus sectores y ejerce el
control del poder en prácticamente todos los órdenes frente a una
oposición débil, tanto en la izquierda como en la derecha, cuya
actuación no pasa de la crítica. En el contexto latinoamericano, el
gobierno de México aparece como el de una presidencia fuerte, diferente
a las tendencias dictatoriales de otras naciones del área, una
democracia dirigida junto a cuya preocupación social se unen los rasgos
incipientes de los poderes metaconstitucionales de la Presidencia de la
República, ejercida según la forma constitucional de un solo
depositario del ejecutivo frente a un Congreso abrumadoramente mayoritario en su
favor. Tal política, acentuada en las atribuciones al encargado del
poder ejecutivo, continuaría en los gobiernos siguientes al de Lázaro
Cárdenas. Frente a esa política nacionalista nace en 1939 el Partido
Acción Nacional, uno de cuyos postulados fundamentales es precisamente
promover una forma de explotación de la tierra distinta a la propuesta
por la Revolución, una fórmula basada en la existencia de pequeños
propietarios en vez del ejido y los comuneros.

En torno a la Constitución los gobiernos revolucionarios construyen,
además de un compromiso tácito de continuidad, un espacio de movimiento
oscilatorio en los extremos de izquierda y derecha sin alejarse del
equilibrio marcado por los postulados de la Revolución. Al centro de
Manuel Ávila Camacho lo siguen la derecha empresarial de Miguel Alemán,
nuevamente el centro de Adfolfo Ruiz Cortines, la izquierda de Adolfo
López Mateos, la derecha de Gustavo Díaz Ordaz y la tendencia
izquierdista de Luis Echeverría, sobre todo frente a la hegemonía
norteamericana en el mundo occidental, con una postura tercemundista.
En esa etapa se consolidan las instituciones creadas por el gobierno de
Plutarco Elías Calles y las administraciones del llamado maximato y se
crean nuevas estructuras: el Instituto Mexicano del Seguro Social, los
organismos de defensa y representación de los ciudadanos, y se
desarrolla una extensa obra material a cargo del Estado. Más allá de
los excesos del poder y del enriquecimiento de algunos de sus detentadores,
en la posrevolución no fueron traicionados los principios del pacto
constitucionalista basado en la rectoría de la clase media, la nueva
burguesía, de los destinos de la nación. En el rumbo de la clase
dominante se encontraba el germen de su declinación, aunado a los
imperativos históricos. Una de las máximas facultades del presidente de
la República, designar al candidato de su partido con la seguridad de
su triunfo en los comicios y garantizar la continuidad revolucionaria, se
convirtió en satisfacción de una preferencia personal con abstracción
de los factores y las fuerzas políticas por mucho tiempo determinantes de
la sucesión. Los gobiernos posrevolucionarios tuvieron la visión de
promover una mayor participación de la oposición en el Congreso con
modificaciones en la legislación electoral que abrieron la puerta al
voto femenino y al de los jóvenes y permitieron una mayor amplitud en
las posibilidades de acceso de los partidos minoritarios mediante el
sistema de diputados y senadores plurinominales. En la práctica, la
clase política dominante mantenía el poder con el expediente de
elecciones cada vez más contaminadas por el fraude y la manipulación.

En el régimen de José López Portillo se apuntó el comienzo del abandono
del nacionalismo revolucionario con el arribo a los cuadros
gubernamentales de una generación de administradores en buena parte
formados en universidades extranjeras, particularmente norteamericanas,
cuyo concepto de la tarea de gobernar difería del tradicional. Los
economistas sustituían a los abogados, como éstos habían reemplazado a
los militares en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Pero
fue en el gobierno de Miguel de la Madrid cuando aparecieron los
primeros signos evidentes del cambio que determinó el proceso de
declinación del partido de la Revolución. Con la apertura económica
pregonada por el tatcherismo y el reaganismo se emprendió la tarea del
desprestigio de la política, de los políticos y de los partidos y el
ascenso de los tecnócratas a los puestos clave de la administración. La
mentalidad neoliberal traía aparejada una censura al Estado como factor
económico del desarrollo y con ello el abandono de los principios
nacionalistas en lo interior y en lo exterior característicos de los
gobiernos posrevolucionarios.

Formado en su primera juventud en el pensamiento revolucionario,
incluso, no obstante su entorno acomodado en tendencias intelectuales y
políticas de izquierda, Carlos Salinas de Gortari arribó al poder en
los momentos cercanos al derrumbe del bloque socialista y la erección de la
unipolaridad económica y política en el mundo. Contrario en sus
primeras posturas a la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos,
terminó por aceptarlo y promoverlo con entusiasmo y convertirse en el
adalid del liberalismo al que quiso poner el apellido social. La
apertura económica, apoyada en principio por pequeños empresarios y
desde luego por los socios de las grandes corporaciones
transnacionales, mostraba la cara del capitalismo salvaje, así denominado por el Papa
Juan Pablo II, cuya influencia había sido decisiva en la liquidación
del socialismo y la final caída del Muro de Berlín.

En el mundo se proclamaba el fin de la historia y se sostenía la
desaparición de las ideologías y la lucha de los partidos basada en
postulados y principios para dar paso a contiendas electorales dentro
de una democracia en la que no caben más expresiones que la de la
partición del poder sin mayor contenido. Las ideologías, sin embargo, no
desaparecían, sino que se trataba de unipolarizarlas con el pensamiento
único, el de la derecha. Es la democracia del capitalismo, sustentada
en el imperio del mercado convertido en dogma de fe. La labor de zapa en
busca de la destrucción del nacionalismo incluyó la marginación de los
movimientos obreros; la fuerza de los trabajadores que salía de las
fábricas para agruparse en reclamo de sus derechos, cedió terreno a una
nueva clase de empleados aburguesados o aspirantes a serlo, sin poder
gremial, sumisos ante las exigencias de una flexibilidad en sus
demandas bajo el concepto de una nueva cultura laboral. Las nuevas generaciones
comenzaron a ser convencidas, con el debilitamiento de la escuela
pública y el fortalecimiento de la privada, de orientarse hacia una
preparación basada en el éxito económico, empresarial, como meta
fundamental. El futuro es el de los triunfadores, fue uno de los lemas,
en una “sociedad del conocimiento”, entendido éste no como el vasto
campo de la cultura y el humanismo, sino como el acceso a la tecnología
convertida en un dios implacable.

La razón del triunfo de Vicente Fox sobre el candidato priísta en el
año 2000 es, por una parte, el hartazgo de la población respecto al control
del Partido Revolucionario Institucional, alimentado por una campaña de
desprestigio del pasado nacionalista. La crítica a ese pretérito, en el
fondo, no ha estado dirigida a los últimos gobiernos priístas –los de
Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo—sino
contra un pasado más lejano, el del llamado presidencialismo
autoritario, el último de cuyos representantes a los ojos de los
neoliberales es Luis Echeverría. El cambio en la sociedad, impulsado
por la propaganda neoliberal, determinó una votación de más de 13 millones
de ciudadanos en favor de Vicente Fox, con una ventaja relativamente
importante por encima de su principal contendiente, el candidato
priísta Francisco Labastida. Si bien el Partido Revolucionario Institucional
parecía haber recibido un golpe mortal con la derrota del año 2000, a
la mitad del sexenio de Fox, con triunfos electorales importantes en la
República daba muestras de estar en posibilidades de recuperar la
presidencia en 2006. Después de todo, una parte del PRI garantizaba a
los grandes intereses internacionales la disposición a la apertura
económica y abría las posibilidades de conseguir las llamadas reformas
estructurales –fiscal, laboral y privatización del sector
energético—que el gobierno de Vicente Fox no logró pese a su compromiso para
obtenerlas. El PRI, sin embargo, no estuvo a la altura requerida para
aprovechar los errores de la administración de Fox y se perdió en
luchas internas a falta de la rectoría que por muchos años ejerció el
presidente de la República en turno.

En esa coyuntura surge y cobra fuerza en los electores, la izquierda
que en 1988 se había dicho víctima de un fraude electoral a manos del PRI.
Frente al avance de la derecha y las incoherencias del supuesto centro
priísta, las corrientes de una clase media pensante y de buena parte de
los sectores populares –sobre todo urbanos—depositaron su confianza en
una nueva opción que logró captar un segmento creciente de la opinión
ciudadana en torno a un candidato, Andrés Manuel López Obrador, no
tanto por las cualidades de liderazgo o el supuesto carisma que se le
atribuyen, cuanto por la esperanza de un cambio en favor de los menos
favorecidos.

Más allá de las acciones para eliminar a López Obrador de la contienda
presidencial, de las campañas apoyadas en la mercadotecnia y la
publicidad y de los verdaderos delitos electorales cometidos por la
administración foxista, el resultado de los comicios es revelador de la
situación que vive el país: la derechización de una buena parte de la
sociedad como efecto de las corrientes mundiales y junto a ello la
supervivencia de un nacionalismo centro izquierdista, cuyos orígenes se
encuentran en los postulados de la Revolución y en la etapa
posrevolucionaria, la de la construcción de las instituciones y de una
incuestionable obra material.

Se explica así que más de las dos terceras partes de la votación se
hayan dividido entre la derecha panista y una coalición encabezada por
el PRD. Cerca de quince millones de sufragios para cada uno demuestran
una tendencia al equilibrio de fuerzas en el que por primera vez la
izquierda, o el centro izquierda, o si se quiere la aspiración a un
proyecto más justo de nación despojado de una definición ideológica,
tiene la oportunidad de fortalecerse y alcanzar en el futuro la
preponderancia en la opinión de la ciudadanía. Corresponde al PRI, y
con él a las fuerzas que pueden contribuir a esa meta, inclinarse en favor
de una alianza que resuelva la encrucijada en la que se encontrará la
sociedad mexicana en los años por venir.

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