El ciudadano de a pie que paga con sus impuestos los salarios de los cuerpos diplomáticos no recibe con agrado cuando la prensa informa cómo en las Naciones Unidas se gastan horas discutiendo la colocación de una coma. En estos días, La Asamblea General está ocupándose de los temas que realmente importan como la crisis global y su impacto devastador sobre los ahorros y el empleo en todas partes del mundo. Y como se trata de una negociación en la que hay mucho en juego, el éxito o fracaso de la cumbre que se realizará en Nueva York en los tres primeros días de junio no depende de una coma… sino de un punto y aparte.
Faltan apenas diez días para su inicio y las posiciones están tajantemente divididas. Por un lado están quienes creen que el Grupo de los 20 (G-20) es el mejor mecanismo disponible para lidiar con la crisis y decidir sobre la arquitectura financiera internacional, dejando para las Naciones Unidas el papel de coordinar la ayuda humanitaria a las víctimas. Por el otro, el padre Miguel D’Escoto,
presidente de la Asamblea General, y la mayoría de los 170 miembros que no forman parte del G-20 quieren que la cumbre de junio discuta “al más alto nivel” (ministerial o presidencial) la reforma de las instituciones financieras internacionales, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), la creación de un Consejo Económico con capacidad de vigilar que las economías más poderosas no pongan en peligro a las más débiles por manejos irresponsables e incluso la creación de una moneda internacional de reserva que sustituya al dólar.
El G-20 está integrado por las principales economías industrializadas, agrupadas en el G-8 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Reino Unido y Rusia), más otros países considerados “sistémicamente importantes”: Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, Japón, México, Sudáfrica y Turquía. El gobierno británico invitó, además, a España y Holanda a la cumbre realizada en Londres en abril.
D’Escoto acuñó el término G-192 para referirse a la Asamblea General de las Naciones Unidas, que tiene 192 estados miembros, y argumenta que es el único organismo internacional con legitimidad para resolver cambios de impacto global, porque todos están representados.
El 8 de mayo, este sacerdote nicaragüense y ex canciller sandinista de los años ochenta presentó a la Asamblea General un borrador de la declaración que la cumbre debe aprobar en junio en el que se formulaba un ambicioso plan de reformas, incluyendo todas las recomendaciones formuladas por la comisión de expertos presidida por el premio Nobel Joseph Stiglitz. Los países desarrollados reaccionaron airados y protestaron contra lo que describieron como un abuso de sus facultades al introducir un texto que no había sido consultado con ellos previamente. Amenazaron abiertamente con no enviar delegaciones de alto nivel a la reunión en junio o con retirarse de ella si se persistía en mantener sobre la mesa propuestas ambiciosas.
Sólo Cuba, Venezuela, Irán y Siria defendieron abiertamente a D’Escoto, Ghana y Chile pidieron tiempo para consultas y negociaciones. El embajador sudanés Lumumba Stanislaus-Kaw Di-Aping, presidente del G-77, el grupo negociador de los países en desarrollo, debió hacer esfuerzos para que no se dividiera la coalición a su cargo y organizaciones de la sociedad civil de todo el mundo comenzaron a hacer llover sobre las Naciones Unidas reclamos de hechos y no palabras o, para decirlo en sus propios términos: “Queremos que se discuta la sustancia y no los procedimientos”.
Después de varios días de intensas y nerviosas negociaciones, el lunes 18 D’Escoto distribuyó a los embajadores un nuevo texto, acompañado de una carta aclaratoria especificando que éste cuenta con el acuerdo explícito de los embajadores Majoor, de Holanda, y Goncalves, de San Vicente, que habían sido designados para consultar con los miembros del Norte y del Sur respectivamente.
La nueva propuesta mantiene un diagnóstico de la crisis que critica la falta de regulación de las finanzas y menciona el fracaso del FMI y el Banco Mundial “al no diseñar una respuesta adecuada” y reconoce que “la legitimidad de nuestros instituciones y sistemas financieros futuros” requiere de la presencia de todos (o sea de las Naciones Unidas) en su formulación.
Sin embargo, al abrirse el texto a la discusión el miércoles 20, uno tras otro los países en desarrollo expresaron su frustración ante la falta de medidas concretas de estímulo a sus economías, la no insistencia en la reforma del FMI y el Banco Mundial, y la desaparición del párrafo que reclamaba compensación para los países pobres cuando las medidas de estímulo de las grandes economías tienen “efectos colaterales” sobre los países pobres. Este es el caso, por ejemplo, de la corrida de capitales desde bancos del Sur saludables a bancos del Norte técnicamente en bancarrota pero con depósitos garantizados por los respectivos gobiernos.
Con habilidad diplomática, el nuevo documento menciona todas las grandes medidas de reformas propuestas por la Comisión Stiglitz, como la creación de un Consejo de Coordinación Económica o la revisión de los términos del acuerdo con el Banco Mundial y el FMI, de manera de subordinar estas dos agencias especializadas a un control más efectivo de las Naciones Unidas.
Pero todo esto está incluido en el penúltimo párrafo del documento, en una lista de “temas a considerar” en el futuro. Que un tema sea considerado no impide que luego se lo descarte y, por lo tanto, esa lista carece de valor político real.
El único triunfo que D’Escoto y los “restantes 172” (o sea los países no miembros del G-20) pueden alegar haber obtenido en este inicio de las negociaciones es la frase que dice textualmente: “Nosotros (los presidentes del mundo) solicitamos al presidente de la Asamblea General que mantenga la conferencia abierta y nombre siete grupos de trabajo de nivel ministerial y técnico” para continuar discutiendo la reestructura de las finanzas internacionales y de las instituciones de Bretton Woods, planes globales de estímulo, alivio de la deuda externa y promoción del comercio de los países pobres, e incluso la creación de sistemas regionales y mundiales de reserva que reemplazarían al papel actual del dólar en la economía mundial.
Si este texto logra consenso, la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde los países pobres son la mayoría absoluta, se volvería el principal órgano internacional de resolución de la crisis, mitigación de su impacto y reforma de las finanzas globales del futuro.
El problema es que en vez de ser un nuevo párrafo, y por lo tanto una resolución de la conferencia, este texto aparece como la última de las propuestas en la lista “a considerar”. Así, la diferencia entre el éxito y el fracaso de la conferencia no requeriría cambiar una sola palabra del nuevo borrador. Todo depende de la colocación de un punto y aparte.
Por, Roberto Bissio
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