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El Senado abre el proceso de ‘impeachment’ contra Rousseff y la aparta del poder

El Senado abre el proceso de ‘impeachment’ contra Rousseff y la aparta del poder

La Cámara estudiará ahora y durante 180 días las acusaciones contra la presidenta brasileña por alterar supuestamente las cuentas públicas

 

 

Brasilia 12 MAY 2016 

 

Tras una sesión plenaria histórica y extenuante, una mayoría simple de senadores brasileños (55 de 81) dio luz verde al proceso de destitución o ‘impeachment’ contra la presidenta del país, Dilma Rousseff. 22 votaron en contra. La dirigente del Partido de los Trabajadores saldrá hoy mismo por la puerta principal del palacio de Planalto, sede presidencial, en un gesto explícito que quiere decir que acata pero no aprueba la decisión. Más tarde, Rousseff se recluirá en el futurista Palacio de la Alborada, su residencia oficial, donde se le permite quedarse en su nueva condición de presidenta espectral. El vicepresidente del país, Michel Temer, líder del Partido Democrático do Movimento Brasileiro (PMDB), asumirá la jefatura del Estado.

 

Lo que los senadores brasileños decidieron este jueves, de facto, es la apertura formal del impeachment, el proceso de destitución, el juicio político que discurrirá en el Senado, como máximo y a partir de hoy, durante 180 días. En estos seis meses los 81 senadores discutirán si Rousseff cometió crimen de responsabilidad hacia la República al alterar las cuentas públicas para equilibrar los balances presupuestarios de un año para otro a base de pedir dinero a grandes bancos públicos. Una posterior votación, que se celebrará probablemente en octubre, decidirá el destino final de Rousseff. Para entonces no servirá sólo la mayoría simple. Pero eso queda lejos. Y lo determinante es que durante todo ese tiempo la presidenta deja de ser presidenta real. El poder, automática y plenamente, pasa a las manos del vicepresidente, Michel Temer, hasta hace un mes y medio aliado político de Rousseff y ahora su peor enemigo y, en palabras de ella misma, “un traidor y el padre de los conspiradores”.

 

En la tribuna, los defensores del impeachment, la mayoría de partidos de centro y de derecha, hablaron de esas maniobras fiscales. Pero se refirieron más, para justificar su decisión, a la catastrófica marcha de la economía (que retrocede a razón de un 3% del PIB al año), a las sucesivas rebajas de las agencias de calificación, que ya han colocado los bonos brasileños al nivel de bono basura y, en general, a la necesidad de cambiar de Gobierno para que la perspectiva cambie. Los defensores de Rousseff replicaron en su mayoría con un argumento simple: no se puede echar a una presidenta elegida por el pueblo, con 54 millones de votos detrás, apelando a unas maniobras fiscales que no constituyen a su juicio un delito grave o a la situación económica, porque para eso están las urnas.

 

 
Sesión maratoniana

 

Con todo, la sesión plenaria, más allá de su maratoniana extensión (todos los senadores que quisieron tuvieron el derecho de hablar por 15 minutos), discurrió sin los excesos chocantes y algo ridículos de la votación hermana en el Congreso, celebrada hace varias semanas. Entonces, los diputados abundaron en gritos, cánticos, lanzamientos de confeti, manteos e invocaciones que o no venían al caso (“voto por mi tía que me cuidó de pequeño”) o eran sencillamente repugnantes, como la del parlamentario Emir Bolsonaro, que dedicó su voto (contrario a Rousseff) a un torturador de tiempos de la dictadura.

 

El presidente del Senado, Renan Calheiros, tuvo cuidado de que el pleno no se le fuera de las manos. De hecho, en un momento caldeado en que los asistentes se pusieron a hablar de más impidiendo que se oyese al orador de turno, llamó al orden: “No voy a dejar que esto acabe como en el Congreso”.

 

Mientras, fuera, en Brasilia y São Paulo se celebraban manifestaciones a favor y en contra de Rousseff, en Brasilia separadas por un muro metálico y en la Avenida Paulista por la policía. En cualquier caso, fueron mucho menos numerosas que las organizadas el día de la votación del Congreso, lo que indica que la población, de alguna forma, ha asumido el resultado de la votación, cantado desde hacía días, ya que todas las encuestas así lo anunciaban.

 

Al tiempo que los senadores hablaban uno detrás de otro, en el Palacio de Jaburu, el vicepresidente Temer, ya sabiéndose jefe del Estado, se reunió con la plana mayor de lo que será su próximo gabinete. Con un ojo puesto en la economía y otro en las medidas de austeridad a su juicio necesarias para enderezar el rumbo financiero del país, el flamante nuevo presidente se dirigirá al país a las tres de la tarde de este jueves. A esa hora, Rousseff habrá ingresado ya en su extraña condición de presidenta sin presidencia. A Fernando Collor de Melo, hasta ahora el único presidente democrático de Brasil apartado del poder por un impeachment, en 1992, le rebajaron el sueldo y le suprimieron las prerrogativas. En una televisión brasileña contó que le redujeron hasta el combustible del avión que utilizaba para sus desplazamientos de modo que no se podía desviar ni un milímetro de la ruta prefijada. Collor renunció un día antes del juicio definitivo, viviendo durante dos meses esa suerte de limbo presidencial. Rousseff ha asegurado que no va a renunciar nunca, que sólo le apartaran del cargo que ganó en las urnas a la fuerza.

 

 


 

 

Auge y caída del Partido de los Trabajadores

 

El PT tendrá que reconstruirse para ganarse la confianza de la parte de la izquierda que se ha sentido traicionada

 

Talita Bedinelli

 

Cuando, la tarde del 1 de enero de 2003, el tornero mecánico Luiz Inácio Lula da Silva se dirigía al Congreso Nacional para pronunciar su primer discurso como presidente, ocho de cada 10 brasileños creían que su Gobierno sería excelente o bueno. El nivel de esperanza, una palabra que se había convertido en su lema de campaña, era el más alto jamás visto en un inicio de mandato desde el retorno de la democracia al país. Después de transitar en un coche abierto, rodeado de simpatizantes, y de ser agarrado hasta casi caerse del automóvil, Lula dejó claro su objetivo para los años siguientes: “Si al final de mi mandato todos los brasileños tuvieran la posibilidad de desayunar, comer y cenar, habré cumplido con la misión de mi vida”, afirmó ante los parlamentarios.

 

El Brasil de 2003 estaba en crisis y quería cambios. El presidente Fernando Henrique Cardoso, padrino de la estabilidad económica derivada del Plan Real, dejaba el país con una inflación del 12,53% acumulado al año, una deuda interna que había llegado al 60% del Producto Interno Bruto y un crecimiento económico, en la víspera de las elecciones, que apenas sobrepasaba el 1% al año. Casi un 30% de los brasileños vivía en la pobreza.

 

Lula llegó al poder después de tres intentos frustrados de vencer la disputa presidencial. Se benefició no solo del mal momento al que la crisis económica había llevado a la oposición, sino de un giro en la forma del PT de tratar la política. En primer lugar, le propuso al empresariado, que le tenía miedo a la izquierda, un pacto que le aseguraba al mercado un continuismo en el área económica. Se sumergió en el pragmatismo político, que antes condenaba, para tejer las alianzas que necesitaba. Y se apoyó en el llamado fisiologismo del PMDB, un comportamiento caracterizado por estar motivado más por intereses que por ideología para gobernar. Alió sus habilidades como negociador, adquiridas cuando lideraba las históricas huelgas sindicales de los 70, con el apoyo de políticos expertos del Partido de los Trabajadores (PT), como Genoino y José Dirceu, que nueve años más tarde fueron condenados por el escándalo de compra de votos en el Parlamento conocido como mensalão. El PT estaba en su apogeo. Las investigaciones mostraron que el partido era el favorito de los brasileños. Al pueblo le agradaba el carisma de Lula en sus discursos inflamados. En la cresta de la ola de su popularidad, pudo gobernar sin mayores sobresaltos en el Congreso y emprender el cambio social que había prometido.

 

En 2010, último año de su Gobierno, los más entusiastas denominaban su período en la presidencia como “Década de la inclusión”. Debido a políticas de distribución de ingresos como el programa Bolsa Familia, en 10 años logró reducir en un 45% el número de pobres y en un 47% el número de personas extremadamente pobres, según los datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En el mismo período, el Programa Luz para Todos, creado para llevar energía eléctrica a las zonas más remotas del país, casi universalizó el acceso a la electricidad en Brasil y sacó de la oscuridad a ciudades como Queimada Nova, en un rincón del Estado de Piauí, donde solo el 12,62% de los hogares tenía energía en 2000. En 2010 eran el 96%. Entre 2002 y 2012, la tasa real de aumento del salario mínimo al año fue del 5,26%, frente a la reducción anual del 0,22% registrada en la década anterior, según el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA).

 

Con la crisis económica internacional, Brasil implementó una política económica anticíclica: estimuló la producción nacional mediante la reducción de los impuestos, con lo que disminuyeron las tasas de desempleo y se inundó el mercado con productos. También facilitó el acceso al crédito personal y se impulsó el consumo de una nueva clase media que surgía, sacada de la pobreza, especialmente en el noreste del país. Entre 2001 y 2011, el número de hogares con nevera, por ejemplo, había aumentado un 12% en el país y un 52%, por ejemplo, en el Estado de Maranhão. El índice de los que tenían lavadora subió un 51% general y un 190% en el Estado de Alagoas; y el de los que tenían televisión en color, creció un 16% nacional y un 51% en Piauí.

 

Ante la buena aceptación de su Gobierno y el impacto positivo del boom de la compra de materias primas por parte de China, a Lula, reelegido en 2006, no le resultó difícil colocar a su sucesora en 2010. Dilma Rousseff, su exministra, recibió de su padrino político el apodo de madre del PAC (Programa de Aceleración del Crecimiento), un conjunto de obras de infraestructura puesto en práctica por el Gobierno. En su primer mandato, Rousseff consiguió mantener y ampliar los logros de su antecesor. En 2014, la ONU declaró Brasil como un país sin hambre. De alguna manera, Lula había cumplido su promesa. En diciembre de 2014 la tasa de desempleo alcanzó el índice histórico mensual más bajo. Pero, mientras el área social del Gobierno celebraba sus conquistas, la economía comenzaba a dar señales de que las políticas anticíclicas se habían mantenido durante demasiado tiempo. A finales de 2015 el dólar batía récords históricos y la inflación comenzaba a volver a los niveles de finales del Gobierno Cardoso.

 

La difícil campaña que llevó a la reelección de Rousseff en 2014 se produjo en medio de un escenario tumultuoso. La vida del brasileño había mejorado de puertas adentro, pero la población exigía servicios públicos acordes con los impuestos que pagaba, como mostraron las protestas de 2013, que, en suma, pedían mejores condiciones de salud y educación. La conducción económica, vista como desastrosa por expertos, desagradaba al mercado, que rompió el pacto con Lula años antes. Y la base del PT en las calles estaba debilitada, después de años de tolerancia con un Gobierno que, en nombre de la gobernabilidad, no fue más allá de la implementación de políticas progresistas. Para agradar al grupo ruralista en la Cámara Baja dejó de demarcar tierras indígenas y de hacer la reforma agraria. Para complacer a los aliados evangélicos, no defendió la ampliación del aborto. Era el caldo de cultivo perfecto para que el Parlamento, que nunca había tolerado la falta de tacto político de la presidenta, se rebelase.

 

Este miércoles, al dejar el Palacio del Planalto junto a la presidenta más impopular de la historia democrática del país, el PT cerrará un ciclo de 13 años en el poder. El partido sale involucrado en un nuevo escándalo de corrupción, todavía en plena investigación. Tendrá que reconstruirse si quiere volver a ganarse la confianza de la parte de la izquierda que se ha sentido traicionada. Su principal estrella, Lula, tendrá que convivir con el fantasma de la cárcel, despertado por el caso Petrobras, sin gran parte del capital político que tuvo otrora. Y la población tendrá como legado un país que, a lo largo de los últimos años, se ha convertido en socialmente más justo, pero que aún nutre la esperanza de ser una nación mejor y más ética.

 

 

 

Información adicional

Autor/a: Antonio Jiménez Barca
País: Brasil
Región: Suramérica
Fuente: El País

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