Mientras el sur de Sudán se prepara para la declaración oficial del resultado del plebiscito por la independencia que se hará publica el próximo 14 de febrero, miles de expatriados instalados en el norte han comenzado a regresar para vivir en lo que probablemente será su propio país, pero sobre todo por miedo a una oleada de violencia. Hacia las doce del mediodía de ayer, cuando el sol calcinaba la tierra, cuatro autobuses desvencijados atiborrados de gente desgastada por los tres días de viaje desde Jartum, capital de Sudán, llegaban al centro del enorme descampado del estadio de Malakal, la ciudad más al norte del sur de Sudán.
En esta enorme explanada de pedregullo se amontonan como pueden cientos de familias provenientes del norte, que han decidido regresar a su tierra arrastrando consigo sus pocas pertenencias. El predio, cercado por una valla metálica, ya ha visto pasar a más de 45.000 personas en poco más de un mes y actualmente unos cuantos centenares de personas residen bajo el sol a la espera de ser transportadas.
“Me fui al norte hace más de veinte años por la guerra”, dice Michael Reik, de 80 años, sentado sobre una cama metálica destartalada rodeado por una montaña de bolsas, maletas y fierros. El anciano llegó hace un mes con su familia y desde entonces vive en el estadio. En las cuatro esquinas las organizaciones humanitarias han instalado letrinas que, sin embargo, no son suficientes. “El agua potable se reparte una vez al día en lugar de haber un tanque”, se queja Michelle, integrante de una ONG.
Cuando a las ocho de la mañana mujeres y hombres formaban las largas colas por separado para recibir la ración diaria de sorgo, lentejas y aceite, Michelle y su colega eran los únicos humanitarios presentes en el estadio. “Tenemos que distribuir jabones y no hay nadie aquí, el gobierno no está haciendo nada.”
En el desolado baldío donde los niños corretean entre los campamentos improvisados, mientras los hombres deambulan sin rumbo de un extremo al otro, la comida que se reparte diariamente no alcanza. “No hay comida, pero lo peor es el frío durante la noche, estos niños no están acostumbrados”, se lamentaba el anciano sentado sobre la cama metálica.
“La visión del gobierno es llevar a la gente a las zonas rurales y evitar la instalación permanente de los repatriados, por ese motivo los servicios son limitados”, dice el ministro de Sanidad del estado de Upper Nile, Stephen Lor.
Previo al plebiscito, el gobierno autónomo del sur de Sudán había ofrecido a los sudaneses del sur instalados en el norte transporte, tierra y alimentos por tres meses. Sin embargo, la penosa imagen del estadio de Malakal se repite a lo largo de los grandes pueblos del sur, donde miles de personas siguen esperando. Según estimaciones de las organizaciones humanitarias, hay dos millones de sudaneses del sur viviendo en el norte, de los cuales más de cien mil han regresado en poco más de un mes.
La portavoz de Médicos Sin Fronteras en Malakal, Lydia Geirsdottir, afirma que si las relaciones entre el norte y el sur se tensaran con la confirmación de la secesión, se produciría un desborde. “En pocos meses podría llegar más de un millón de personas.”
Por el momento al estadio siguen llegando autobuses llenos de gente que se encuentra con que el polvo, el frío y el hambre, serán inevitables. Mientras tanto a unas pocas cuadras del estadio, en una simpática clínica veterinaria con dos ambulancias de Naciones Unidas estacionadas en la puerta, una decena de soldados, tres veterinarios y cuatro asistentes bien equipados con túnicas y guantes de látex atienden pacientemente a un caballo, un burro y una cabra.
Por Jerónimo Georgi
Desde Malakal
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