NÚMEROS. En algún momento de este año nacerá en Estados Unidos el habitante número 300 millones, y es probable que sea hijo o hija de inmigrantes. Hay en el país más de 37 millones de inmigrantes –definidos como personas nacidas en el exterior– y de ellos más de 11 millones son indocumentados. Es como si entre 3,5 millones de habitantes de Uruguay, 420 mil personas (el 12 por ciento) fuesen oriundas de otros países, y de ellas unas 140 mil hubiesen inmigrado ilegalmente en el curso de los últimos veinte años.
Otros 11,5 millones de inmigrantes ya han adquirido la ciudadanía estadounidense; 10,5 millones son extranjeros que residen legalmente en Estados Unidos; 2,6 millones son refugiados (Estados Unidos admite cada año más inmigrantes documentados y refugiados que los 25 países de la Unión Europea sumados), y hay 1,3 millones de trabajadores extranjeros con visas temporales.
De acuerdo con la Federation for American Immigration Reform (FAIR), un grupo que propugna la restricción de la inmigración, si no se imponen ahora controles estrictos la población de Estados Unidos aumentaría en más de 200 millones y llegaría a 500 millones hacia 2050. Esto es un incremento del 67 por ciento en menos de medio siglo, con consecuencias graves para la educación, la asistencia de la salud, las ciudades, el transporte, la alimentación y el ambiente.
VOTOS. A casi dos décadas de una amnistía que legalizó la situación de más de 5 millones de indocumentados, la Cámara de Representantes aprobó en diciembre pasado una reforma del sistema de inmigración que refleja la irritación que causa en buena parte del país el crecimiento incesante de la población inmigrante. La iniciativa promovida por el representante republicano James Sensenbrenner, de Wisconsin, refleja asimismo el oportunismo de los políticos que saben bien que la “mano dura” siempre gana el voto de los asustados y que los inmigrantes indocumentados y los legales que no se han hecho ciudadanos no votan. Un cálculo práctico y de corto plazo –el único que preocupa a los legisladores que se juegan sus puestos en las elecciones de noviembre– muestra que los inmigrantes que pueden votar son apenas el 31 por ciento de ese 12 por ciento de la población total.
Las posturas antinmigrantes dan mejor rédito político y por eso la ley Sensenbrenner contiene estipulaciones que aceleran la deportación de indocumentados, aumentan las multas para las empresas que los empleen, y asignan 2 mil millones de dólares para incrementar la vigilancia y para la construcción de nuevos muros y vallas en largos tramos de la frontera con México.
La ley Sensenbrenner fue más allá que otras iniciativas que han buscado restringir la inmigración, contradice la doctrina de ciudadanía que ha mantenido Estados Unidos desde su fundación, y convierte en criminales a millones de personas que viven y trabajan en el país en muchos casos desde hace décadas.
SOLIS, SANGUIS. Hay dos doctrinas básicas sobre la nacionalidad, a diferencia de la ciudadanía que pueda adquirirse mediante trámites específicos.
La doctrina de jus solis reconoce la nacionalidad por el sitio en donde se nace: alguien nacido en territorio uruguayo tiene nacionalidad oriental sea cual fuere la nacionalidad de su padre y su madre. Es el concepto que ha aplicado Estados Unidos en más de 200 años de existencia como república.
En el otro extremo está la doctrina de jus sanguis: la nacionalidad del recién nacido está en función de la nacionalidad de sus padres, no del lugar donde nace. Un niño nacido en Alemania de padres extranjeros no es alemán, es nacional del país de sus padres.
La mayoría de los países usa una combinación de ambas doctrinas: una niña nacida en Londres de padre inglés y madre española es tanto inglesa como española; un niño nacido en Estados Unidos de padres uruguayos es estadounidense por jus solis y puede tener nacionalidad uruguaya por jus sanguis.
La ley Sensenbrenner innova en esta materia: la nacionalidad va de acuerdo al estatus legal del padre y de la madre. Una niña nacida en Estados Unidos de madre hondureña y padre peruano no tiene nacionalidad estadounidense si sus padres son inmigrantes indocumentados. De ahí se deriva toda clase de consecuencias legales, como el derecho a votar, la adquisición de propiedades, la herencia, los servicios médicos subvencionados por el Estado y las jubilaciones.
MÁS NÚMEROS. En el período fiscal 2005 que concluyó en setiembre pasado, las autoridades estadounidenses capturaron a 1.189.000 personas que habían cruzado ilegalmente la frontera desde México o que, habiendo ingresado legalmente al país, se habían quedado después de expirar sus visas.
El grupo FAIR calcula que cada año otras 500 mil personas ingresan ilegalmente al país y no son capturadas. El grupo Pew Hispanic Center, que se especializa en encuestas y estudios sociales, calcula que son 860 mil los extranjeros que eluden la captura. En ambos casos el cálculo incluye a personas que entran y salen varias veces de Estados Unidos.
Miles de personas mueren cada año en la travesía peligrosa del desierto que se extiende en grandes porciones de los 3.200 quilómetros de frontera entre México y Estados Unidos.
Entre los 11,1 millones de inmigrantes indocumentados, 6,2 millones (55 por ciento) son mexicanos; 2,5 millones (22 por ciento) proceden de América Central, el Caribe y América del Sur; 1,5 millones (13 por ciento) son de origen asiático; 600 mil (6 por ciento) vienen de Europa y Canadá, y unos 400 mil (3 por ciento) han inmigrado desde África.
CRIMINALES. Otra innovación de la ley Sensenbrenner es la criminalización de la inmigración ilegal, de hecho la declaración de que más de 11 millones de personas son delincuentes y quienes los ayuden pueden ser procesados como cómplices.
Hasta ahora la violación de la ley de inmigración es un delito civil, no un crimen. La policía no puede arrestar a alguien en la calle sólo porque es un inmigrante indocumentado. De hecho las autoridades que capturan cada año a más de un millón de indocumentados dejan a la mayoría en libertad a la espera de la audiencia de deportación porque no tienen dónde mantenerlos detenidos.
La ley Sensenbrenner permitiría –en los hechos, ordenaría– que las policías locales y estatales arresten y lleven ante los tribunales a los indocumentados, aunque éstos no hagan más que congregarse en las esquinas donde los contratistas eligen cada amanecer sus contingentes de mano de obra barata. Bajo la ley Sensenbrenner serían criminales los millones de menores de edad que van a las escuelas y no han hecho otra cosa que seguir a sus padres en la inmigración ilegal.
En su celo antinmigratorio, la ley Sensenbrenner se metió donde no debería agitar el avispero ningún político sensato en Estados Unidos: al declarar como cómplices enjuiciables a quienes ayuden a los “criminales”, la legislación interfiere con las obras sociales, clínicas, albergues, comedores populares, escuelas y clubes patrocinados por iglesias, sinagogas, mezquitas y templos budistas, sikh o hindúes.
En parte estas estipulaciones de la ley Sensenbrenner apuntan a los “coyotes”, los contrabandistas de gente que cobran miles de dólares por el cruce de la frontera y en muchos casos violan a las mujeres, roban el dinero que llevan los hombres y abandonan a sus clientes en zonas desérticas. Pero la ley puso a los grupos religiosos y humanitarios de todo el país en un dilema moral: obedecer al César o a Dios.
MÁS NÚMEROS AUN. El presidente George W Bush, cuyo Partido Republicano está profundamente dividido en materia de inmigración, ha propuesto un “programa de trabajadores huéspedes” que daría una visa con permiso de trabajo por seis años a unos 5 millones de mexicanos indocumentados. Esto, por supuesto, no resuelve la situación de los otros 6,1 millones de inmigrantes indocumentados y simplemente le pasa al próximo presidente el problema que ocurrirá dentro de seis años cuando esos inmigrantes tampoco se vayan.
Existe la percepción generalizada de que los únicos trabajadores inmigrantes que cuentan son los mexicanos, que los inmigrantes trabajan principalmente en la agricultura y la construcción o la limpieza de casas y oficinas, y que algunos sectores de la economía se derrumbarían si no fuese por la mano de obra inmigrante. Existe también la idea de que la mayoría de los inmigrantes acepta empleos que “los estadounidenses no quieren o no harían”, y que de hecho los inmigrantes han desplazado casi totalmente a los estadounidenses de tales ocupaciones. La realidad es un poco más compleja.
Según las cifras del censo, entre todos los trabajadores inmigrantes –documentados e indocumentados–, los mexicanos y centroamericanos son el 37 por ciento, los asiáticos el 26 por ciento, los europeos el 12 por ciento, los caribeños el 9 por ciento y los sudamericanos el 7 por ciento.
El 23 por ciento de los trabajadores inmigrantes trabajan como profesionales u ocupan puestos gerenciales –muchos de ellos son propietarios de pequeños negocios–; el 21 por ciento trabaja en ventas, ocupaciones técnicas y de administración; otro 21 por ciento está en el sector servicios; el 18 por ciento opera maquinarias y son peones en la construcción; el 13 por ciento trabaja en las fábricas, oficios y en reparaciones. Sólo el 4 por ciento de los extranjeros trabaja en la agricultura, la pesca, la ganadería y la forestación.
En la agricultura, los inmigrantes proveen el 29 por ciento de la mano de obra, lo cual quiere decir que hay un 71 por ciento de mano de obra estadounidense que no le hace asco al laburo ni desprecia los salarios del campo. Donde los inmigrantes sí son mayoría es en la cosecha, pero esto representa apenas el 12 por ciento del trabajo agropecuario.
De acuerdo con el Pew Hispanic Center, entre los 2,2 millones de personas que trabajan en las cocinas de restaurantes y hoteles hay unos 436 mil inmigrantes indocumentados (20 por ciento), y entre los 1,5 millones peones de la construcción hay unos 400 mil indocumentados (25 por ciento). De las 1,5 millones de personas que trabajan como empleadas domésticas, mucamas de hoteles y niñeras, 342 mil son indocumentadas (22 por ciento); entre los 1,2 millones de peones ocupados en jardinerías, mantenimiento de predios, arreglos de calles hay 299 mil indocumentados (25 por ciento).
LEVADURA. El resto del país siguió ocupado desde diciembre con la guerra en Irak, el nombramiento de nuevos jueces para el Tribunal Supremo, el comienzo del fin de la presidencia de Bush, el cuco de Irán con supuestas armas nucleares. Asuntos importantes.
Pero la ley Sensenbrenner motivó de una manera peculiar a las miles de estaciones de radio y televisión, periódicos y revistas que sirven a las comunidades inmigrantes. Son medios que en su mayoría se difunden en español, pero siendo Estados Unidos el “crisol de razas” que siempre ha sido, también hay programas de radio y televisión y publicaciones en chino, árabe, hindi, creole y francés, que es común a muchas ex colonias africanas. Eso pasó inadvertido para el resto del país durante todo enero y febrero.
La amenaza de juicios contra las organizaciones religiosas y humanitarias que ayuden a los inmigrantes, a su vez, levantó la indignación moral y despertó la militancia de una vasta gama de creyentes: católicos con su “opción preferencial por los pobres”, evangelistas con su fidelidad literal a la Biblia que recuerdan el Mateo 25:35, musulmanes con su deber religioso de hospitalidad y protección del desamparado, y judíos con su tradición de solidaridad.
Durante dos meses iglesias, radioemisoras, mezquitas, periódicos, sinagogas, templos, estaciones de televisión en idiomas extranjeros y organizaciones comunitarias denunciaron que la ley Sensenbrenner era inaceptable. El resto del país no vio la masa que estaba levando.
CUARESMA. No fue el primero ni fue original, pero cuando el miércoles de ceniza (1 de marzo) el cardenal Roger Mahony, de la archidiócesis de Los Ángeles, proclamó una “cuaresma de solidaridad con los inmigrantes” y dijo desde el púlpito que su iglesia desafiaría la ley para cumplir con su misión cristiana, sonó una clarinada que despertó al país oficial.
La Iglesia Católica es la mayor congregación cristiana en Estados Unidos, con 63 millones de fieles, y mientras que aparece como muy conservadora en asuntos tales como el aborto, las parejas homosexuales y los anticonceptivos, se ubica como “progresista” cuando lucha contra la pena de muerte, apoya a las organizaciones de trabajadores y se opone a la guerra en Irak. En esta instancia, la Iglesia Católica simplemente se colocó en la misma protesta que todas las demás comunidades religiosas, pero aportó la enorme capacidad de comunicación que tiene entre los inmigrantes latinoamericanos, filipinos, coreanos y africanos.
En la mitad de la cuaresma cristiana, el fin de semana pasado, la protesta hizo eclosión: medio millón de personas en las calles de Los Ángeles, y aproximadamente otro medio millón en manifestaciones en Chicago, Phoenix, Nueva York, Milwaukee. La radio Qué Buena 105.5 de Los Ángeles dio pautas detalladas para la organización de las protestas.
Eduardo Soto, quien bajo el mote de “Piolín” tiene un programa radial que se retrasmite en 20 ciudades, recomendó a los manifestantes llevar vestimentas blancas en símbolo de paz y banderas de Estados Unidos como muestra de su aprecio por el país en el cual viven. Soto, quien entró ilegalmente a Estados Unidos cuando era adolescente y obtuvo su residencia legal en 1996, también convenció a sus colegas de otras 11 radioemisoras angeleñas para que hablaran al aire sobre las manifestaciones.
Sorprendidas, la cnn, la ABC, CBS, NBC y FOX –las cadenas que supuestamente están en lo que pasa e informan mejor– se encontraron el sábado y el domingo con escenas de todo el país en las cuales las multitudes de inmigrantes desfilaban cantando, agitando banderas de medio mundo. El lunes, cuando los grandes diarios recién publicaban las primeras noticias de la agitación de los inmigrantes, las demostraciones tuvieron un rostro nuevo: miles de estudiantes de las escuelas secundarias y universidades de todo el país abandonaron las aulas y salieron en marchas pacíficas.
El lunes, en la explanada frente al Congreso y cuando el Comité Judicial del Senado iniciaba la discusión de su propia versión de la reforma inmigratoria, cientos de inmigrantes de América Latina, Asia y África se reunieron en torno a un estrado en el que había más de un centenar de religiosos –sacerdotes, obispos, rabinos, imanes, pastores– y, con la letanía de “somos todos hijos de Dios”, escucharon encendidas denuncias contra la ley Sensenbrenner.
“Este país sufre una crisis de identidad”, dijo el obispo Stumme Dieras, de la Iglesia Luterana. “Y nos rehusamos a que se nos defina por el miedo. No tenemos miedo de nuestros hermanos forasteros. No tenemos miedo de desafiar una ley injusta.”
Los religiosos se pusieron esposas como símbolo de su determinación de ir presos si a ello los lleva su deber moral, y marcharon hacia adentro del Congreso.
CIMBRONAZO. Muy rápido, de hecho mientras los religiosos seguían colocándose las esposas, el Comité Judicial del Senado aprobó el lunes enmiendas que eximen a las organizaciones religiosas y humanitarias de las penalidades por ayuda que brinden a los inmigrantes indocumentados.
Esto no satisface del todo puesto que se mantiene la idea de que los inmigrantes son criminales. Pero la sorpresa que causó en el Congreso y en la Casa Blanca la irrupción de este movimiento de derechos civiles, multitudinario, de alcance nacional, y muy ducho en el uso de los medios de comunicación, ha producido todo tipo de variantes en las que ahora manotea el Senado en pleno.
Una posibilidad, favorecida por Bush, es que se declare que serán criminales todos los inmigrantes que ingresen ilegalmente al país después de la fecha de promulgación de la ley final, que será una combinación de la versión que aprobó la Cámara de Representantes y la que todavía no ha definido el Senado. Es decir, se quitaría la retroactividad a la criminalización.
Pero esta posibilidad enfurece a los adversarios más acérrimos de la inmigración masiva: tal cláusula es una amnistía de hecho que permitirá que 11 millones de personas que violaron la ley obtengan una senda hacia la residencia legal, y eventualmente la ciudadanía estadounidense.
El senador republicano Tom McCain, de Arizona –un senador con aspiraciones presidenciales en un estado donde los hispanos son el 42 por ciento de la población–, se ha unido al demócrata Ted Kennedy, de Massachussets, en un proyecto de ley que abriría la senda a la legalización y la ciudadanía para los indocumentados que ya están en el país, al tiempo que fortalecería la vigilancia de las fronteras para impedir que continúe el aluvión de extranjeros.
Es posible que esta pulseada en torno a la reforma de inmigración conduzca a una ley ambigua, o conduzca a nada práctico: en abril los políticos ya enfocan su atención hacia las elecciones que en noviembre renovarán la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. La experiencia muestra que en años electorales el Congreso poco hace en asuntos que requieran audacia, determinación o decisiones radicales.
Los políticos que creen que una posición dura contra los inmigrantes les ganará votos en sus distritos harán mucho ruido, dirán discursos encendidos y se envolverán en la bandera tricolor como defensores de la patria amenazada por los bárbaros. Y los políticos que acepten que la mano de obra inmigrante es un componente importante de la economía de Estados Unidos harán lo posible por impedir que las iniciativas radicales se concreten en legislación.
Los inmigrantes, ahora que se han visto a sí mismos cubriendo avenidas, preparan otra gran manifestación el 10 de abril en torno a la Casa Blanca. Y unos organizadores de Los Ángeles han puesto a circular la idea “un día sin inmigrantes”. Un día en el cual los inmigrantes no salgan a hacer compras, no vayan a los cines ni a los centros comerciales y, si no les causa gran perjuicio económico, que no vayan a trabajar. Una jornada en la cual se muestre al Estados Unidos mayoritario que los inmigrantes son parte de la trama social. Día propuesto: el 1 de mayo.
“Han despertado a un gigante dormido, y ahora está en marcha”, proclamó frente al Congreso el obispo José Rodríguez Marín, de la Iglesia Hispana de Dios en Nashville (Tennessee). “Estamos aquí para decirle a Estados Unidos que no nos vamos, y si nos van, nos volvemos.”
Por: Jorge Bañales desde Washington
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