Tegucigalpa, 5 de julio. Mientras sus partidarios lo ovacionaban en tierra, el presidente José Manuel Zelaya concedía una entrevista a la cadena multiestatal Telesur, para exigir una definición al presidente Barack Obama: “A partir de mañana la responsabilidad de esto también recae sobre las potencias, especialmente sobre Estados Unidos, que teniendo una fuerza tan grande (…) debe tomar acciones”.
Enterado de la represión contra sus simpatizantes, Zelaya apremió al presidente Obama: “Si Estados Unidos va a convivir con golpistas se termina la democracia. Si los presidentes de América van a permitir esto porque reciban orden de un militar, por una farsa o una infracción, entonces la democracia se convierte en gran farsa y fachada. En este sentido pido a las potencias con influencias económicas y comerciales que tomen medidas cuando existen atropellos de los poderes legítimos de la sociedad apoyados en la barbarie y el terror, como en Honduras”.
En la misma cadena, pero desde Caracas, el presidente venezolano, Hugo Chávez, se sumó al reclamo: “Qué bueno sería oír al presidente de Estados Unidos pronunciarse al respecto, porque es un tira y encoge. Estamos seguros que esa junta militar y ese gobierno ilegítimo de gorilas es apoyado por el imperio yanqui”, dijo Chávez.
Nada proclive, como siempre, a las tersuras diplomáticas, Chávez dijo que los golpistas hondureños están “actuando como están actuando porque tienen el apoyo yanqui. No digo que tienen el apoyo de Obama, porque creo que Obama es prisionero del imperio”.
Inmediatamente después del golpe, el presidente estadunidense declaró que la asonada no era legal y afirmó que, para él, el único presidente de Honduras seguía siendo Zelaya.
Las declaraciones de ambos presidentes fueron el corolario de una intensa jornada continental que comenzó de madrugada, cuando la Organización de Estados Americanos suspendió a Honduras, y siguió con la división de los países americanos respecto de la conveniencia de que el presidente Zelaya regresara a este país.
Los gobiernos de Canadá y Costa Rica, por ejemplo, sugirieron a Zelaya no volver, pues no existían garantías para su seguridad. Más tarde se supo que la presidenta de Argentina, Cristina Kirchner, y el mandatario de Ecuador, Rafael Correa, no acompañarían a Zelaya en su regreso a Tegucigalpa. La presidenta de Argentina dijo que finalmente no viajarían a Tegucigalpa para “evitar que nuestra presencia sea manipulada”.
Alrededor de la una y media de la tarde, mientras miles de manifestantes esperaban a Zelaya con una tonadita publicitaria y también con la pieza Jefe de jefes, de Los Tigres del Norte, el gobierno de facto ofrecía a la OEA un “diálogo de buena fe”.
En rueda de prensa encabezada por el presidente de facto Roberto Micheletti se informó de una carta enviada por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Jorge Rivera, al representante de la OEA aquí, en la que propone encuentros entre representantes de “los poderes del Estado de Honduras y una delegación de representantes de estados miembros de la OEA junto con funcionarios de menor rango de la secretaría general” de ese organismo.
“Una vez que las conversaciones alcancen el nivel apropiado, la secretaría general elevaría el rango de su representación”, sugirieron los golpistas, quienes también plantearon que mientras se desarrolla ese diálogo “no han de producirse actos o situaciones que puedan poner en peligro la paz social de la República y comprometer el esfuerzo en las conversaciones”.
A pesar de la “buena fe”, los golpistas dejaron claro que hay un punto que no se tocará bajo ninguna circunstancia: “Las conversaciones no incluyen de ninguna manera el regreso al poder de Manuel Zelaya. Eso es innegociable”, advirtió el canciller interino, Enrique Ortez.
En la misma rueda de prensa, y en cadena nacional de medios, Micheletti aseguró que su gobierno ha detectado movimiento de tropas de Nicaragua hacia su frontera. “Yo quiero respetuosamente pedirle al gobierno de Nicaragua, a los hermanos nicaragüenses, que no se atrevan a cruzar nuestra frontera, porque estamos dispuestos a defenderla.”
Sin embargo, cuando los periodistas le pidieron precisar a qué movimientos se refería, Micheletti dijo que se trata de “pequeños grupos de tropas” que quizá se están moviendo sin conocimiento del presidente Daniel Ortega ni de los principales jefes del Ejército del país vecino.
En la misma respuesta, Micheletti dijo que lo que existe es “una invasión sicológica” y su vicecanciller, Martha Lorena Casco, calificó los supuestos movimientos militares de “intimidaciones mediáticas”.
El gobierno de Nicaragua, por supuesto, rechazó la especie. “Hermanos soldados hondureños, oficiales hondureños, les quiero asegurar, les puedo jurar ante Dios y la patria que Nicaragua no está despachando tropas hacia territorio hondureño y que no estamos preparando ningún ataque contra guarniciones hondureñas en la frontera”, dijo el presidente Daniel Ortega, quien este día recibió a Manuel Zelaya en un escala tras su frustrado aterrizaje en Tegucigalpa.
Luego, Zelaya se traslada a San Salvador, donde esperaba reunirse con los presidentes de Argentina y Ecuador y, según aseguran él mismo y sus seguidores aquí, comenzar a planear un nuevo intento para volver a su país.
Por Arturo Cano
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Dispersa el ejército marcha de apoyo al presidente Zelaya; dos muertos
Tegucigalpa, 5 de julio. El anciano tiene las manos tintas de sangre, rabia en los ojos y cuatro dientes. Hace cinco minutos un muchachito cayó a su lado, herido de muerte. “Yo lo levanté, yo lo levanté y está muerto”, repite a todos Juan Angel Antúnez Antúnez, cuya ropa toda es una mancha de sangre. Y lo dice ahí, detrás de la malla ciclónica de la base de la fuerza aérea Hondureña, con los soldados que acaban de disparar a unos pasos: “¡Tengo 73 años, pero los güevos bien puestos!”
Quince minutos antes de las cuatro de la tarde, hora anunciada para el arribo del presidente José Manuel Zelaya Rosales, varias decenas de miles de sus partidarios lo esperan, repartidos en todo el perímetro del aeropuerto internacional de Toncontín, concentrados sobre todo en las entradas.
Cae un jovencito
La policía nacional les ha permitido llegar hasta ahí. Una parte de los manifestantes se pega a la malla ciclónica y comienza a zarandearla. De pronto, un tiro. Y comienzan a volar latas de gas lacrimógeno que los zelayistas devuelven, acompañadas de piedras y botellas. Más tiros, primero espaciados y luego continuos, de fusiles M-16. La gente corre para alejarse de la valla, con excepción de jóvenes osados que se parapetan en la barda del mirador para seguir lanzando piedras a los soldados. Juan Ángel Antúnez está en un mirador donde, en días normales, los hondureños miran despegar y aterrizar las aeronaves. Ahí cae el jovencito a su lado, con un tiro en la cabeza. Varios testigos al lado del anciano dicen que francotiradores dispararon desde los edificios aledaños, especialmente de uno de oficinas de la fuerza aérea. “Por eso le dieron el tiro por atrás, porque él estaba de frente a los soldados”, dice un muchacho.
Apenas hace una hora, grupos de manifestantes refugiados en los restaurantes aledaños han visto al presidente de facto, Roberto Micheletti, decir en cadena nacional de radio y televisión que su gobierno ofrece al mundo un “diálogo de buena fe”, además de denunciar “movimientos de tropas” de Nicaragua hacia su país. “No quiero que se derrame una sola gota de sangre del pueblo hondureño… hay soldados en las calles para evitar esas confrontaciones.”
A los primeros tiros, en medio de la corretiza, algunos gritan: “¡Son salvas, son salvas, no corran!” La gente trata de ocultarse detrás de los autos estacionados frente a un restaurante de comida rápida. Ahí comienzan a llegar los heridos, las ambulancias, los gritos de desesperación. Con un joven desvanecido a sus pies, una mujer clama con la mirada al cielo: “Padre santísimo, ten misericordia de este pueblo que está en una lucha justa”.
Andrés Pavón, defensor de los derechos humanos, trata de reanimar a un jovencito desmayado, cuando llega hasta él un hombre bañado en lágrimas: “¡Le pegaron un tiro, un tiro en la cabeza a un cipotillo que yo traía!”
El hombre de las lágrimas y Pavón intercambian datos: el joven muerto era de Catacamas, en el departamento de Olancho, de donde es originario Zelaya, y tenía 17 años. “Terror, lo que quieren es crear terror”, dice Pavón.
Se habla de dos, tres muertos, aunque más tarde la Cruz Roja confirma un fallecido, el “cipotillo”, y una decena de heridos. Un oficial de la policía nacional, de apellido Mendoza, quien ha negociado con los manifestantes desde el sábado, confirma “dos muertos y dos heridos” y también que “la policía no ha disparado, han sido los militares”.
En el asfalto quedan la sangre y restos de masa encefálica, pero los jóvenes zelayistas no se van del lugar. Van de un lado a otro mostrando casquillos y mentando madres a los soldados que los miran a unos 20 metros de distancia.
José Antonio Reyes muestra el esqueleto calcinado de su motocicleta. Siete impactos de bala la hicieron arder. A su alrededor los jóvenes se reagrupan y comienzan un nuevo coro dirigido a los militares: “¡Asesinos, asesinos!”
En medio de la confusión, de los gritos y el olor a gas lacrimógeno, un contingente de la policía se acerca desde el fondo de la calle. La gente se abre y comienzan los gritos: “¡La policía está con nosotros!” “¡Vayan a poner orden!” Por difícil que sea de creer, los policías son héroes para los zelayistas. Hay una lluvia de aplausos. Y más gritos: “¡Tenemos muertos, tenemos muertos!” “¡La policía está con el pueblo!” Es de suponerse a qué escenas se refería el Wall Strert Journal cuando calificó de “extrañamente democrático” el golpe de Estado hondureño.
Hace menos de dos horas Roberto Micheletti había presumido: “No hemos reprimido absolutamente a nadie”. Y ha vuelto a congratularse de su gran logro con el toque de queda: “Nos ha alegrado mucho que la violencia ha disminuido en las calles”.
Después de la balacera, de los muertos y heridos, los medios del país son encadenados otra vez: sólo para repetir la rueda de prensa del presidente de facto y sus funcionarios, y también el mensaje del cardenal Andrés Rodríguez, quien pidió el sábado a su “amigo José Manuel Zelaya” no regresar a Honduras.
Repartidos en todo el perímetro del aeropuerto, muchos de los miles de manifestantes no se percatan del tiroteo. Se enteran por radio Bemba o Radio Globo, la única estación que transmite, cuando no la sacan del aire, la versión de los zelayistas.
Entonces, andar por la manifestación es escuchar por todos lados rezos y gritos de indignación, pero también de rabia: “¡Qué movimiento pacífico ni que mierda, así nos van a matar a todos!”, se desgañita un hombre montado en una motocicleta.
La señal de cable, donde los hondureños pueden ver los canales internacionales que difunden información e imágenes que los locales ocultan, desaparece intermitentemente mientras dura el episodio del aeropuerto.
Lo que resulta imposible de ocultar es el avión que sobrevuela durante largos minutos, en círculos, el cielo de Tegucigalpa. En la aeronave, de matrícula venezolana, viaja el presidente Zelaya. Al ver el avión, los miles de simpatizantes del presidente que permanecen en las inmediaciones del aeropuerto estallan en júbilo. “¡Viene Mel, viva Mel!”, gritan.
Para entonces, sin embargo, la pista de aterrizaje ha sido ocupada por camiones militares.
No volverá, “pase lo que pase”
“He ordenado que no se le permita regresar, pase lo que pase. No podemos permitir esta temeridad, que muera un presidente de la república, que resulte herido un presidente de la república, que muera cualquier persona”, había dicho, desde temprana hora, el canciller del gobierno de facto, Enrique Ortez.
Desde el aire y antes de llegar al espacio aéreo hondureño, José Manuel Zelaya habla con la cadena Telesur: “Están impidiendo al aterrizaje, están amenazando con enviar aviones de la fuerza aérea”.
El avión, donde también viaja el presidente de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, Miguel D’Escoto, se va rumbo a Managua. “Si tuviera un paracaídas…”, dice Zelaya antes de despedirse en la entrevista desde el aire.
Acto seguido, el gobierno de Micheletti encadena nuevamente radio y televisión, primero con imágenes bucólicas de Honduras, acompañadas de música garífuna. Luego, con la bandera de fondo, una voz grave informa que el gobierno ha decidido adelantar el toque de queda para las seis y media de la tarde. La cadena ocurre al filo de las seis, lo cual deja escasa media hora a los manifestantes para abandonar las inmediaciones del aeropuerto y encerrase en sus casas.
“No nos vamos, el hombre tiene que regresar en las próximas 48 horas”, dice uno de los dirigentes de la resistencia quien define a los zelayistas, como “expertos” en la toma de carreteras y afirma que no les dejan otra salida que intensificar sus acciones.
Las televisoras y las radios encadenadas repiten la rueda de prensa del gobierno de facto, y también la ofrecida ayer por los obispos hondureños, en apoyo a los golpistas.
Terminada la repetición, en el 8 de televisión, gubernamental, se da paso a un programa de una organización venezolana llamada Fuerza Solidaria, que no sólo destroza a Hugo Chávez, sino también a su oposición, a la que acusa de hacerle el juego “electorero” al presidente venezolano: “No ha habido ni habrá salida electoral mientras Chávez siga en el poder… ¡El comunismo jamás triunfará en Venezuela!”
Hacia las ocho de la noche, cuando la ciudad se vacía y la cadena CNN informa en vivo desde esta ciudad, su señal se esfuma nuevamente. Se da paso a una nueva cadena, esta vez a cargo de Héctor Iván Mejía, vocero de la policía nacional: dice que las manifestaciones de apoyo a Zelaya “se volvieron agresivas” y derivaron en un “enfrentamiento con resultados no constatados”. También hace un “enérgico llamado, a nacionales y extranjeros, de abstenerse de promover el desorden”. Finaliza el comisionado de policía: “Dios bendiga a Honduras”.
Arturo Cano
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“Todas las noches nos traen heridos de bala”
En medio del mutismo decretado por el nuevo Gobierno de Honduras, hay voces que denuncian la violencia que sacude al país centroamericano tras el golpe de Estado que terminó con la presidencia del populista Manuel Zelaya el pasado 28 de junio.
En el hospital Escuela, en Tegucigalpa, no paran de entrar cada noche heridos de bala, en su mayoría jóvenes. Los lleva al centro hospitalario la propia policía que dispara contra ellos en las protestas a favor del regreso al poder de Zelaya, según denuncian fuentes hospitalarias.
Isis Oved Murillo, de 19 años, es el último caso. Como otros cientos de jóvenes, este domingo participó en las marchas a favor del regreso de Zelaya en las inmediaciones del aeropuerto, donde un cordón policial les hizo imposible cumplir con el deseo de su líder, que desde Washington y antes de partir hacia Tegucigalpa, los animó a marchar hacia el aeropuerto para esperar su llegada.
Una bala lo alcanzó en la cabeza y fue evacuado de urgencia al hospital. Allí murió al poco de ingresar. Otras cuatro personas también fueron atendidas por los médicos con heridas de bala, pero esta vez sin riesgo para sus vidas. “Como todas las noches”, se lamenta una trabajadora del hospital.
Por, PABLO ORDAZ | Tegucigalpa 06/07/2009. El País, España
La lección hondureña
El devenir de los acontecimientos en Honduras tendrá un efecto indudable en las democracias latinoamericanas. El golpe de Estado ocurre en tiempos en que la región vive una etapa política caracterizada por la instalación de gobiernos de nuevo signo respecto a la década del ‘90. En muchos países existe una fuerte tensión a la que le cuesta resolverse. Por dar un ejemplo, la pulseada entre Oriente y Occidente en Bolivia. La Media Luna secesionista eligió vías poco democráticas al llevar adelante referéndum autonómicos sin el aval del gobierno central. Sin embargo, el presidente Evo Morales recibió sendos espaldarazos en las urnas.
El golpe en Honduras puede leerse como un aviso para otra empobrecida nación, El Salvador, en donde recientemente ganó el candidato Mauricio Funes, del izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. El mensaje para los gobiernos que adscriben a ideas y programas políticos que buscan recomponer algunos de los más agudos efectos del neoliberalismo sería el siguiente: “hay cosas que no se tocan”. El presidente Manuel Zelaya quiso tocar una constitución refractaria al cambio y eso desató el vendaval. A los ojos de la oligarquía hondureña, Zelaya se tornó un líder peligroso. Esperaban de él que acentuara las relaciones amistosas que tan bien había fomentado su predecesor (Ricardo Maduro) con Estados Unidos, pero se incorporó al ALBA y acentuó sus vínculos con Venezuela.
El caso de Hugo Chávez fue paradigmático. Luego del efímero golpe que lo apartó del poder en abril de 2002, el presidente bolivariano salió fortalecido y logró darles impulso a las reformas de las instituciones políticas. Esa fue la ola a la que se subieron Bolivia y Ecuador para poner en marcha sus propias reformas constitucionales.
Sigue sonando muy llamativo que estos gobiernos, a los que se cuestiona por las aspiraciones “reeleccionistas” de sus líderes, tengan enfrente gente dispuesta a llevar adelante golpes de estado, censurar a los medios, imponer el estado de sitio y reprimir. Que Chávez no le haya prorrogado la licencia al canal RCTV resulta un hecho nimio frente al accionar de los opositores. En Honduras, los principales medios, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, la Corte Suprema y el Congreso continúan, más que nunca, empecinados en tirar la institucionalidad por la borda.
El desenlace del capítulo hondureño sentará un precedente para los gobiernos que aspiran a profundizar sus proyectos políticos.
Por Mercedes López San Miguel, Página12 Argentina
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