El jueves a la mañana, mientras el Congreso norteamericano debatía la suerte de 700 mil millones de dólares, apareció una de las primeras pintadas políticas en Brooklyn desde hace más de una década: “No bailout it screws u!”, decía sobre la columna de una autopista. Literalmente, “¡No al salvataje financiero, te caga!”. Es zona de puentes y autopistas, y el graffiti posiblemente haya salido de las Red Hook Houses, un enorme complejo de viviendas públicas que convive con el ruido de la autopista, y que aún sobrevive en medio de un barrio que ha cambiado a toda velocidad.
Apenas subiendo al puente sobre la pintada, al igual que en las terrazas de otras casas de la zona, Red Hook ofrece las mejores vistas de Wall Street. Cada mañana durante quince años, del otro lado del East River se ponía en marcha una política de crédito y consumo que transformó la economía norteamericana. Acá nomás, de este lado de la ribera, podían verse todos los días las ambivalencias de ese cambio.
Acá conviven lo nuevo y lo viejo, y lo más viejo aún. El restaurante siciliano Ferdinando, de Union Street, está en el mismo lugar desde 1903. Monteros Bar sigue anclado en Atlantic Avenue desde los ’30, cuando los amarraderos de Brooklyn depositaban su clientela de marineros. El almacén Melissa sobre la calle Columbia aún funciona mejor como centro de reunión de los latinos de la zona que como hazaña comercial. A dos cuadras está Naidres, el café puesto en la panadería donde se filmó Hechizo de Luna, y que atrae a los vecinos llegados desde 1995, ahí donde entrar sin computadora, sin anteojos retro, con bebé en brazos –o las tres cosas juntas– recibe la mirada condescendiente que entre la clase media blanca es la forma ligera de la condena social. Y un poco más allá, casi en la esquina de Atlantic con la calle Hicks, está el “toque moderno para un distrito histórico”, como se describe al nuevo complejo donde un departamento de dos ambientes se cotiza apenas debajo del millón de dólares.
Sobre el río y frente a Wall Street, la calle Columbia entre Kane y Degraw revela en una cuadra la topografía social de un cambio en donde la desigualdad es tanto más evidente que el progreso. Por años, José caminaba la cuadra de punta a punta todas las mañanas, con tanta autoridad que todos lo llamaban “el alcalde”. Llegaba al almacén Melissa y junto a otros amigos se sentaba en la vereda de enfrente, bajo una bandera puertorriqueña y otra norteamericana, a darles de comer a las palomas. Maiky iba y venía de ahí a su departamento, en un edificio de tres pisos que ocupaba toda su familia y donde desde el mediodía en adelante reinaba el olor a pernil (pronúnciese peLnil). El veterano de Vietnam Joe, o tal su nom de guerre, pasaba los inviernos en los aguantaderos de la ciudad y los veranos en la cuadra, con su plato de pollo frito y sus viajes constantes en bicicleta desde el edificio número 129 hasta Yeung Sun, en la otra punta, el negocio de pollos y patos vivos que todas las mañanas todavía reparte centenares de animales al resto de la ciudad.
No hay acá ninguna melancolía de la pobreza. Los viejos que mataban su tiempo con las palomas oscilaban entre el alcoholismo, la recuperación de la heroína o el más inocuo dolce far niente de la pensión de retiro. Las veredas nevadas de pan y caca de paloma convirtieron la zona en el paraíso de las ratas. El pollo frito y el pernil en abuso están en la base de una de las dietas más insalubres que uno pueda imaginar, la de los sectores populares de Nueva York. Las idas y vueltas de Maiky o Joe también mantenían viva la economía informal de la cuadra, concentrada en el juego ilegal y el tráfico de drogas, en un distrito donde la tasa de crimen era alta aun para Nueva York. Y el aroma que puede esparcir la matanza matinal de patos y pollos va más allá de lo permitido e imaginable para un barrio residencial
Algo de eso empezó a cambiar en la zona a fines de los ’90, cuando los precios de la vivienda se dispararon en Manhattan, los ingresos de profesionales y estudiantes parecían estables, y los créditos para estudiar y para la vivienda empezaron a hacerse más accesible luego de las primeras desregulaciones del gobierno de Clinton. El primer edificio nuevo de la cuadra, en el número 171, recién se construyó en 2003: tres pisos y un penthouse con una ventana circular de más de dos metros de diámetro por donde entra toda Nueva York. Le siguieron unos dúplex, en la otra punta, y el primer departamento de la cuadra del que colgó la bandera multicolor del movimiento gay. En 2004, un arquitecto argentino tomó uno de los edificios típicos de la cuadra (tres pisos por escalera, columnas de hormigón, paredes de cartón prensado, terminaciones y puertas de pino y sin pintar, tubos de calefacción del lado de afuera de la pared) y lo transformó en la atracción de la cuadra: ascensor en la parte de atrás, calefacción por losa radiante, terminaciones en materiales nobles, y un penthouse a puro vidrio y balcón interno. Su cliente pagó más de medio millón de dólares por las reformas, hoy vive en el penthouse y alquila los departamentos a 2500 dólares por mes, el doble de lo que sale el de al lado, sin renovar.
Al almacén Melissa le apareció compañía. A su izquierda abrió Winkworth, un negocio de ropa para mujer donde una bombacha que parece de colección puede llegar a los 50 dólares. A su derecha emergió Freebird, una librería de usados atendida por sus dueños. Y al lado el restaurante Pit Stop, y más allá Sugar Lounge, el bar desde el que un francés de origen argelino mantiene viva la noche de la zona.
En apenas cinco años, la cuadra cambió por completo. José sigue caminando por la cuadra, pero nadie lo llama el alcalde, y su puesto para alimentar a las palomas fue cerrado después de una denuncia anónima al gobierno de la ciudad y antes de que por allí pasara la flamante senda de bicicletas. Yeung Sun tiene fecha para mudarse, Maiky es el único de la familia que sobrevive en el edificio. El arribo de nuevas viviendas y negocios fue acompañado por la irrupción de nuevos vecinos. Son estudiantes con alguna ayuda económica externa, o miembros jóvenes y emergentes de los ingenieros, financistas, brokers, profesores, funcionarios, diseñadores, periodistas, así como representantes de las dos profesiones más sobrevaluadas en esta ciudad: abogados y arquitectos.
Durante una década, los créditos que colapsaron en estas semanas facilitaron un fenomenal desplazamiento poblacional. A veces posibilitaron negocios inmobiliarios muy lucrativos, otras les permitieron a jóvenes y no tanto acceder a la vivienda propia con apenas un 10 por ciento del capital, o disimularon el impacto de los alquileres siderales en el bolsillo, estirando con la tarjeta la capacidad de compra mensual.
No casualmente, la expansión inmobiliaria de esta nueva clase media ocurrió al mismo tiempo que Nueva York comenzaba un fenomenal desmantelamiento de su política de vivienda. Entre 1990 y 2005, la ciudad perdió 121 mil viviendas subsidiadas por el Estado, un cuarto del total, algunas de ellas en esta misma cuadra. El entramado de políticas públicas que entre los ’60 y los ’80 preservó alguna cohesión social comenzó a desaparecer al tintineo del fin del Estado benefactor. La venta en los últimos años de los dos complejos de vivienda pública más grandes de la ciudad anticipó lo que puede ser verdad en una década más: la total desregulación del mercado inmobiliario.
Las sucesivas expansiones del crédito (a fines del ’90 y en el 2004) tuvieron tanto impacto en la cultura de este país como las primeras ideas de Alexander Hamilton sobre el crédito fiscal o la expansión poblacional y geográfica de la posguerra. Desatado del corset de la productividad de la economía y la capacidad de compra del ingreso, el consumo cambió como nunca. Sólo ese contexto permitió que las parejas jóvenes del barrio inundaran en estos años los bares con las computadoras y los carritos de bebés, en un formato que se repetía al infinito, con la certeza de una movilidad social recuperada.
Con todo este arsenal, la nueva clase media alimentó la mejora de barrios como Red Hook, en general a costa de empeorar la situación de los viejos habitantes. Algunos sobreviven en los remanentes de los viejos subsidios, otros en los intersticios de la economía informal. Algunos son propietarios del local y se acomodan mejor a los nuevos tiempos. Pero la inmensa mayoría se fue, más o menos en silencio. A zonas más alejadas de Brooklyn, afuera de la ciudad, a sus países de origen.
Hasta ahora, había habido poco tiempo para pensar en eso. Pero desde hace un tiempo, el achicamiento de la capacidad de compra y el aumento del endeudamiento puso a los recién venidos en la incómoda posición de Napoleón en el medio de la estepa rusa, sin comida para seguir adelante ni espacio para la retaguardia. Si la economía de la ciudad entra en recesión –una posibilidad cierta– estarán entre los primeros en pasar por la quilla. Y encima, el barrio vuelve a cambiar. La tranquilidad y el humor dominguero por el que pagaron doble precio hoy se ven amenazados por todos los frentes: Ikea desde el sur, el Centro de Detención de Brooklyn robusto en Atlantic Avenue y la flamante Halfway House para ex adictos en recuperación en la cuadra de la calle Columbia.
Ikea es Ikea, como Felipe: muebles razonablemente malos, de diseño bastante bueno, a precios accesibles. Desde hace tres meses, familias dominicanas bajan de la autopista todos los días y atraviesan el barrio en el que alguna vez vivieron en sus camionetas de 17 ruedas con el volumen de la música que te derrite los dientes. El centro de detención de Brooklyn, que Bloomberg cerró en el 2003, se reabre para albergar a la creciente población carcelaria (2,4 millones en todo Estados Unidos, con el tono de clase y racista de que uno de cada 15 negros y uno de cada 36 latinos estén presos en este momento, frente a uno de cada 106 blancos). Y los albañiles terminan en estos días los retoques del Halfway Center con capacidad para cien personas, desde donde los ex adictos inician su reinserción. Los viejos vecinos, a su modo, vuelven al barrio.
Los nuevos vecinos protestan. Contra Ikea, contra el centro de detención, contra el Halfway House, contra todo lo que ninguno de ellos preveía cuando empezó a endeudarse, convencidos de que la ley amparaba lo que ellos evitaron en el mercado. Nadie llegó a la inmobiliaria preguntando por los desplazados, nadie entró en el banco diciendo “¡ah, no! Yo no acepto el crédito a tasas ínfimas si no me dicen a dónde fueron a ir a parar los que vivían ahí antes de que yo llegara”. Hoy nadie les pregunta a ellos qué les parece que sus propiedades pierdan valor, y eso ocurre justo mientras su crédito se reduce y su capacidad de compra mengua. Muchos son profesionales vinculados, con influencias y conexiones y capacidad de presión pública, todo eso que entre los sectores populares se llama “clientelismo prebendario” y que en el diccionario de la clase media se traduce como (por favor, ahora todos de pie) “capital social”. La fuerza expansiva del mercado inmobiliario mostró los límites de esa capacidad de presión, y entonces reclaman el respeto por viejas zonificaciones y exigen más firmes… regulaciones.
Rrrreegggual… La inmensa mayoría de los que reclaman apenas si pueden pronunciar la palabra, convertida desde mediados de los ’90 y hasta esta campaña electoral, en símbolo de la decadencia económica y la sobreexpansión del Estado. Mientras la desregulación ampliaba el consumo y la oferta inmobiliaria, el anatema sólo creció y creció, y la fuerte intervención del Estado para evitar que la acción de unos dañe la vida de terceros no paró de perder prestigio. El reclamo actual para evitar los nuevos emprendimientos en Brooklyn simplemente recordó que lo que en la esfera económica se mal llama “regulación”, en el resto de la vida social se conoce como “ley”.
Por Ernesto Seman
Desde Nueva York
Leave a Reply