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La nueva gobernabilidad. América Latina:

Un reciente informe del Instituto de Estudios y Formación de la
CTA (central de trabajadores) para Argentina, establece que entre
2001 y 2005 los asalariados, informales y desocupados que
reciben subsidios pasaron de percibir el 25,4% del PBI a sólo el
22,3%.  Incluyendo a los jubilados, la tendencia se profundiza: el
conjunto de los sectores populares percibía, en 2001, el 32,5% del
PBI, descendiendo en 2005 a 26,7%.  Esas diferencias son
mayores aún si se analiza la evolución del consumo, ya que el
consumo de los sectores más acomodados (que representan sólo
el 3,8% de la población económicamente activa) pasó de
representar el 54,2% al 56,2% en ese período.

El citado informe concluye que luego del “brutal ajuste de ingresos
producido en el 2002”, la recuperación de los años siguientes (los
del gobierno de Kirchner), no permite “volver a la situación
existente en el año 20001”, pero tampoco supone “alteración en la
composición estructural del consumo”.  En la medida que no se
han registrado cambios en los patrones de distribución ni de
consumo, concluye que “el patrón de desigualdad que construyera
la experiencia neoliberal no se ha alterado”.

En Brasil el panorama es similar.  El último Informe sobre la
Riqueza en el Mundo, elaborado por Merril Lynch y Capgemini,
sostiene que el número de ricos en el mundo creció, en 2005, un
6,5% (Estado de Sao Paulo, 21 de junio de 2006).  En América
Latina el porcentaje es superior, alcanzando un 9,7%.  Pero Brasil
fue uno de los mejores países del mundo para los ricos: crecieron
un 11,3%.  En el mismo año los bancos brasileños obtuvieron las
mayores ganancias en su historia, alcanzando hasta el 60%
respecto a 2004.  En suma, la concentración de la riqueza es uno
de los signos de la “nueva gobernabilidad” sobre la que se asientan
los gobiernos progresistas.

En sintonía con las estrategias del Banco Mundial, se abandonó la
política de redistribución de la riqueza y en su lugar se profundizan
las destinadas a “combatir“ la pobreza.  En Argentina siguen
siendo dos millones de personas las que reciben diversos “planes”
(subsidios) a razón de 50 dólares por beneficiario.  Los datos son
alucinantes: a comienzos de 2005 había 75.000 personas que
recibían seguro de desempleo (activos que perdieron su trabajo),
pero en esa misma fecha eran 2.010.000 los que percibían los
planes Jefes y Jefas de Hogar y Manos a la Obra.  En suma, más
del 95% de los desocupados son personas que no tienen la menor
relación con el mercado formal de trabajo y ya no entran siquiera
en la categoría tradicional de desocupados.

En Brasil el plan Bolsa Familia atiende a casi 9 millones de
familias pobres, o sea algo más de 30 millones de personas en un
país de unos 180 millones de habitantes.  Se estima que el
programa llega al 77% de las familias pobres con ingresos
inferiores a 100 reales (unos 45 dólares), que son en total 11
millones, y que el 49% de los beneficiados viven en el Nordeste.
En Argentina, los beneficiaron de los subsidios estatales viven en
su inmensa mayoría en el cordón de Buenos Aires, salpicado por
los esqueletos de cientos de fábricas cerradas.

Ya se trate del Nordeste o del cinturón de Buenos Aires, la
relación que establece el Estado con los más pobres de la
sociedad es la misma: se asegura una clientela estable, no
organizada ni conflictiva sino pasiva y agradecida, a la vez que
alimenta una camada de gestores -formales o informales, tanto da-
que actúan como intermediarios entre los pobres atomizados y el
Estado.

No por casualidad el cinturón de Buenos Aires ha sido el que le ha
asegurado la gobernabilidad a la década neoliberal de Carlos
Menem.  Cuando la desindustrialización vació los sindicatos y los
neutralizó como mecanismos de control social, los poderosos
implementaron los subsidios manejados por alcaldes y
gobernadores y una amplia red de caudillos (“punteros”) locales,
que actúan de forma vertical y apelando a la violencia, que son una
de las claves de la cooptación y división del movimiento social.
Menem, y ahora Kirchner, son electoralmente imbatibles en la
periferia de la capital que concentra al 40% del electorado.  En
cuanto a Brasil, es en el Nordeste -que hasta ahora fue un enclave
de caudillos de la derecha- donde el gobierno Lula recibe su mayor
nivel de aprobación: 55% frente al 29% en el Sudeste, la región
donde nació el Partido de los Trabajadores y donde tuvo, hasta las
elecciones de 2002, su mayor arraigo.

Concentración de riqueza, arriba; control de los pobres no
organizados a través de subsidios, abajo.  Las llamadas clases
medias, o sea los obreros y los empleados, pagan en buena
medida los costos de los subsidios de los más pobres y también
el escandaloso aumento de la riqueza de los más ricos.  Este es
uno de los ejes centrales de la nueva gobernabilidad, pero no el
único.  El otro es la relegitimación de los estados gracias a la
apropiación de banderas históricas de las izquierdas y los
movimientos (derechos humanos, igualdad en abstracto, etc.) y
sobre todo un discurso -apenas un discurso- que no ataca los
problemas fundamentales pero que consigue dividir a los sectores
populares.  El Estado que está emergiendo de la gobernabilidad
progresista parece más estable, legitimado y potente que el de la
década neoliberal.  Pero puede, por eso, ser más temible para los
de abajo.


 


Por: Raúl Zibechi

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