por Elfriede Jelinek*
*Escritora.
Traducción del alemán: Brigitte Pätzold
Traducción del francés: Carlos Alberto Zito
Frente a la necesidad de tanta gente de tener un Dios, ¿debemos enfurecernos o escapar ante el peligro? ¿Qué educación humana es capaz de evitar la sangre de los mártires? ¿Por qué esos “sacrificadores” consideran que su persona es lo más precioso que pueden ofrecer a su Dios? ¿En qué consisten esas “promesas de eterna recompensa” que los reconfortan? ¿De qué se protegen? ¿Por qué ese deseo de castigos y de recompensas, sino para entrar inmediatamente al paraíso, sin necesidad de haber aportado nada a las maravillas de ese paraíso, que se presenta como una mesa bien servida? En realidad lo que temen es volver a la Tierra. Por supuesto, les dijeron que sólo era posible a condición de olvidar que habían estado allí. ¿Entonces, para qué? Es preferible, pues, instalarse en el paraíso de las vírgenes, que tal vez no sean más que uvas blancas (1).
Yo no hago brotar sangre, solamente palabras. ¿Pero quién las necesita, por contemporáneas que se esfuercen por ser, quién las necesita? Las he pulido, he hecho todo lo posible por perfeccionarlas, para que tengan carta de ciudadanía. Y todo para que las olviden, incluida yo misma. No puedo proyectarme hacia la eternidad para convencerme de que todo lo que “debo olvidar” hoy no será “olvidado para siempre” como dice Lessing en el libro genealógico de los hombres (2) . ¿Para qué sirven esos ejércitos que vienen hacia mí, pero que corren en sentido contrario y me pasarían por encima sin siquiera avisarme? ¿En qué dirección debo susurrar mis palabras cuando otros sólo piden morir, impulsados por un instinto de verdad y no de vacío interior; impulsados en realidad por la falta de instinto o por una especie de exceso de honor o algo así, con el único objetivo de deshacerse de sus vidas?
Yo, por ejemplo, no tengo siquiera un objetivo. Digamos que me sucedió creer que lo tenía a través de la escritura, no para dejar una huella o para educar al género humano; tuve suficiente educación en mi vida, y me ayudó tan poco que no quisiera estorbar con ella a los demás, como con un traje a medida que no le sienta al ser humano y que no lo eleva en nada, poco importa en qué está sumergido a diario el género humano, ni gracias a que métodos de persuasión. No, ni siquiera el riego intensivo sirve de nada. Yo hubiera debido tomar medidas antes, pero los seres humanos suelen ser tan terriblemente desmesurados.
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Es cierto que a menudo no están hechos a mi medida, que sin embargo no es desmesurada, pues entra perfectamente en la encuadernación de un libro. La gente quiere adaptarse a medidas cada vez más grandes, en las que luego se agitan nerviosamente –¿de qué les sirvió inflarse tanto?– sin alcanzar los límites, sin siquiera encontrarlos. También se olvidaron de medir bien a los seres humanos que matan o que quieren matar, lo que hubiera evitado matar a los que no correspondía debido a una medida equivocada y en cantidades desmesuradas. Les da igual. ¡Basta con que sean muchos! En nombre de su causa se ponen a despedazar la carne y los huesos de otras personas creyendo que es un honor pagar con la propia vida. La carne por la carne, la carne contra la carne. Contra eso, los anteojos. El libro. Dicen que fueron las últimas palabras de Heiner Müller.
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Durante mucho tiempo me preocupaba de lo que escribía, para quién y por qué. Ahora me da lo mismo. El hecho de escribir no tuvo consecuencias, como tampoco el pretendido compromiso, salvo quizá para mí misma. Actualmente no me importa nada, pues diga lo que diga no sirve de nada. Sigo diciendo cosas, pero ya entendí que quienes me escuchan me escucharán por casualidad. Y eso tampoco tiene importancia. Pues no se trata de saber para quién y por qué uno escribe. Al contrario. Lo que uno dice no debe tener consecuencias; es necesario renunciar voluntariamente –renunciar totalmente– a la eficacia, a todo poder de influencia. Nadie debe arrodillarse ante nadie, menos aun delante de mí. Yo tampoco me arrodillo ante nadie, como máximo estoy acostada tranquilamente en mi cama, a mi lado otros alumnos, buenos y menos buenos, que también leen y no hacen otra cosa, convirtiéndose así en eternos alumnos del curso elemental, condición que por otra parte deberían superar.
No, ahora no tenemos tiempo para la carne, a pesar de que ya estemos en la cama, lo que resulta práctico. Rechazamos por principio la carne humana, a pesar de que resulta interesante contemplarla. Allí hay alguien que fue colgado y que sangra, puede ser algo interesante, suponemos nosotros, yo y mis co-alumnos. Con eso incluso hicieron últimamente una película de suspenso (3). ¿Vemos ya esa carne que supera el Libro y que nos interesa en todas sus formas? ¿La carne de Dios, del mártir crucificado?
No nos arrodillamos ya tampoco delante de una doctrina. La palabra de Dios –poco importa qué Dios– ha llegado a ser tan conocida que la volvimos a olvidar. Esa palabra es de otra época, ya tuvo su oportunidad. Ahora se acabó. Y ni siquiera nos ha rozado. Se impusieron la carne o la imagen, la palabra no puede salir vencedora, sea cual sea la celebridad que haya alcanzado, una vez que se la vio o se la oyó por última vez.
Idem respecto de la palabra escrita en el Corán, que “a cada página hace vacilar el sentido común”, como polemiza Voltaire. La imaginación se calienta al rojo vivo en el horno carnal, hasta que creemos cualquier cosa y hacemos lo que era imposible hasta entonces. Luego de haberlo analizado bien, Lessing lo da vuelta para ver si su reverso es igualmente presentable. Y repentinamente el islam se convierte en la religión más razonable y el cristianismo en una doctrina que hace creer las cosas más descabelladas. Poco importa lo que uno cree para tener razón, yo pisoteo todo eso y lo dejo así, sin brindarle primeros auxilios. No tengo nada que hacer con eso. Una de esas religiones necesita de milagros para hacer creer en ella, y para que otros crean; la otra los omite, no necesita hacer creer en lo ininteligible a través de otros hechos ininteligibles. Difunde doctrinas contenidas en un libro, y eso le alcanza. Pero, lamentablemente, algunos no se conforman con anteojos, Libro, ni tampoco con “Luz”, a los que consideran insuficientes.
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El Viejo Testamento, el Nuevo Testamento, el Corán, ningún Libro. Mis pocos pobres libros, esos, felizmente, no representan ni el sedimento bajo las ondulaciones del estanque de mi jardín. Cuando se acerca la tormenta, no hay señales que la anuncien, simplemente ocurre, y no se puede hacer nada. ¿Dónde están los niños que ahora leen los libros elementales? ¿Dónde están los niños de la humanidad para leer los libros de la humanidad (¡afortunadamente, no son los míos!), que creen entenderlos, que creen necesitarlos? El Viejo Testamento es el libro de la infancia, el libro del curso elemental, el buen elemento para el niño pequeño, pero del cual debe tomar sus distancias, dice Lessing. ¿Quién puede saber cómo va a evolucionar? Si evoluciona, algún día llegará a su casa y verá que no tiene más nada que perder sino a sí mismo, y nada que se le pueda escapar como no sea la eternidad. Casi nadie puede pensar más lejos que un tiro de piedra, no más que un niño que crece hoy en cualquier lugar del mundo. Apenas crece, ya lanza la piedra. Otros, que rodean sus cinturas con explosivos, piensan más lejos; piensan más allá de lo que pueden volar sus propios trozos de carne y los de los demás; piensan en el Todo en su Totalidad. Están dispuestos en todo momento a entrar en este mundo para acceder a la eternidad.
Me encantan los juegos de palabras. Son irresistibles y, lo advierto enseguida, conmigo hay que pasar por ellos. Pues los juegos de palabras rápidamente le hacen perder a uno la eficacia, y en el fondo, es eso lo que quiero. De todas maneras, es mejor escribir que hacer. Nadie logrará hacerme renunciar a mis bromas estúpidas, a mi tono desengañado, ni siquiera por la fuerza; bueno, quizá por la fuerza. Cuando yo quiero decir algo, lo digo como quiero. Al menos quiero darme ese gusto, aunque no consiga nada más, aunque no logre ningún eco.
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Cada libro elemental se adapta a una edad determinada, dice Lessing. Así es que hay que poner en él más de lo que el niño puede absorber, lo máximo. Por otra parte, en otros tiempos se utilizaron prensas de imprenta que hoy en día sólo se usan para los libros particularmente bellos. Para que pueda alcanzar a Dios, el niño debe ser comprimido como un fardo de heno. Se lo atiborra de secretos cuya clave nadie conoce. ¿Cómo califica Lessing la inteligencia del niño? Mezquina, alambicada, puntillosa. ¡Bien dicho! Eso lo hace misterioso, supersticioso, lleno de desprecio por todo lo que es inteligible y fácil. El rabino educa a sus hijos por medio de la escritura, llena la cabeza de esos pequeños seres humanos con todo lo que pueden absorber. El carácter de la gente así educada se vuelve exactamente igual a lo que entra en la escritura, y también a lo que de ella sale, pero eso sigue siendo escritura. Sigue siendo esa escritura maravillosa, sin consecuencias, que es posible tener en cuenta o no. No tengan en cuenta la mía, manténganse a distancia. ¡No se me acerquen demasiado!
La escritura puede fustigar, agitar, hundir, pero no puede matar ni ser asesinada. Puede ser razonable, y sin embargo dar lugar a la peor locura, precisamente allí donde es más razonable. Todo es posible. La doctrina puede hacer inteligente a un niño, porque cree en los milagros, y de esa manera, en el fondo no puede pasarle nada. Lamentablemente, otra doctrina puede volver estúpido a otro niño, porque no cree en los milagros y por lo tanto le puede ocurrir cualquier cosa. Puede hacerle todo a todos. La patria puede matar, la ciencia puede matar, la guerra, evidentemente, también puede hacerlo desde hace mucho tiempo. Incluso Jesús fue asesinado, para que otros en su nombre puedan seguir matando.
Pero la escritura en tanto que escritura no mata a nadie. Inteligencia y verdad, sí, estoy convencida de que las palabras nos resultan necesarias, pues el que deja de hablar posiblemente asesine poco después. Por lo tanto, se necesita un mejor pedagogo para arrancar finalmente de las manos del niño “el libro elemental agotado”. Cristo vino y también él se puso a desgarrar. La cortina del templo se desgarró. Jesús desgarró también, literalmente, y comenzó una nueva era de inmortalidad, pero de una inmortalidad que requería morir primero. Imposible hacer lo contrario, eso no da como resultado ni un zapato, ni un trozo de pie despedazado que sale, mientras el zapato está tirado en el piso. Así que Cristo llegó, y si quieren que les diga, yo no hubiera querido estar en su lugar. ¡Vale mil veces más no tener eco ni auditorio que convertirse en Cristo! De niño reveló verdades, pero la infancia terminó, ahora Dios se abre a sí mismo, se le abre una costilla para ver qué contiene la carne humana: sangre. Y cuando está muerta, sangre y agua.
Cuando yo era pequeña, Dios me hablaba a menudo, y durante mucho tiempo temí incluso ser estigmatizada, a tal punto creía todo lo que escuchaba decir de Él. “¿Qué es lo que hace que todos los filósofos confundan sus convicciones con la verdad? ¿Su superioridad, su inteligencia práctica?”, pregunta Nietzsche. Yo no sé, pero tengo como una tenue idea sobre esa arrogancia que yo también tuve en otros tiempos, aunque nunca pude ser filósofa. De todas maneras, no es un buen lugar para una mujer, hay corrientes de aire, cuanto más piensa una mujer, menos atractiva se vuelve. Entonces, la mujer –que sólo es carne, y por lo tanto particularmente perecedera– comienza inmediatamente a pegar un poema en el álbum de poesías, para que haya menos corrientes de aire. Porque la mujer tiene un lado práctico. En el pasado renunció de buena gana a todo tipo de poder. Pero ahora la mujer también se hace volar en mil pedazos en nombre de su causa, para que haya el mayor número de muertos posible. Es horrible. Sólo puedo decirlo como lo siento. Me gusta mucho la palabra horror, sin embargo la prefiero en las historias que dan escalofríos, no en la realidad. Lamentablemente, la realidad no es una historia escalofriante, se convierte en Historia.
En cuanto a los escalofríos, los provocan otros, no los poetas, que escribieron lo mejor que podían, pero no les alcanzó. A mí me alcanza. Yo quería tomar algo por la verdad y decirlo a la mayor cantidad de gente posible. Las ganas de un poco más de justicia, creo que eso fue mi primer impulso, pero en Austria, donde vivo, lo que cuenta son las huellas que quedan sobre la nieve (y la nieve nueva las cubre, favoreciendo así el turismo y borrándolo todo). Aquí, esa “escritura” siempre contó más que todo lo que uno pudiera “expulsar” sobre el papel; es ridículo, se dice “expulsar” en alemán, pues lo que es presuntamente “expulsado” sobre el papel llevó a menudo al destierro en este país, así que es mejor no decir nada.
Me lo aconsejaron varias veces. Amablemente, por supuesto. Ahora ya no pretendo impresionar. No, me dedico a tejer y no causo ninguna impresión, no puedo hacer milagros. Si ese mártir en la cruz no lo logró poniendo todo su cuerpo, ¿cómo podría yo lograrlo con mis ridículas “expulsiones sobre el papel”? ¿O no será que yo hago pasar como una expulsión inevitable lo que en realidad no era más que amor por el papel? ¿No será simplemente que hice esto por que no sabía hacer ninguna otra cosa? ¿No sobredimensioné lo que hice para hacerlo pasar, jactanciosamente, por el deber de educar al género humano? ¿No lo agrandé hasta que no pudo mantenerse de pie solo, porque la fuerza de gravedad lo hace caer al suelo, aunque no se trate del terreno de las realidades, realidades que, lamentablemente, no conozco personalmente, porque no conozco nada, y muy pocas veces salgo para conocer a alguien? ¿Es una ventaja mentirse a uno mismo, convenciéndose de perseguir un gran objetivo con lo que uno hace? ¿Y en qué se diferencia el pathos de esas mentiras ante uno mismo del pathos de la convicción?, preguntaría Nietzsche.
Yo produzco yo misma. ¡Imagínense! No produzco a nadie más. Ni siquiera me produje a mí misma. No quiero producir nada que pueda ir más allá de mi persona. Sin embargo, mantengo una pequeña manufactura, ¡y no se imaginan hasta qué punto es minúscula! No lanza nada, no dispara, no hace saltar nada, quizás ofenda, pero camina, y eso es sano. Utilizo ideas para fabricarme mi propio Dios o cualquier otra cosa, por ejemplo la naturaleza; poco importan las ideas que me hago, en todo caso, soy yo quien las hace. Y si quieren saber sobre qué puedo hacerme una idea, no tienen más que leer, es todo. u
1 El término “hurí”, que en el Corán designa a las vírgenes que en el paraíso aguardan a los bienaventurados, es traducido por ciertos especialistas de la lengua de la época como “uvas blancas”.
2 Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), autor de Nathan el sabio, 1779.
3 La autora se refiere a la película de Mel Gibson, La Pasión de Cristo, marzo de 2004.
Recuadro
La escandalosa de Viena
por Brigitte Pätzold*
*Periodista.
Traducción: Carlos Alberto Zito
El 10 de diciembre, Elfriede Jelinek será la primera austríaca y la décima escritora en recibir el Premio Nobel de Literatura. Del linaje de polemistas como Karl Kraus o Thomas Bernhard, Jelinek pone el dedo en las llagas de su país –que niega su pasado, con la conciencia tranquila– a la vez que revela las relaciones de poder y de discriminación. Sistemáticamente puesta en la picota por los medios y por la derecha liberal-conservadora austríaca, en ocasiones se retiró en una “emigración interna”, llegando a prohibir en algunos momentos (como en 2000) que sus obras fueran representadas en su país natal.
Durante la campaña electoral de 1995, el partido populista de Jörg Haider agitó en su contra a la opinión pública, difundiendo afiches donde se leía: “¿A usted le gusta Jelinek, o el arte y la cultura?”. Víctima de una caza de brujas como la que padeció en Alemania Gunter Grass, también recompensado con el Premio Nobel (en 1999), la escritora desconfía de la exposición mediática. Poco amiga de los viajes y de las reuniones, no irá a Estocolmo para recibir el prestigioso Premio, que teme sea recuperado “en beneficio de Austria”.
La “pornógrafa roja”, autora de un “arte degenerado”, según sus detractores, llegó a la escritura a través de la rebelión. Rebelión contra sus padres –sobre todo contra su autoritaria madre–, que querían hacer de ella una virtuosa ejecutante de música. Rebelión también contra su país. La herencia es pesada.
Elfriede Jelinek nació en 1946 en la región de Estiria (Austria), de una madre católica burguesa y de un padre judío cercano a la “Viena roja”, que logró escapar del holocausto. A los cuatro años fue internada en una institución religiosa y a los siete ingresó al conservatorio de Viena, donde fue sometida a un aprendizaje musical excesivo: violín, órgano, piano, composición. Luego de obtener su título de bachiller sufrió una depresión nerviosa. Su padre murió loco en un hospital psiquiátrico, en 1968. Elfriede tenía 22 años.
Tal vez haya sido su padre el que le transmitió el gusto por las palabras. En todo caso, dos años después de su muerte ella escribe su primera novela estilo pop-art: Somos reclamos, Baby (1). También pudo ser a causa de la rebelión contra su madre paranoica, a la que sin embargo nunca abandonó y a la que cuidó hasta su muerte a los 97 años. En La Pianista (2) plasma las infernales relaciones entre madre e hija, que repercuten en las relaciones sadomasoquistas entre la hija y su amante. Esa novela hizo conocer a Jelinek fuera de las fronteras austríacas. Fue su primera novela traducida al francés, en 1988, gracias a la editora Jacqueline Chambond.
Por lo demás, sus textos tienen como único leitmotiv las relaciones de dominación sexual, económica o racial, que ella desmenuza con cáustica frialdad y con un lenguaje crudo, que rechaza todo recurso a la psicología. En Lust (placer), falsa novela pornográfica que se convirtió en un best-seller en Alemania, Jelinek inventa el lenguaje de la obscenidad femenina. Invirtiendo el lenguaje de los hombres y dirigiéndolo contra ellos, pone en evidencia los mecanismos de la dominación masculina. Sin caer nunca en los lugares comunes de la mujer víctima, pacífica y buena, ni del hombre verdugo, agresivo y malvado. Condicionadas por su educación en el seno de una sociedad autoritaria y patriarcal, las mujeres aparecen tan codiciosas y estúpidas como los hombres. En muchos casos, como en Avidez, falsa novela policial, las mujeres son víctimas que consienten, obnubiladas por la pasión amorosa.
Los hijos de los muertos, un ensayo de 1995, será su opus magnum: 660 páginas sobre el pasado reprimido de Austria. Notable. Los muertos retornan al mundo de los vivos en la pintoresca pensión Rosa de los Alpes para reclamar lo que se les debe.
Es de esperar que la entrega del Premio Nobel incite finalmente a los directores de teatro a montar sus obras poco conocidas (3), a pesar del desafío que representa su radical cuestionamiento del teatro institucional. Tal vez su subversión sea emulada. u
1 Wir sind Lockvögel, Baby, Rowohlt, Reinbeck, 1970.
2 La pianista, Mondadori, 1992. Esta novela fue adaptada al cine por Michael Haneke, y el personaje principal fue interpretado por Isabelle Huppert. El film se conoció en castellano con el título de La profesora de piano. En castellano se han publicado además los siguientes títulos de Jelinek: Los excluidos, Mondadori, 1992; El Ansia, Cátedra, 1992. Se anuncia para enero de 2005 la publicación de Las amantes, en editorial El Aleph.
3 En Buenos Aires, en el Teatro Municipal General San Martín, se representó en el año 2003 su obra de 1979 Lo que ocurrió después que Nora abandonara a su marido o pilares de la sociedad, con puesta en escena de Rubén Szuchmacher.
B.P.
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