Noventa y ocho millones de indigentes viven en ciudades o en suburbios de América Latina. No verlos es imposible, ignorarles está al alcance de todos. 98 millones de personas representan la suma de los habitantes de Inglaterra, Holanda, Bélgica, Austria, Finlandia y Suiza. Si todas estas personas se alinearan cogidas de la mano formarían una fila humana que daría más de dos vueltas a nuestro planeta. Pero más insoportable resulta pensar que 50% de todo ellos son niños. El equivalente a la población total de España y Dinamarca juntas.
En América Latina, 18.5% de la población vive en situación de extrema pobreza, a lo que se suma el 42% en situación de “simple” pobreza, es decir un total de 319 millones de pobres. El equivalente a toda la población de EU y Australia. Detrás de estas cifras hay personas con nombres y apellidos, niños mal alimentados, mal vestidos, menos limpios, menos mimados, protegidos y queridos… pero que tienen al nacer el mismo potencial que el resto. Sin embargo, son más vulnerables y están más expuestos a todo tipo de abuso y explotación. Tanto los niños y niñas de aquí como los de allí están igualmente sujetos a la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, pero la realidad pone en evidencia una desproporción que es indispensable borrar. A consecuencia del devastador tsunami que asoló las costas asiática hace ya más de un año, la inmensa respuesta de generosidad de miles de europeos llena de esperanza. Demuestra que los seres humanos somos naturalmente sensibles y estamos dispuestos a movilizarnos para paliar las tragedias vividas por otros seres humanos. Sin embargo, las personas donan y continuarán donando si están convencidas de que sirve para algo y que la ayuda llega a quien la necesita. Es precisamente en este punto en el que la responsabilidad y los resultados de las organizaciones humanitarias adquiere su importancia. Las ayudas deben responder con eficacia a necesidades concretas ya se trate de crisis mediatizadas o crisis olvidadas. Si utilizáramos las cantidades generosas de los españoles obtenidas tras el tsunami para ofrecer una comida diaria de 60 céntimos de euro a cada uno de los 98 millones de personas sin hogar de América Latina, los recursos serían consumidos en un día y medio. Por ello, toda respuesta asistencialista no resulta viable. Para conseguir cambios reales hace falta cambiar mentalidades, modificar radicalmente las relaciones de los poderes económicos, conseguir por ejemplo una equidad real en las relaciones comerciales Norte-Sur o la supresión de las patentes sobre medicamentos esenciales. Pero ante todo, una respuesta realista debe inscribir la “erradicación de la pobreza” en el primer lugar de la agenda internacional. En vista de las promesas no cumplidas, a pesar de las múltiples cumbres internacionales salpicadas de buenas intenciones, los dirigentes del planeta no pasarán a la acción hasta que la sociedad civil se movilice y les obligue a actuar. Algunos intelectuales explican la existencia de estos 98 millones de indigentes con eslóganes como: “este número es el reflejo del problema estructural”, “es un desequilibrio generado por la mala distribución de la riqueza”, “son consecuencias incontrolables de los regímenes y dictaduras”, “de los intereses económicos, políticos y estratégicos de los países industrializados”, “de la corrupción endémica de los gobiernos locales o nacionales”. Sin embargo, ésta es una situación inaceptable, una violación constante de los derechos fundamentales de todo ser humano. La necesidad de cambiar las cosas, de pelearnos por las personas en situación de pobreza en América Latina y por los miles de niños y mujeres que sufren esta situación es un compromiso y la responsabilidad de todos. Las prácticas cotidianas de las organizaciones internacionales que trabajan en el terreno ofrecen una ayuda concreta a miles de niños y adultos que viven en situaciones intolerables. No obstante, la ayuda prestada no tiene que sustituir a la responsabilidad del Estado, de la sociedad civil y de las comunidades. Lejos de las imágenes de Copacabana en Río de Janeiro, lejos de los clichés de playas paradisíacas del Caribe o de las imágenes brumosas de las postales del Machu Pichu en Perú, 98 millones de seres humanos duermen cada día en la calle.
Por: John Orlando* *Responsable del Programa de Tierra de Hombres en América Latina y Caribe. ([email protected]) | |
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