
El barrio Yungay, corazón antiguo de Santiago de Chile, alberga un gran edificio. Allí, la luz natural se encarga de iluminar su interior, en el que cada espacio muestra una procesión inquietante de recuerdos nada gratos. De gente que ya no está, sí, pero también de huellas indelebles de la vida en medio del horror.
Se trata del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por la presidenta Michelle Bachelet para recordar a las víctimas de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990).
“La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, escribe Gabriel García Márquez, en su libro Vivir para contarla; y Rubén Fernández, jubilado, lo aplica. El hombre de 71 años, alto, delgado y de mirada triste, cuenta que fue una de las 28.000 personas que resultaron torturadas en esa época. Experiencia que la tiene siempre presente, pero que se pronuncia más en su memoria al visitar el museo y, paso a paso, en los tres pisos que tiene el centro cultural, con más de 40.000 piezas documentales -entre fotos, videos y recortes de prensa- revive lo ocurrido en la dictadura militar.
De pie en la sala, donde un televisor plasma transmite los hechos cuando el palacio La Moneda fue bombardeado, el 11 de septiembre de 1973, Rubén retrocede en el tiempo y cuenta cómo nueve días después de ese ataque en el que murió el presidente chileno, Salvador Allende, su vida quedó marcada por siempre.
En esa época, él trabajaba en una industria óptica alemana cuando, nueve días después del golpe, no regresó a casa. Un grupo de carabineros se lo llevó preso, junto a otros compañeros más, entre ellos cinco mujeres. Así empezó su pesadilla.
“Me pusieron una ametralladora en la cabeza, me querían obligar a escribir una carta para despedirme de mi esposa, Norma, y de mis hijos. Pero no lo hice y me patearon”, cuenta el hombre, sereno, pero con la mirada fija en un punto de la sala en el que se grafican los primeros años de la dictadura.
Días atrás del bombardeo, él y un grupo de compañeros solicitaron una entrevista con el entonces presidente Allende, para prevenirlo de que se venía un golpe militar, pero el mandatario “los mandó a freír monos”, dice.
Rubén Fernández fue trasladado al Estadio Nacional, el mayor centro de tortura del país. En ese lugar lo colgaron con la espalda descubierta y le golpearon las nalgas. Las mujeres también fueron agredidas. “A la más joven, le agarraron del pelo y un carabinero le pasó el miembro por la cara”, recuerda con mucha indignación.
El hombre permaneció 45 días preso y cuando estaba destinado a ir a las minas del norte -relata- fue liberado gracias a la gestión de la Cruz Roja y del cardenal Silva Enríquez. Además, justo ese día jugaba Chile con Rusia en el estadio, por lo que los uniformados se vieron forzados a desocupar el lugar.
Así, la vida de Rubén marca un antes y un después. Un antes que nunca olvidará, pues está lleno de memoria. Y un después que disfruta al máximo con toda su familia.
A los 23 años, la presidenta Michelle Bachelet, militante socialista en esa época, también fue torturada. Ella estuvo en Villa Grimaldi, cárcel secreta de la Policía política de Pinochet, por lo que este museo es uno de los proyectos emblemáticos de la Mandataria, que tuvo un costo de más de 20.000 millones de dólares y está bajo la dirección de Marcia Scantlebury, quien también fue víctima de la dictadura militar.
Uno de los muros que bordea la plaza del centro cultural muestra tallados en cobre los 30 artículos de la Declaración de los Derechos Humanos. Chile fue uno de los 48 países que firmó el documento, aprobado por las Naciones Unidas en 1948.
En la plaza, repasando uno a uno los artículos, se encontraba Mary Cruz, quien al recordar lo vivido en esa época se le quiebra la voz: “Diecisiete días estuve sin saber de mi marido, que salió a comprar pan”.
Su esposo, Ramón Prieto, de 70 años, en 1973 se desempeñaba inspector de seguridad del Servicio Nacional de Salud, identificación que él todavía guarda en su billetera. Cuando ocurrió el bombardeo de La Moneda, Prieto estaba en su trabajo. “Mis compañeros y yo escuchamos todo por radio. Hubo pánico”, comenta, para luego contar que lo detuvieron, porque, supuestamente, tenía mucha información. Pero días después lo soltaron.
La suerte -recalca Cruz- es que salió vivo. Sin embargo, esa experiencia generó que tomaran una decisión: salir de Chile. La pareja abandonó su país en 1975 y se radicaron en Argentina, desde donde viajaron para conocer el Museo de la Memoria.
“Yo estaba embarazada, por lo que no podía arriesgarme. Decidimos, entonces, irnos a Argentina, sin nada, ni una plancha, solo nuestras valijas”, cuenta Mary, quien con mucha congoja recorre el centro cultural.
Para conocer el museo, la mujer tuvo primero que acceder al primer piso por una escalera, en la que en el extremo derecho se aprecia un mural con la imagen de Víctor Jara, cantante chileno asesinado en la dictadura, quien se encontraba en una marcha de trabajadores.
Al fondo, Mary observa una vitrina que muestra los pasaportes L (limitado), letra estampada por la dictadura en los documentos de los chilenos exiliados, la cual patentizaba la exclusión del país por un tiempo indefinido.
Pero una vitrina que llama la atención de los visitantes está ubicada en la sala “La vida cotidiana en prisión”. Es un grabado en cobre elaborado por el general Alberto Bachelet, padre de la presidenta chilena, cuando estaba detenido en la Cárcel Pública. Bajo un par de manos aferradas a unos barrotes, Bachelet escribió: “Estas manos son dolor, son poesía y amor. De Pa para Ma”, así le dedicó la obra a su esposa, Ángela Jeria, antes de morir en 1974.
La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocida como comisión Rettig, informó que la dictadura dejó 3.185 muertos, incluidos los 1.197 desaparecidos, así lo explica Daniela Pasten, una de las guías del museo, en cada recorrido con los visitantes.
El chileno Artadio Tones, jubilado de 75 años, cree que su compañero de trabajo, de quien no recuerda su nombre, solo su apellido, Briceño, corrió con esa suerte. Cuenta que su amigo se encontraba en el hospital San Juan de Dios y un día desapareció.
Tras ver las 83 fotografías de memoriales, ubicados sobre un mapa de Chile labrado en piedra, Artadio recuerda algo que dice nunca podrá borrar de su mente y es que un día cuando regresaba de trabajar vio tres cadáveres tirados en el río Mapocho, en Santiago. Fue en octubre de 1973.
El jubilado no experimentó la tortura de esa época ni tuvo ningún familiar que sufrió en la dictadura, pero igual se altera al revivir los hechos y sentencia: “Con esta obra vamos a tener presente siempre cómo sucedió todo y los jóvenes conocerán parte de la triste historia chilena”.
Dos de los espacios que más impresionan en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos son la sala de La represión y tortura, y El velatorio. En el primero, las víctimas cuentan su historia. El visitante puede escuchar los testimonios grabados de quienes fueron detenidos, y ver las formas de torturas que les aplicaban, como la cama eléctrica o la ruleta rusa.
En El velatorio, en cambio, solo hay silencio. Un gran mural exhibe fotos de los muertos y desaparecidos, como la del presidente Allende y la del general Bachelet. O también la del padre de un hombre que lo señala con tristeza y se va. Y la del abuelo de una niña, quien recién empieza a conocer lo que pasó en esos 17 años de dictadura militar, que vivieron muchos, entre ellos Rubén, Mary, Ramón y Artadio, y que nunca podrán olvidar.
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