Las trayectorias de muchos movimientos sociales latinoamericanos tienen Por: Raúl Zibechi
estrecha relación con las metáforas a las que Marx apeló para delinear
sus visiones de la revolución y el mundo nuevo. No se empeñó en
formular una “teoría de la revolución”, como le endilgaron buena parte
de sus seguidores, sino que se limitó a pensar con base en imágenes -o
parábolas si se prefiere- nacidas de la experiencia concreta. Sus
construcciones teóricas pretendían impulsar el movimiento real, no
indicarle un camino único, atemporal, ahistórico, válido para todos los
tiempos y en todas las latitudes.
Al hilo de la Comuna de París (en La guerra civil en Francia) recordó
que “los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantar por
decreto del pueblo (…) no tienen que realizar ningunos ideales, sino
simplemente dar suelta a los elementos de la nueva sociedad que la
vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno”. En otras ocasiones,
acudió a la imagen de la revolución como partera: no es la revolución
la que crea el mundo nuevo, sino que, “simplemente”, lo ayuda a nacer.
Nunca apostó al Estado como clave de bóveda de la construcción del
socialismo, institución que siempre consideró como obstáculo en el
camino emancipatorio.
Ante nuestros ojos aparecen hoy multiplicidad de prácticas de cambio
social que crecen en el seno de los movimientos, de la selva Lacandona
a la Patagonia. Son creaciones originales de porciones de esas
sociedades otras (de indios, sin tierra, desocupados, pobres de las periferias
urbanas) que vienen cobrando forma en los márgenes del mercado y a
contrapelo de la acumulación de capital. En general, no responden a
diseños prefijados por tal o cual corriente política -“no se basan en
ideas y principios inventados por tal o cual reformador del mundo” como
dice el Manifiesto-, sino que beben en los inagotables manantiales de
las culturas y tradiciones de los de abajo. Como todas ellas son
diferentes, sus creaciones son igualmente diversas y dispares.
En los territorios de los movimientos, que a menudo son sociedades
otras en movimiento, surgen prácticas educativas, de salud, de producción,
asentadas en relaciones sociales no capitalistas. Obreros de fábricas
recuperadas que producen sin capataces y reinventan formas de división
del trabajo que no generan jerarquías; campesinos que crean
asentamientos que suponen una verdadera revolución cultural en la vida
rural; indios que recuperan sus saberes curativos ancestrales;
desocupados que inventan mercancías que intercambian con otros
desocupados. En estos espacios, la educación se convierte a menudo en
autoeducación y, por tanto, adquiere rasgos emancipatorios al disolver
la clásica relación sujeto-objeto que reina en las aulas.
Si alguien pretende delinear el aspecto que tendrá el socialismo, no
tiene más que observar estos mundos otros para captar rasgos que se van
dibujando en pequeño, en multiplicidad de prácticas que son embriones
del mundo nuevo. Pero lo primordial está por venir. Aún no sabemos
cómo será el socialismo porque, en lo fundamental, va cobrando forma en
las diferentes experiencias de los oprimidos en la medida que van
desplegando sus potencias creativas. Todo lo contrario de esa imagen
tan apreciada por ciertos revolucionarios que asegura que “la senda
está trazada” y sólo falta recorrerla. El socialismo entendido como
propiedad estatal de los medios de producción y desarrollo de las
fuerzas productivas fracasó estrepitosamente. El mundo nuevo crece de
adentro hacia fuera y se expande horizontalmente, por fuera y a
contramano de las instituciones. Para el parto de esta sociedad nueva
parece necesario contar con una herramienta de carácter estatal -la
fuerza, la violencia organizada-, esos fórceps que ayudan a “romper el
cascarón” por volver a imágenes de Marx. Luego los fórceps deben ser
descartados para que no se vuelvan un fin en sí mismos que terminen
desfigurando el mundo nuevo.
En Venezuela, el socialismo tiene dos caminos. O se asienta en las
miles de iniciativas de los de abajo, en los más de 6 mil comités de
tierra urbana o en las 2 mil mesas técnicas de agua, por poner apenas
dos ejemplos, donde millones de personas se hacen cargo de sus vidas; o
se asienta en el aparato estatal. En este caso, el Estado toma a su
cargo la producción, la salud y la educación, y con el tiempo todos los
aspectos de la vida. Será un Estado cada vez más fuerte, más poderoso,
más centralizado, que formará una sociedad a su imagen y semejanza:
homogénea, idéntica a sí misma, sin espacios para la diferencia y la
disidencia. Es un camino conocido. Con toda seguridad conduce a la
mejora de los estándares de vida de la población, pero no tiene nada
que ver con el socialismo ni con la emancipación. La relación
mando-obediencia, uno de los ejes del sistema capitalista y del Estado,
seguirá ocupando un lugar dominante.
Este modelo tiene a su favor la previsibilidad. Se sabe hacia dónde
conduce, quiénes tienen el timón y quiénes ejecutan las órdenes. Por
el contrario, los caminos que llevan a un mundo otro, al socialismo
digamos, son inciertos, imprevisibles y deben reinventarse siempre. No
hay modelos. A mi modo de ver, la experiencia de autogobierno de los
de abajo más avanzada que hoy existe son las juntas de buen gobierno, de
Chiapas, donde todos y todas aprenden a gobernarse, disolviendo así el
Estado. Lejos de ser un modelo son apenas un punto de referencia, la
prueba palpable de que es posible ir más allá de lo que existe, y de
los caminos trillados que la historia de más de un siglo ha mostrado que
reproducen formas de opresión intolerables.
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