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“Lo más relevante hoy es el conflicto identitario”. El filosofo italiano giacomo marramao y los nuevos desafios de la globalizacion

 Las categorías multiusos, se sabe, son ambiguas. El ubicuo término globalización denota tanto la exaltación de lo “nuevo” como su radical negación. Incluye a los optimistas –cultores del “fin de la historia”, de las fronteras y del triunfo inapelable del liberalismo a escala mundial–, y a los apocalípticos que advierten, en un tono rupturista, que el advenimiento de la edad global es estructural y cualitativamente distinto de la edad moderna. Lejos de caer en las redes del pensamiento binario, el filósofo italiano Giacomo Marramao no se alinea bajo ninguna de estas dos “verdades a medias”. En Pasaje a Occidente (Katz) plantea un enfoque filosófico que integra lo continuo y lo discontinuo, el proceso y el viraje. Desde esta perspectiva que amplía el horizonte de reflexión, el proceso de globalización supone no tanto una occidentalización del mundo no-occidental, sino un pasaje a Occidente de todas las culturas, incluso de las occidentales, hacia una nueva modernidad. No es casual que el primer capítulo del libro se titule como el poema de Borges, Nostalgia del presente. “Lo utilizo como cifra de mi interpretación de la nueva situación de la identidad en la edad global”, explica el filósofo en la entrevista telefónica con Página/12. “La forma más sintomática y más relevante de la globalización es el conflicto identitario, que se expresa en forma de nostalgia de una comunidad perdida como consecuencia del proceso de modernización, de la ruptura de las tradiciones y de las raíces.”


Profesor de filosofía política en la Universidad de Roma, Marramao señala que en estos momentos hay una comunidad de la imaginación que, en una actitud mitológica, produce ese efecto nostálgico. “Muchos sociólogos, por ejemplo (Fredric) Jameson, han analizado esta curiosa situación psicológica en grupos culturales como los filipinos, que lamentan el fin de la comunidad en el momento mismo en que hablan de tradiciones, rituales de comportamiento y estilos de vida que en realidad nunca han perdido –subraya el filósofo–. La nostalgia del presente adopta muchas variantes. Es también una nostalgia estratégica, como el discurso de Bin Laden después del 11 de septiembre, en el que planteó que el mal para la identidad islámica comenzó con la caída del Imperio Otomano.”


–¿Esta nostalgia es propia de esta etapa de la globalización o encuentra antecedentes similares?


–La globalización no es una época integralmente nueva sino un pasaje. La globalización no es posmoderna; es intrínseca, inherente, constitutiva de la modernidad misma. En este sentido, la globalización es un momento necesario de la modernidad. Y en la modernidad tenemos dos principios estructurales: el de mundialidad y el de territorialidad. La globalización implica una expansión no solamente económica sino también cultural, de las comunicaciones, de las técnicas. Es la modernidad analizada por Marx en El manifiesto comunista como expansión mundial del capital que produce una ruptura de todas las formas estáticas y tradicional-comunitarias. El problema es que esta pulsión mundializante coincide con la génesis del Estado-nación, estructurado a partir del concepto de soberanía. En la modernidad cohabitan conflictivamente el principio de mundialidad y el de territorialidad. Esta nostalgia del presente es propia de este momento, aunque hay antecedentes, pero no en una dimensión tan globalizada y universal como la actual.


–¿Por qué la filosofía, en los últimos años, busca esbozar un nuevo concepto de comunidad?


–La comunidad es un problema originario y específico de la modernidad. Hay una exigencia de compensación simbólica porque la modernidad es un proceso de innovación constante que produce una desestabilización existencial individual y colectiva. En la época premoderna no había un lamento sobre la comunidad perdida. La comunidad perdida es un problema moderno y no es casual que la filosofía misma se pregunte sobre la posibilidad de un nuevo concepto de comunidad. Roberto Esposito habla de “comunidad sin fundamentos”, de “nueva configuración de la comunidad”, de “comunidad sin obra”. No hay un pasaje lineal desde la comunidad hasta la sociedad, desde la tradición hasta la modernidad, hay una cohabitación y convivencia entre comunidad y sociedad, entre tradición y modernidad, siempre.


–¿Cómo se relaciona el problema de la comunidad con la pérdida de sentido del “Gran Leviatán”, el Estado?


–Nosotros vivimos un doble pasaje a Occidente. El primero, más amplio y general, es un pasaje que produce transformaciones en las culturas, sobre todo en las asiáticas. El Pacífico, el nuevo centro del mundo, desplazó al océano Atlántico. En este pasaje se dio una transformación radical de las culturas otras, de las extraoccidentales y también del Occidente mismo. La segunda forma es el pasaje de una política clásica, a partir de la formación del Estado soberano, a una nueva forma de la política que no está todavía delineada. Es muy difícil producir en este momento una imaginación política después del horizonte del Leviatán. Pero creo que esta imaginación es necesaria. Tenemos la necesidad filosófica y política de imaginar una nueva dimensión de la política, imaginar la política y el derecho más allá de la dimensión del Estado.


–¿Por qué cuesta imaginar esa política?


–El desafío global produce una forma de marginación de los estados–naciones que resultan demasiado pequeños para enfrentar los problemas ecológicos, la mundialización económica y tecnológica y los movimientos migratorios. Por otro lado, el Estado-nación es demasiado grande para dar una respuesta a los desafíos de las políticas locales. Interpreto la fórmula sociológica de Roland Robertson de “glocal”, global y local al mismo tiempo, en un sentido más político. El concepto “glocal” sirve para mostrar un cortocircuito entre lo global y lo local. Y cuando se produce un cortocircuito siempre hay un elemento de intermediación que se debilita. El factor de mediación que ha caído es el Estado nación soberano. Tenemos la necesidad de imaginar nuevas formas de política en la dirección de lo que llamo un “universalismo de la diferencia” o cosmopolitismo de la diferencia, de la constitución de entidades políticas macro-regionales como la Unión Europea, el Mercosur, la comunidad de Norteamérica y la del Sudeste asiático.


–¿En qué consiste ese universalismo de la diferencia que usted propone?


–La fórmula del universalismo de la diferencia contesta dos maneras de entender la política en el mundo global. Por un lado, lo que llamo el “universalismo de la identidad”, que tiene su expresión más elevada en la idea de Kant de una república cosmopolita, universalismos con identidades sin diferencias donde hay derechos humanos indiferentes de los contextos culturales. La formulación más trivial de este universalismo es la exportación de la libertad y de la democracia del presidente Bush. Por otro lado, el universalismo de la diferencia se opone a las políticas antiuniversalistas de las diferencias culturales. Esta es la posición de los comunitarismos y es la perspectiva de la versión fuerte del multiculturalismo, en el sentido de una sociedad de ghettos contiguos, una sociedad multicultural articulada en islas sin comunicaciones recíprocas, sin mutua relación; no es una sociedad verdaderamente pluralista sino una sociedad donde hay una proliferación de monoculturas, de grupos culturales sin puertas ni ventanas. Tiene razón Zizek cuando afirma que la tolerancia multicultural es el terreno de cultura más propicio para el nacimiento de los fundamentalismos porque no hay una esfera pública de interacción. Y para resolver esto tenemos que producir una revisión radical de la idea de identidad, tenemos que criticar radicalmente el separatismo multiculturalista. La identidad es siempre múltiple, no solamente en el contexto de la comunidad sino también en el contexto de la esfera individual misma. Estoy convencido de que el individuo es siempre un yo múltiple; estamos constituidos por una pluralidad de tradiciones culturales, una pluralidad de diferencias.


–¿Por qué la identidad es tan conflictiva para la filosofía?


–Hay que invertir la óptica filosófica, que fue siempre de una afirmación de la identidad en un sentido analítico o en un sentido dialéctico. Tenemos que pensar la diferencia como el solo criterio de individuación de la identidad. La identidad se puede analizar solamente a partir de la diferencia, que es la condición para pensar hoy una esfera pública no estadual. Esta desarticulación entre lo público y lo estadual es el resultado del pensamiento de las mujeres, que parte de Hannah Arendt y se prolonga en el pensamiento feminista. La política universalista de la diferencia es la única posibilidad de producir una nueva visión relacional de la política que supere la perspectiva de una política como antítesis entre amigos y enemigos.


Por Silvina Friera

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