La organización de la sociedad en movimientos sociales es inherente a su estructura de poder. El teatro tuvo en la antigua Grecia el papel político de dotar a la población de razón crítica a través de una expresión estética, como comprueba, en la obra de Sófocles, Antígona frente a Creonte (la conciencia del individuo basada en la justicia ante la legalidad del poder respaldada en la tradición), como sucedió recientemente con el Guernica de Picasso, espejo de los horrores causados por el fascismo.
Los movimientos sociales adquieren, a través de la historia, distintas expresiones: estética, religiosa, económica, ecológica… A partir del siglo 1º el Imperio Romano vio minadas sus bases por un movimiento social de carácter religioso -el Cristianismo-, que se negó a reconocer la divinidad de César y propagó la dignidad radical de todo ser humano, llamado a la comunión de amor con sus semejantes y con Dios, según el mensaje predicado por una víctima del Imperio -Jesús de Nazaret-, en quien los adeptos de la nueva fe reconocían la presencia de Dios en la Tierra.
Los movimientos sociales tienden a revestirse del carácter predominante del poder vigente en una sociedad. Así, durante la Edad Media los humiliati de Milán se constituyeron en una fuerza de presión a favor de la deselitización de la Iglesia, culminando en el franciscanismo, igual que las cofradías y hermandades del Brasil colonial pueden ser consideradas anticipaciones arcaicas de los sindicatos.
Autonomía de los movimientos sociales
Desde la Revolución Francesa la sociedad civil pasó a movilizarse más frecuentemente en movimientos sociales. Pero es reciente la noción de que la sociedad civil debe organizarse para presionar al poder público, y no necesariamente para aspirar también a “la toma del poder”. Eso es producto del carácter multifacético de los movimientos -indígenas, negros, mujeres, migrantes, homosexuales, etc.- y del hecho de constituir instancias políticas no siempre partidarias. Esa “laicización” de los movimientos sociales es la que les permitió alcanzar autonomía respecto a las instancias de poder -político, religioso, económico, etc.- y al mismo tiempo surgir como fuerzas de alteridad ante el poder institucionalizado. Es el fenómeno reciente del empoderamiento de la sociedad civil que, cuanto más fuerte es, más logra ir cambiando la democracia meramente representativa en democracia efectivamente participativa.
Hambre y pobreza en el Tercer Mundo
El síntoma más grave de nuestro atraso civilizatorio es la existencia de la pobreza como fenómeno colectivo. Según la ONU somos 6 mil 500 millones de habitantes, 2/3 de los cuales viven por debajo de la línea de pobreza, o sea, sobreviven con una renta mensual per capita equivalente, como máximo, a US$ 60 al mes, o US$ 2 diarios. Eso significa que no sólo fracasó el modelo de socialismo europeo sino también el mismo capitalismo, puesto que sus riquezas y avances tecnocráticos sólo benefician a una parcela pequeña de la sociedad. Ésta puso los pies en la Luna y se aproxima a Marte, pero no logra todavía poner los alimentos necesarios en el estómago de 1,300 millones de personas que sobreviven en situación permanente de inseguridad alimenticia y nutricional.
Datos de la FAO revelan que a cada hora mueren mil seres humanos por causa de desnutrición, de los que, anualmente, 5 millones son niños menores de cinco años. Y eso no sucede debido a la falta de alimentos o al exceso de bocas. La FAO asegura que el planeta produce alimentos suficientes para 11 mil millones de personas, casi el doble de la población actual. La causa principal es la falta de justicia, de reparto de los bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo humano.
En el mundo actual hay cuatro causas de muerte precoz: las enfermedades (cáncer, sida, etc.), los accidentes (de tráfico y de trabajo), la violencia (homicidios, suicidios, terrorismo y guerras) y el hambre. Esta última es la que más víctimas causa y, sin embargo, la que provoca menos movilización de la sociedad para que sea erradicada.
¿A qué se deberá que nos movilicemos tanto en función del combate al sida, a los accidente de carretera y al terrorismo, y seamos indiferentes a la verdadera arma de destrucción masiva, el hambre? Hasta ahora sólo he encontrado una respuesta, y es cínica: de los cuatro factores, el hambre es el único que hace distinción de clases. Nunca nos amenaza a nosotros, los bien nutridos. Sólo los miserables mueren de hambre. Y como, en este punto, hay que dar la razón a David Hume y a Adam Smith, de que incluso en las causas altruistas somos movidos por el egoísmo, quedamos indiferentes porque el hambre no nos amenaza. Los miserables, a su vez, son privados del mínimo de condiciones para organizarse en movimientos sociales. Solamente les interesa obtener su pan de cada día.
El programa Hambre Cero
El Brasil es históricamente una nación marcada por la pobreza y el hambre, debido a las estructuras de opresión todavía vigentes en el país. En 1946 el sociólogo Josué de Castro publicó su clásico libro “Geografía del hambre”, en el que defiende la tesis de que ésta no llega ni por la voluntad divina ni por las condiciones climáticas desfavorables para la agricultura. El hambre es causada por la estructura de la sociedad, injusta y desigual. Es pues un problema eminentemente político.
Al comienzo de la década de 1990 Lula, actual presidente del Brasil, propuso que la cuestión fuera llevada a la calle. Tarea realizada con éxito por el sociólogo Betinho, líder de la Acción de la Ciudadanía contra el Hambre y la Miseria y por la Vida. Gracias a su carisma, por vez primera se dio una masiva movilización nacional, a través de comités de la sociedad civil, en función del combate al hambre. Sin embargo el movimiento no llegó a las causas del problema, sino que se centró más en sus efectos, aunque tuvo el mérito de politizar el tema.
Elegido presidente en el 2002, Lula creó el programa Hambre Cero, tratando de asegurar a toda la población brasileña alimentos en cantidad y calidad suficientes, y erradicar, en la medida de lo posible, las causas de la miseria. El primer objetivo fue relativamente alcanzado en los últimos cuatro años, gracias al programa principal del Hambre Cero: la Bolsa Familiar, que distribuye una renta mínima a cerca de 40 millones de personas en situación de inseguridad alimenticia y nutricional. Lula propuso en la ONU algo semejante a escala mundial, apoyado por Kofi Annan, Zapatero, Chirac y Lagos, entonces presidente de Chile, y fue acogido por más de 100 jefes de Estado, entre ellos el papa Juan Pablo II. Pero la propuesta no salió del papel.
A pesar de su relativo éxito, a la Bolsa Familiar le falta encontrar su puerta de salida, de modo que pueda garantizar a sus beneficiarios independencia con respecto al poder público, acceso al empleo y condiciones para generar su propia renta. A mi parecer, la puerta de salida es la reforma agraria, prometida en la campaña del 2002 y que el presidente Lula desea llevar a cabo en este segundo mandato.
No hay que esperar, sin embargo, que el combate al hambre y a la pobreza dependa sólo del poder público. Es misión de los movimientos sociales asumir esa tarea, sin dejar de presionar al Estado. Hay que tener siempre presente que el gobierno es como el frijol: sólo funciona en la olla a presión. La mayoría de los derechos civiles conquistados no son resultado del beneplácito del poder público sino de las luchas de los movimientos sociales, como lo comprueban el fin de la discriminación de los negros en EE.UU., del apartheid en Sudáfrica y la emancipación de las mujeres en muchos países. Los movimientos sociales son los actores protagonistas de la verdadera democracia.
Globalización de la solidaridad
El mundo actual está marcado por profundas desigualdades que impiden la tan anhelada paz. Basta con señalar que el 80% de las riquezas están en manos del 20% de la población. La paz nunca será fruto de la imposición por las armas y del equilibrio de fuerzas, como pretende el presidente Bush, sino de la promoción de la justicia, como propone el profeta Isaías (32,17). Por eso les toca a los movimientos sociales -cuya expresión planetaria es hoy el Foro Social Mundial- ampliar los vínculos capaces de estrechar la globalización de la solidaridad, en contraposición al actual modelo neoliberal de globocolonización. Es preciso que las mujeres de España conozcan y se movilicen en pro de los derechos de las mujeres de Guatemala, y que los recogedores de material reciclable de las calles de Nairobi se sientan hermanados con los recogedores de Manila o de São Paulo.
He ahí la tarea más urgente que desafía a los movimientos sociales en estos inicios del Tercer Milenio: erradicar el hambre y la pobreza, hasta el punto de considerarlas crímenes hediondos y graves violaciones de los derechos humanos, como sucede ya con la esclavitud y la tortura, por más que ambas sigan siendo practicadas en muchos países.
Es urgente movilizar a toda la sociedad en el combate contra las causas de la pobreza, desde las estructurales -como los subsidios agrícolas en los países industrializados, los criterios injustos adoptados por la OMC y la contravención financiera “legalizada” en paraísos fiscales- hasta las ideológicas, como las que todavía nos impiden reconocer a todo ser humano dotado de irreductible dignidad o, según la expresión de Jesús, como “templo vivo de Dios”.
Hagamos de la sociedad civil una amplia red de movimientos sociales y transformemos la pobreza, un problema social, en una cuestión política. Sólo de ese modo perfeccionaremos nuestro proceso democrático y erradicaremos la miseria y el hambre.
Frei Betto
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