Mario Benedetti inventó la palabra desexilio cuando pudo volver a
Uruguay, tras los años de plomo de la dictadura. Pero no hay una palabra
que le quite la tristeza de verse solo después de sesenta años con Luz.
Era su mujer y murió después de un grave y lento proceso de Alzheimer.
Cuando nos sentamos con él, en su casa de Montevideo, se levantó de
pronto, cruzó la sala donde recibe las visitas, fue hasta la estantería
que hay junto a la computadora y vino con una fotografía que le acababa
de traer su hermano Raúl. En la fotografía, los matrimonios de los dos
hermanos. Luz murió y la esposa de Raúl está hospitalizada con la misma
enfermedad (luego moriría). Cuando nos enseñó la fotografía, Mario
comenzó a sollozar, así que cuando pudimos hablar de nuevo, sobre él pesaba
la sombra de una tristeza a la que él ya no le ve final.
Acaba de cumplir 86 años. Una larga vida de poeta, novelista,
articulista, activista político. La policía militar de su país lo persiguió
por el mundo –Buenos Aires, Lima, La Habana– para que cumpliera la
condena de muerte implícita que pesaba sobre él. España fue su penúltimo
refugio. En Mallorca vivió años muy felices, lo dice él, y en Madrid se
hizo con casa, amigos y esperanzas hasta que pudo volver. Fue entonces
cuando inventó la palabra desexilio: acostumbrarse a vivir en el país
que fue el suyo. En todas las partes sus recitales son como los de un
músico de rock, en todas las ferias del libro le piden autógrafos como si
fuera un actor de cine, y muchos músicos –Viglietti, Serrat, Tania
Libertad– hicieron de sus poemas música de amor y de resistencia.
Muestra momentos de cierta felicidad, pero está herido. La muerte
de Luz fue un tremendo mazazo. Recordé a Benedetti en Madrid, un día
después de una de las operaciones que lo tuvieron postrado hace años. Le
llevábamos los diarios para que cumpliera uno de los ritos principales
de sus mañanas. Uno de esos amaneceres lo vimos desmejorado, sin
afeitar. “Tienes que afeitarte, Mario; así pareces más enfermo.” Al día
siguiente volvimos y preguntó como un adolescente “¿No decís nada? ¿No has
visto que me he afeitado?” Esa combinación de tristeza e ironía, y de
ingenuidad a veces rabiosa que hay en sus versos y en su vida, es la
música que debe sonar de fondo cuando se lo oye hablar.
–¿Cómo eran sus padres?
–Había un gran desnivel cultural entre ellos… Mi padre era
químico y enólogo, y mi madre casi no había acabado la primaria. Mi madre era
bastante caprichosa, no se llevaron bien. Mi padre era un tipo muy
inteligente, generoso, buena persona. Y como profesional era excelente.
–¿De dónde le venía esa relación con el vino?
–Era químico, farmacéutico; cuando acabó su carrera era soltero, y
era complicado para él conseguir trabajo. Le dijeron que a lo mejor en
el interior del país podía ingresar como químico en alguna farmacia. Y
se fue a Paso de los Toros. Le dieron trabajo en una farmacia cuyo
dueño llegó a apreciarlo mucho. Le decía: “Vamos a dar un paseo, y así yo
me tomo un remedio”. El remedio era caña, una bebida muy fuerte. Fue en
Paso de los Toros donde mi padre conoció a mi madre. Y se casaron. Yo
tengo el recuerdo de Paso de los Toros.
–Y se fueron de Paso de los Toros…
–Sí, a Tacuarembó. Ahí mi padre tenía un amigo farmacéutico, quería
vender la farmacia. Y mi padre quería comprarla. Como eran tan amigos
no exigió ni contrato ni inventario; cuando mi padre se quedó con la
farmacia halló que estaban sólo los envases de los medicamentos; ¡todos
los envases estaban vacíos! Aquel tipo lo engañó. Quisieron embargarle la
farmacia a mi padre, y él creyó que la podía sacar adelante. No pudo.
Ese embargo pesó mucho sobre él y terminamos yéndonos de Tacuarembó.
Cuando yo tenía cuatro años nos vinimos a Montevideo.
–¿Y lo del vino?
–Lo del vino viene de mi abuelo. Mi abuelo tenía unos cinco
títulos. Era un sabio. Se llamaba Breno Mario Edmundo Renato Nazareno Rafael
Armando mi abuelo. El era enólogo. Piria, el creador de Piriápolis, que
era un bandido, supo que mi abuelo sabía mucho de vinos, y lo llevó
para que le armara la bodega y le hiciera los vinos. Pasaron los meses y
no le pagaba nada, y mi abuelo quiso irse. Pero la única manera de irse
era en los barcos de Piria, y éste se los negó.
–¿Y cómo se fue?
–¡Se vino a pie! Atravesando campos, desde Piriápolis a Montevideo.
Caminando.
–Fantástico.
–Luego lo contrataron, alcanzó seguridad económica y se trajo a la
novia. Que estaba en Italia. Mi abuela era sorda como una tapia, pero
intuía, y si notaba que se estaba diciendo algo cómico, ella se reía
como una loca. Cuando él percibió que mi padre estaba en mala situación,
en Montevideo, le enseñó lo de los vinos. Y como mi padre era químico,
asimiló muy bien esas cosas. Por eso fue enólogo.
–Esto del vino debe dar un carácter especial.
–Debe ser. En aquella época, como dice mi hermano Raúl, los vinos
aquí eran horribles, malísimos. Donde mi padre y mi abuelo
intervinieron, los vinos eran buenos. Mi abuelo también fue astrónomo; el Estado le
encargó un observatorio, que tuvo en el jardín de su estancia. El
anunciaba el tiempo, las tormentas, y mandaba los partes a Montevideo.
–¿Cómo se fue haciendo usted?
–Aprendí a leer solo. Me pusieron en el colegio alemán, y fui
enseguida a segundo, porque yo ya había leído a Julio Verne y a Salgari.
Allí, en el colegio alemán, nos enseñaban a golpes.
–¿Eso lo marcó?
–Me marcó en varios aspectos, y me hizo aprender un idioma, el
alemán, que es hoy el idioma que manejo mejor…
–Incluso ha sido actor en alemán…
–El idioma que uno aprende en la infancia es el que uno aprende
mejor. Nos separaban a los que hablábamos alemán o español con nuestras
familias. Eso originó una guerra entre los que hablábamos español y los
que hablaban alemán en casa, ¡se producían unas piñatas espantosas en
los recreos! Ahí aprendí a jugar al rango. Nos hacían jugar juntos, a ver
si mejorábamos la relación. El alemán que me tocaba a mí se agachó, yo
iba a saltar, y de pronto el tipo se tira al suelo y yo salí volando,
hasta que di con la boca en una vereda. Yo le hice luego lo mismo. La
peor penitencia era que el director te llevaba al despacho, te daba una
paliza.
–Qué disciplina. ¿Qué huella le dejó?
–Me hizo muy disciplinado, muy estricto, muy puntual. Ese rigor
tenía su desventaja. Una vez nos daban una clase de carpintería y un hijo
de alemanes tuvo una discusión conmigo; tenía un cuchillo, me lo tiró y
me lo clavó en una pierna. No era fácil la vida en el colegio alemán.
–¿Y cómo se dio cuenta de por dónde iba la vida, de cómo era su
país?
–Vas tomando conciencia de a poco… Y del país me di cuenta más
tarde, cuando ya empiezo a comparar. A mí siempre me gustó Montevideo,
porque aquí me asaron cosas buenas y malas. Soy montevideano, desde los
cuatro años vivo aquí.
–Y casi en todos sus libros está Montevideo…
–Y me atrae porque siempre ha tenido un buen nivel cultural; fue
durante muchos años el país con mayor alfabetización de América latina.
Cuando era un niño empecé a leer y leer. Los primeros versos de mi vida
los escribí en alemán, ¡los profesores no se creían que fueran míos!
Tuvo que ir mi padre para certificar que de veras los había escrito yo.
–Era un país feliz…
–Nos hizo mucho bien el fútbol. Fuimos campeones olímpicos de
fútbol en los años veinte, en 1924 y en 1928, y en 1950 le ganamos a Brasil
la final de la Copa del Mundo en el Maracaná. Gracias al fútbol nos
conocieron en el mundo. ¡Cuando ganamos las Olimpíadas, en París, la gente
no podía creer que un país tan chiquito, que casi no estaba en los
mapas, saliera campeón! Cuando ganamos en 1924, me acuerdo que estábamos en
Tacuarembó, y mi padre escuchaba una radio española con unos
auriculares que no sé de dónde se sacó. En 1928, ya
en Montevideo, seguíamos los resultados en la plaza Libertad, a
través de unas pizarras. Uruguay jugaba la final, con Italia, y bajaban
los cartelones: “Uruguay cede corner, Italia cobra off side”. ¡Uruguay
ganó 32!
–¡Sus dos países frente a frente!
–El fútbol hizo feliz a Uruguay, le dio importancia, personalidad.
Que un país tan chico tuviera cuatro títulos mundiales era una cosa
increíble. Y lo del Maracaná ya fue el colmo.
–Un orgullo.
–Además, todo eso coincidió con un buen momento económico; no veías
mucha miseria, siempre había algunos suburbios de pobreza, pero la
gente vivía bastante bien.
–Y, como diría respecto de Perú su tocayo Vargas Llosa, ¿en qué
momento se jodió Uruguay?
–Yo creo que fue sobre todo la crisis económica la que lo precipitó
todo. Antes se había acabado el buen fútbol, se fueron los buenos
jugadores. Se acabó la guerra de Corea y le dejaron de comprar productos a
Uruguay, como la carne y la lana. Los gobiernos de los que siguieron a
Batlle no alcanzaron la altura de éste. ¡Durante 174 años ganaron
gobiernos conservadores, hasta ahora mismo, que ganó el Frente Amplio!
–En 1973 surgió una dictadura brutal…
–Surgió la tortura, la corrupción, el soborno, y enfrente estaban
los tupamaros. Los tupamaros creían que la revolución iba a ayudar a la
redistribución de la poca riqueza que le quedaba al país. Y los ricos,
los militares y los gobernantes aceleraron la represión y la tortura.
Ahí empezó todo.
–Usted hizo política…
–Estuve en uno de los movimientos que se integraron en el Frente
Amplio. Fue una experiencia dura, porque tienes que decir en la tribuna
algo con lo que no siempre estás de acuerdo. Además, no improvisaba los
discursos, los escribía, y eso para un político no es nada bueno. Un
día me vinieron a avisar unos amigos: me iban a meter preso en menos de
48 horas.
–El exilio.
–Yo no me quería ir. “¡Te tienes que ir!”, me decían, “¡te van a
torturar!” Hicimos un acto por la libertad de Daniel Viglietti y después
me marché a Buenos Aires. En Buenos Aires estuve poco; era la época de
López Rega. Y López Rega sacó una lista de personas que debían dejar el
país, porque si no, las mataban. Entre esas personas estaba yo, el
único extranjero. Me fui a Perú. Allá me dieron trabajo en un diario, con
la condición de que no dijera ni media palabra de política: ni de
Uruguay ni de Perú ni de Estados Unidos. Mis artículos versaban sobre
literatura. Un día tocaron el timbre abajo. Era la policía, me querían
deportar. Me dieron a elegir: Cuba, Ecuador o Uruguay. Mientras lo iba
pensando, el tipo que me fue a avisar de la deportación se fue durmiendo, y yo
aproveché para deshacerme de los papeles comprometidos. Cuando se
despertó me rogó: “Por favor, no les diga a mis superiores que me quedé
dormido”.
–Extraordinario.
–Me acompañó luego al aeropuerto, me dio la mano y me abrazó. En
Buenos Aires me estaba esperando Luz. Yo tenía un llavero que llamaba el
llavero de la solidaridad, porque abría las casas de cinco o seis
amigos argentinos en las que yo me podía refugiar.
–¿Y qué pasaba mientras en Uruguay?
–Dictadura, crisis económica, y ya no se ganaba tampoco al fútbol.
Todo era malo, y se iba la gente. Al exilio, por razones políticas o
por razones económicas. ¡Incluso se iban a Australia! Hubo una librería
en Sydney en la que sólo había libros uruguayos.
–En Buenos Aires asesinaron a Zelmar Michelini, un líder uruguayo
de izquierdas, de enorme carisma…
–Cada discurso suyo era como un poema… Lo secuestraron, con otros
compañeros; a él le había ofrecido Jimmy Carter acogida en EEUU, y no
se quiso ir “¡si en Uruguay están torturando a mi hija!” A la hija le
dijeron que habían matado a su padre los torturadores. Y los mataron, a
Michelini y a sus dos compañeros.
–¿Qué huella dejó en usted ese asesinato?
–Fue terrible. Yo estaba en La Habana, y lo escuché por alguna
radio española. Un golpe espantoso. Fue mi gran amigo del exilio…
–Cuba fue una escala de su exilio.
–Cuando estaba en Perú, Haydée Santamaría me envió una invitación
para que fuera a trabajar a Casa de las Américas, que ella dirigía. Yo
estaba corriendo peligro… Y cuando estaba allí los criticaba mucho,
sobre todo aquellas cosas que se hacían y que perjudicaban a la
revolución en el extranjero. Cuando me fui recibí una carta de Haydée: me
extrañaban, decía, sobre todo por las críticas que les hacía…
–¿Y cuáles eran sus críticas?
–Se hacían cosas innecesarias, que daban mala imagen en el
extranjero. Lo que yo trataba era que se cuidara la imagen exterior de Cuba,
porque no se podían quedar solos. Yo les decía que debían tener buenas
relaciones no sólo con la Unión Soviética, que tenían que abrirse a
México, a Francia, a Italia. El simple apoyo de la Unión Soviética no era un
apoyo muy beneficioso, aunque lo fuera desde el punto de vista técnico
o económico.
–¿No le parece ahora que la presencia de un hombre tanto tiempo al
mando también es perjudicial para el país?
–Mira, habiendo vivido en Cuba se entiende mejor eso. Fidel Castro
no es sólo importante para los revolucionarios; es también importante
para los que quieren que se muera. Además, antes de la Revolución, Cuba
estaba horrible. Los americanos no tenían prostíbulo, lo pusieron allí.
Cuando ganó Fidel, la gente se lo agradeció. La enseñanza era espantosa
¡hasta los gusanos le reconocen que trajo cosas muy positivas! Y dicen
que tiene no sé qué enfermedades, y que es millonario, y parece que
nada de eso es verdad. No sé qué puede pasar cuando muera; no creo que la
Revolución se venga abajo. Aunque parece que está solo, ha formado
gente capaz. Y del país inmoral que había conducido Batista a éste hay
mucha diferencia; en Cuba la moral es muy importante.
–Le tiene usted mucha gratitud a Cuba…
–Sí, y también por lo que representó para Uruguay. La izquierda fue
muy procubana acá.
–Su exilio siguió en España.
–El principal problema en Cuba era que no podía comunicarme con mi
familia. Si mis padres recibían una carta de Cuba, iban presos. Para
comunicarme con ellos les mandaba cartas a través de amigos españoles. Y
lo pasaba mal por eso, era muy doloroso no poderme comunicar
directamente con ellos. El País me había ofrecido que colaborara y en cuanto
llegué me abrieron un espacio en las páginas de Opinión. Me pagaban bien,
de modo que no tuve problemas en España. Primero estuve en Madrid, y
luego fuimos a Mallorca. Lo pasamos muy bien; a
Luz le gustaba mucho la playa.
–El asma lo devolvió a Madrid.
–En Mallorca lo pasaba de lo más bien; hablaba alemán con los
turistas, escribía, pero me atacó el asma, y un médico argentino me dijo:
“Andate a Madrid”; me pagaron unos derechos de La tregua, mi libro más
vendido, y me compré un apartamento. El de Ramos Carrión, mi casa en
Madrid.
–¿Qué huella le dejó el exilio?
–Me demostré a mí mismo tener buena capacidad de adaptación. Y
descubrí que en todos los países hay hijos de puta y gente macanuda. Me
vinculé con la buena gente, no con los hijos de puta, así que tuve muy
buenos amigos, en España, en Cuba, en México, en Argentina. Sé que otros
uruguayos no abrían la valija, por si se volvían pronto, pero yo
colocaba la ropa en los placares, porque sabía que la cosa iba a ser larga. La
gente me ayudó mucho…
–¿Cómo fue el regreso, el desexilio?
–Era agosto, le prometí a Daniel Viglietti que haríamos un recital,
a dos voces. Llegué en solitario, me fue a buscar Raúl al aeropuerto, y
cuando dimos el recital hubo un gentío tal que llenaba varias calles
alrededor del teatro. A la gente la encontré distinta, más desconfiada.
Como la dictadura había metido espías de un lado y de otro… Las
relaciones internas de los habitantes de Montevideo se habían deteriorado un
poco. Yo era otro, además. La experiencia del exilio me había
convertido en otra persona, con todo lo que de bueno y de malo me había dado la
vida fuera de mi país. Yo era otra persona.
–¿Y cómo era esa otra persona?
–Era una persona más alerta, más enterada del mundo; antes estaba
muy metido en la cosa uruguaya, y seguí ocupado en todo eso en el
exilio, pero ya no era lo exclusivo. En Madrid, por cierto, hice buena
amistad con Juan Carlos Onetti, que no salía de la cama. Para qué iba a salir
de la cama, decía: en la cama uno nace, en la cama uno coge por primera
vez, en la cama uno se enamora, se casa, escribe, para qué iba a salir.
Me acuerdo que una vez fue a verlo un periodista, y él vio que se
fijaba en que sólo tenía dos dientes. “¿Usted me mira estos dientes?”, le
dijo. “Pues le advierto que tengo una dentadura magnífica, pero se la he
prestado a Mario Vargas Llosa.”
–También conoció a Borges.
–Un tipo extraño. Venía acá, a Montevideo, y no se ponía en plan de
gran personaje; era sencillo, y nosotros lo admirábamos mucho, por lo
que escribía. Luego tuvo posiciones que yo no compartí.
–Dice que era extraño.
–Era muy reservado. Me invitó a almorzar, en Buenos Aires, con su
madre. La madre era de armas tomar. Era una generala, y él era retraído.
Fue muy buen escritor.
–¿Qué otros le despertaron interés?
–Rulfo, José Emilio Pacheco. Con Juan Rulfo fue muy curioso. Ibamos
Luz y yo en un ómnibus, y él se acercó a mi mujer: “Señora, ¿me deja
sentarme al lado de su marido, que creo que es Benedetti?” Empezamos a
hablar de mil cosas, y ahí empezó mi amistad con Rulfo, en un ómnibus. No
se daba fácil, pero cuando se daba, se daba con todo.
–Y también fue muy amigo de Cortázar.
–Lo conocí en París. Cortázar vivía a media cuadra. Era un tipo muy
simpático. Los dos trabajábamos en la radio, pero no quería ser fijo.
Era muy celoso de su independencia. Un día escribió algo muy crítico con
Cuba, se informó mejor y rectificó en público.
–¿Cuáles han sido sus miedos?
–Primero, los de cualquier niño. De adulto, la tortura. Creo que si
me hubieran torturado no habría traicionado a nadie, pero me habría
costado mucho sufrimiento. Siempre le tuve miedo a la tortura.
–¿Miedo al tiempo?
–Y sí, porque los años van pasando y uno se va volviendo viejo, y
eso es bravo reconocerlo ante el espejo.
–La poesía le ha dado mucho éxito…
–Hay que cuidarse del éxito, porque el éxito puede pervertir a un
escritor. Nunca escribí en función del éxito, escribí lo que me salió de
las pelotas. Si tenía éxito, bien, y si no, pues nada.
–¿Y cómo lleva las aglomeraciones?
–Eso me agobia un poco. El otro día tuve que ir a hacerme un
análisis; fuera de la clínica había un gentío, y emprendieron una ovación.
Ellos estaban allí, con sus problemas, y se pusieron a aplaudir. A mí me
apabulla. Vivía mejor cuando me castigaban más.
–¿Es un solitario?
–No lo soy, pero trato de que cuando tenga que vivir la soledad,
ésta no me lastime. Cuando muere mi mujer, se produce un terrible momento
de soledad; frente a eso, la escritura es como una guarida. Puede ser
mi guarida o puede ser mi jardín, depende del estado de ánimo que esté
pasando. Para el dolor es mi guarida, sobre todo cuando me han rodeado
las muertes.
–Ahora se reencuentra con Montevideo.
–Es la ciudad que quiero. Después de años y años de gobiernos que
le hicieron daño al país, ahora vuelvo a otro Montevideo y yo soy otro
también. Siempre me siento a gusto en Montevideo. La gente ha quedado
malherida después de años de dictadura. Y yo también vuelvo malherido.
Tratamos de recomponernos…
–En Alicante, hace años, usted leyó un poema en el que adelantaba
los males de los siglos próximos.
–Escribí en algún lado que un pesimista es un optimista bien
informado. Creo que es difícil ser optimista cuando la humanidad está siendo
manejada por una potencia tan cruel y despiadada como Estados Unidos.
Yo creo que los norteamericanos van a derrotar a Estados Unidos, creo
que la única esperanza es la derrota de EEUU.
–Dígame algo inolvidable.
–Toda mi relación con Luz, desde la infancia. Y conocer a Fidel,
también es inolvidable. Y el Maracaná. El fútbol fue muy importante, nos
dio alegría. Y si ahora se puede recuperar la alegría, no es por el
fútbol, es por la política. La gente tiene esperanzas en Tabaré Vázquez y
son fundadas.
–Y cuando el fútbol se recupere, ¿se habrá recuperado Uruguay?
–No sé si el fútbol se va a recuperar, no tengo demasiadas
esperanzas, pero Uruguay se recuperará.
Juan Cruz (Insurgente)
18/9/06
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