La promesa de una sociedad distinta, postcapitalista, que incentivaría
las capacidades humanas desde un orden equitativo y justo, no se
hizo viable en el siglo XX. Al final, la prueba de la eficiencia, que el
socialismo aceptó dirimir dentro de los patrones fijados por el capital,
la ganó el capitalismo. Y la ganó en el terreno de la economía porque el
socialismo la había perdido en el terreno de la política. La institucionalidad
política que se había dado cedió sorpresivamente al impacto del
primer revés integral sufrido dentro de las reglas del mercado financiero
mundial.
Sería ingenuo, y hasta peligroso para las experiencias socialistas que
han resistido al derrumbe, atribuir esta fragilidad política a la conducción
de un gobernante en lugar de mirar hacia las estructuras del sistema.
Como si nos olvidáramos de que en el capitalismo los gobernantes
pasan continuamente y el sistema se sostiene por sí mismo. No veo
lectura sensata que no parta del reconocimiento de la insuficiencia de
las instituciones que el socialismo del siglo XX engendró. No lo digo
como una conclusión sino como la hipótesis, o al menos la pista para
una agenda de la investigación que nos falta realizar a fondo, sin dejarnos
llevar por dogmas ni por ilusiones; y a la que estamos obligados
para que nuestras respuestas a los reveses no se queden en el corto plazo.
Probablemente la empresa de levantar un nuevo modo de producción,
uno superior al capitalista, en el propio siglo XX, haya sido un
empeño prematuro. Pero en tal caso esa experiencia histórica no habrá
sido en balde. Cuando menos tenemos que reconocerle la dimensión
de un antecedente, como ensayo general, como prueba de que el desencadenamiento
de esta fuerza liberadora es posible, necesario y promisorio,
más allá de cualquier inventario de insuficiencias y deformaciones
en el malogrado episodio soviético del socialismo de Estado. Lo cierto
es que la humanidad ha vuelto a quedar atrapada en manos del
0,008% de la población mundial, una minoría que monopoliza los
beneficios de la revolución tecnológica y que impone todas las reglas a
su arbitrio, desde un modelo de dominación que adquiere al fin una
configuración verdaderamente universal para el capital.
Capital transnacional y hegemonía
Cada vez que me asomo al tema de la globalización insisto en nombrar
la centralidad del poder del capital transnacionalizado, para no dejar
en las ramas la connotación del concepto. Fernando Martínez, en uno
de los ensayos recogidos en su libro Corrimiento hacia el rojo, advierte
que “neoliberalismo o globalización son palabras de un lenguaje que
limita el pensamiento a debates secundarios o a confusiones”.1 Yo también
encuentro validez en estas prevenciones. No porque haya que desestimar
esos conceptos, sino en aras de no permitir que nos saturen el
discurso, dándole un sentido falso. Para no olvidar que uno y otro hacen
referencia al ordenamiento mundial a partir de que la transnacionalización
del capital implantó dispositivos propios de dominación sobre
el sistema capitalista mundial. Estamos ante un rasgo estructural, un
nuevo eslabón en el proceso de concentración y centralización del capital,
y estimo imprescindible tener en cuenta que cuando hablemos de
“alternativas al neoliberalismo” estaremos hablando de alternativas al
poder del capital transnacionalizado, o a sus efectos relacionales, físicos,
humanos, espirituales e institucionales, por tipificar esferas de lo
social donde ese poder de dominación cobra forma más allá de lo estrictamente
económico. Subrayo desde ahora que estoy haciendo referencia a una relación de
poder. Parecería que, al no desarrollar suficientemente una teoría del poder,
Carlos Marx dio lugar a que entre sus seguidores prevaleciera la
tendencia de reducir el poder a la esfera de la política. En el mainstream
del marxismo —ortodoxo y heterodoxo— se consolidó así una
visión superestructural del poder, que se plasma en su identificación,
en sentido estricto, en el poder del Estado, o dicho más exactamente,
en el Estado como expresión exclusiva del poder.
No del poder que atraviesa todas las esferas de las relaciones sociales,
comenzando por la familia, la célula básica de la sociedad, para
seguir en el seno de las relaciones económicas (y eso, las relaciones de
explotación, sí nos consta a todos que Marx lo vio con claridad desde
los textos económicos que anteceden al Manifiesto Comunista), en todas
las manifestaciones de la institucionalidad civil (comenzando por
las instituciones religiosas, para las cuales el poder constituye un elemento
clave), y por supuesto, culminar en su más auténtica y concentrada
manifestación institucional: el Estado.
Los conceptos de hegemonía y de dominación son expresivos, precisamente,
de la relación de poder. En todas las esferas en que este se
manifiesta. Estimo que en nuestros días tampoco se puede hablar de
“globalización neoliberal” sin hablar de “hegemonía”, a riesgo de quedarnos
atrapados entre el deslumbramiento de la formidable revolución
tecnológica de nuestro tiempo, en un extremo, y la angustia del
círculo vicioso neoliberal en el ordenamiento económico y social del
mundo, en el otro extremo. Y de perder, entre deslumbramiento y desesperación,
la perspectiva histórica integral.
El aporte gramsciano al descubrimiento teórico de Marx fue decisivo
para la vindicación del concepto de hegemonía, su diferencia y a
la vez su nexo inseparable con el de dominación, sobre el cual Lenin
había hecho ya un aporte decisivo. El último para denotar la coerción,
en tanto el primero subraya un efecto “intelectual y moral” que
hace que el poder sintetice una “combinación de fuerza y consenso”.
Antes de Antonio Gramsci, y también ahora con la mayor frecuencia
—pues su pensamiento no ha sido tomado en cuenta con la atención
que merece— ambos conceptos suelen usarse indistintamente, como
si esta significativa diferencia que él develó fuese una simple sutileza
del lenguaje.
La lectura gramsciana se presenta a partir de una relación que tiene
lugar dentro de la especificidad del bloque histórico, pero que resulta
también válida aplicada al sistema-mundo, y adquiere un
extraordinario valor explicativo para desentrañar los lazos de poder en
la época del capital transnacionalizado. Decir que hablamos de
hegemonía para designar simplemente a la supremacía de un Estado
sobre otro puede resultar una reducción. Robert W. Cox lo expone en
términos muy convincentes cuando señala: “El concepto hegemónico
de orden mundial está fundado no solo en la regulación del conflicto
interestatal, sino también como una sociedad civil concebida
globalmente, esto es, un modo de producción de dimensiones globales
que pone en funcionamiento conexiones entre las clases sociales
de los países abarcados por él”.2
Una mirada indiscreta al presente
A partir de estos supuestos propongo, antes de hablar siquiera de alternativas,
asomarnos a algunos de los grandes mitos que la hegemonía
neoliberal ha logrado imponer al mundo. Sin atenerme a una secuencia
histórica, ni a un orden definido de relevancia, pienso que tal vez la
idea de la “terminación del orden bipolar” podría ser el primer mito
que se presenta a nuestra mirada. El orden bipolar en realidad no ha
desaparecido, sino que el sentido de los polos se nos muestra distinto,
otro del que se nos había propuesto como prioritario. Cabría decir más
bien que ha desaparecido la centralidad de la contradicción Este-Oeste,
nomenclatura geográfica que encubre una competición de potencias
(pretendidamente de formaciones socioeconómicas), una confrontación
de hegemonías (y no solamente la confrontación por la hegemonía).
Ahora habría pasado al centro la contradicción Norte-Sur, para mantenernos
denominándolas según la geografía. De modo que, de reconocer
validez en esta apreciación, el orden bipolar no terminó, sino que
mostró tener otro sentido.
No es este un recurso retórico: sugiere incluso la posibilidad de que
haya pasado el tiempo de la competición de las potencias;3 revela igualmente
el hecho de que no hemos desembocado en un mundo multipolar
(y me pregunto si en rigor podríamos hablar de unipolaridad, dado
que la connotación de lo polar alude siempre a dos polos, lo que querría
decir que “unipolar” es un sinsentido), sino en un mundo en el cual
los polos están marcados por la riqueza y la pobreza, la confrontación
más antigua en la historia.
A la altura de los años 60 estudiosos latinoamericanos y europeos
focalizaron desde diversos ángulos el primado de la contradicción Norte-
Sur en un cuadro asimétrico del ordenamiento mundial. Desde
entonces esta relación ha recibido designaciones muy diversas según los
rasgos que se destaquen: primer y tercer mundo, países industrializados
y no industrializados, países desarrollados y subdesarrollados (o en desarrollo,
desde una lectura complaciente), centro y periferia, países acreedores
y países deudores.
El hecho es que el derrumbe del socialismo soviético ha venido a
confirmar que el plano verdadero, estructural, del bipolarismo cobraba
forma en una solución de continuidad de las relaciones de explotación
—todavía no de ruptura— enmarcado por la distribución y el poder
sobre las riquezas. Y que ahora nos ha tocado descubrirnos en medio
del mundo del capital transnacional, de su poder omnímodo. Ya no
más en el mundo de los grandes bloques en pugna.
Lo que tenemos ante nosotros no es un dato exclusivamente económico,
sino también, de modo inseparable, un dato de poder, que toca a
todos los niveles de las relaciones sociales, lo que ha llevado a algunos
autores a calificarlo de crisis civilizatoria. Se le ha llamado a este tiempo
que nos ha tocado vivir “civilización de la desigualdad”, y también
“medioevo tecnológico”. Intento resumir en las notas que siguen los
rasgos que considero distintivos y los mitos que ha armado la hegemonía.
1
La aparición de nuevos pactos de poder. La asociación entre el capital
transnacionalizado y los Estados de los países capitalistas centrales en
el ejercicio de la hegemonía, con la subalternación cómplice de las burguesías
y los gobiernos de los países periféricos, cuyo compromiso de
clase a escala global ha hecho desaparecer en la práctica la competitividad
del interés nacional. Y ha generado nuevas normas de servilismo y
corrupción en las democracias de la periferia.
Este sería, a mi juicio, el rasgo que diferencia en un sentido más
general a la etapa de concentración capitalista y el orden en el cual
vivimos hoy, de los que le precedieron. Me parece importante detenerme
en un par de aclaraciones, por obvias que se les considere: la primera
es que no se da como ruptura, que el capital no se hace transnacional
volviéndose antagónico con la geografía en que se origina. Las empresas
transnacionales también tienen patria, y es archiconocida la concentración
de las transnacionales en Estados Unidos, en un primer plano,
seguida de los países más ricos de Europa y de Japón.
Es precisamente esta asimetría en la localización del capital transnacional
la que da cuenta de la concentración de poder económico y la dominación de
Estados Unidos en el sistema mundial. Digo “poder económico” con toda intención
porque las diferencias económicas, incluso entre los centros capitalistas, no se
limitan a diferencias de riquezas, de lo que arrojan las cifras del PIB, el PIB per cápita,
y otras estadísticas, sino que devienen, al propio tiempo, diferencias de poder.
La segunda aclaración se refiere a lo que distingue al orden actual
del que le precedió, centrado en las competencias entre los monopolios
locales; la competencia monopólica transnacionalizada se presenta
marcada por la capacidad de acción, la autonomía supranacional,
la asunción de una alta cuota de control sobre los instrumentos internacionales,
y la influencia que alcanzan sobre los intereses nacionales.
Tal vez el mejor y más antiguo de los ejemplos que reflejan con
claridad este pacto es la historia de la formación del sistema de competencia
de las transnacionales petroleras, las legendarias “siete hermanas”.
En resumen, que el ordenamiento actual se nos presenta caracterizado
por el pacto de poder entre los Estados y el capital transnacionalizado.
2
La subordinación de la inversión productiva a la inversión especulativa
en los circuitos de la reproducción del capital. La especulación prevalece
ahora en la reproducción del capital y adquiere peso en la regulación
de la inversión productiva: se pueden mover volúmenes apreciables de
ganancias sin producir un alfiler. Es una deformación que se transfiere
progresivamente a todo el sistema. Las sumas que circulan a diario en
los mercados de divisa representan unas 50 veces el valor de las transacciones
de bienes y servicios no financieros en el mercado. En México,
el TLCAN ha llevado la inversión especulativa a las cuatro quintas
partes de la inversión total y a estas proporciones llevaría seguramente
el ALCA a toda América Latina.
El debate de los años 60, que confrontaba la orientación hacia las
estrategias de “industrialización sustitutiva” como elemento para fortalecer
la salida del subdesarrollo, frente al “redesplazamiento del capital
industrial”, ha sido barrido por la violencia monetaria impuesta por
las dinámicas dominantes del capital.
El cambio en la composición de las inversiones se convierte así en
un nuevo factor de desestructuración de las economías de la periferia
que la asociación de “libre comercio” con las grandes potencias parece
que va a intensificar de manera invariable. Por tal motivo hablaría de
un segundo mito, el de la “incentivación de las inversiones”, mito que
pudiéramos considerar una variante neoliberal de otro más viejo y quizás
más global, que es el mito del “derrame”; o sea, la desacreditada
ilusión que pretende justificar el enriquecimiento, sin límite y a cualquier
costo, de las minorías con la falacia de que esto produciría un
“derrame” de bienestar sobre las clases subalternas (o las economías
subalternas, en el plano del ordenamiento internacional).
3
El primado que adquieren las relaciones entre deudores y acreedores,
dentro de la relación entre periferia y centro. Estas relaciones se han
convertido en el lazo que arma de conjunto la viabilidad y la perpetuación
de la economía subalterna dentro del esquema neoliberal. El tercero
de los grandes mitos de la ideología neoliberal —e insisto en que
los identificaré a medida que salgan a flote— sería el mito de los “países
deudores”, como si hablásemos de una condición natural. Pues en
realidad los más ricos son los que más deben, tanto en términos financieros,
como en sentido rigurosamente histórico.
La más elevada de las deudas (externa y externa, pública y privada)
es la de Estados Unidos, seguida de las de las economías más dinámicas
de los centros capitalistas. Pero la dependencia no es definible en
términos de cifras de endeudamiento. En cuanto a la historia, no existe
contabilidad ni medios de reclamar el saqueo de cinco siglos, las deudas
históricas sobre las cuales los centros capitalistas construyeron su
acumulación originaria.
No obstante, lo que ahora importa para nuestra caracterización
del significado de la deuda, no es definir quién debe más en realidad,
sino verificar que el endeudamiento, a partir de los créditos de
los años 70, se convirtió en el medio principal de sangramiento de
las economías del Sur, y en el principal instrumento de poder, económico,
político y social del Norte sobre la periferia. Y que a la larga no es un
problema que se resuelva con períodos de gracia, y ni siquiera con
condonaciones, sino que se requieren mecanismos que, además de limpiar
las cuentas, eviten que los efectos del endeudamiento para las economías
de la periferia
4
La intensificación de las dinámicas de empobrecimiento y desigualdad.
En la década de los 90 los ingresos del 1% más rico en América
Latina pasaron de 220 a 230 veces los ingresos del 1% más pobre. El
2002 finalizó con 221 millones de pobres, 7 millones más que el 2001,
medido por raseros fijados por el Banco Mundial (cuyas insuficiencias
para revelar la verdadera situación de pobreza han sido demostradas),
a pesar de los esfuerzos desplegados por mitigar la pobreza y algunos
logros relativos obtenidos. Estas dinámicas no pueden ser revertidas a
partir de la lógica del capital, que es la lógica de la ganancia. La incompatibilidad
entre la eficiencia capitalista, basada en la ganancia, y la
perpetuación de patrones de equidad y justicia social, que supone la
incorporación racionalizada del gasto no productivo a los mecanismos
económicos, adquiere su máxima expresión en el esquema neoliberal.
Cobra un sentido especial el concepto de pobreza estructural, frente
a una visión coyuntural de la pobreza, para explicar la reproducción
sistémica del fenómeno en escala ampliada. También el concepto de
marginalidad, que no es coextensivo con el de pobreza, pero que define
un universo social estrechamente vinculado a ella. Y el concepto de
exclusión, usado para explicar la existencia de una franja de población
considerada como prescindible por el sistema. “No estamos entrando
en otra era más de ricos y pobres, como en
es un mundo de incluidos y excluidos”.4 La dicotomía tampoco se
limita ya a los términos que expresan la situación de escasez en que
tiene que vivir la inmensa mayoría de la población del planeta, sino
que alude a disparidades que fuerzan un tipo de inserción de las regiones
geográficas en el sistema internacional.
No tiene nada de casual que el tema de la pobreza se haya convertido
desde el último cuarto del siglo XX en una de las preocupaciones
más acuciantes en los medios políticos, tanto como en los académicos,
por el fracaso que una civilización tecnológica con las mayores capacidades
productivas de la historia, suficientes para eliminar los problemas
del hambre, la educación y la salud, se muestre impotente para ello
debido al modo en que la sociedad se encuentra ordenada.
5
La nueva división del trabajo. A la vieja “división del trabajo” entre
centro y periferia (es decir, la que el centro impone a la periferia), basada
en la economía de plantación y la extracción de recursos minerales y
materias primas enmarcada por la marea de exportación de capitales
desde finales del siglo XIX hasta el XX, se superpuso una nueva a partir
de la década de los años 60 del siglo que concluyó; centrada esta en las
industrias de subcontratación o maquiladoras, en el turismo, y en las
remesas familiares procedentes de la emigración. Por razones obvias,
voy a pasar por alto ahora una descripción más detallada, pero quiero
insistir en dos rasgos generales. El primero, que no se trata de situaciones
coyunturales, sino que estos nuevos elementos son introducidos
estructuralmente por las dinámicas propias del ordenamiento impuesto
por el capital transnacionalizado. El segundo rasgo es que los tres
nuevos elementos son indicativos de la profundidad a que ha llegado la
brecha entre países ricos y países pobres.
La profundización de la brecha entre Norte y Sur se refleja en la
totalidad de esta configuración. En el caso de la maquiladora, a través
del movimiento del capital hacia el mercado laboral más redituable,
donde la elevada disponibilidad de fuerza de trabajo convierte a
la superexplotación en una estrategia de subsistencia para una población
que carece masivamente de otras posibilidades de empleo remunerado.
El mercado turístico (que ha sido llamado por sus apologistas
“la industria sin chimeneas”) supone el aprovechamiento de los recursos
naturales de los países del Sur como producto de exportación,
ante la carencia de otros más lucrativos. Constituye, a mi juicio, una
franja de las economías periféricas que pudiera ser mucho mejor aprovechada,
si se regulara con más rigor la participación del capital transnacional,
y se fortaleciera la presencia de la propiedad nacional
socializada (no solamente estatal). Es un sector en el cual pienso que
la experiencia cubana ha logrado resultados aprovechables en otros
escenarios.
A medida que crecía la corriente migratoria de los países de la
periferia a los centros capitalistas en busca de empleo en mejores condiciones,
se fue incrementando también el peso específico de las remesas
familiares hacia los lugares de origen, y estas constituyen hoy
en muchos países de América Latina la más importante fuente de
ingreso en divisas. Esta situación de ningún modo es estática, pues es
de sobra conocida la intensificación de las dinámicas migratorias que
caracterizan la entrada en el presente siglo. Se puede pronosticar por
lo tanto que la relación migración-remesas no solo se va a intensificar,
sino que también va a generar un proceso de complicación cargado
de contradicciones.
6
El debilitamiento del Estado-nación en los países periféricos. (Subrayo,
en los periféricos) frente al capital transnacionalizado y frente a los
organismos económicos internacionales. Me refiero a un circuito de
procesos que incluye la pérdida de poder económico a través de las
privatizaciones, del manejo irresponsable y abusivo de los recursos naturales,
del abandono de la voluntad política de respuesta y resistencia,
y de la pérdida consiguiente de soberanía funcional.5 Aquí aparece un
cuarto mito de la ideología neoliberal: el mito de la “desregulación”.
Supuestamente la supresión de regulaciones sobre la economía sería
una condición de eficiencia, una sine qua non del buen funcionamiento
del mercado.
Esto es totalmente falso, pues la economía de mercado no responde
desde hace mucho a la “mano invisible” que proclamaba Adam Smith.
Hoy lo que prevalece no es, de ningún modo, el mercado libre, sino un
mercado bien diferenciado y administrado. ¿Cómo competir desde las
agriculturas periféricas en el mercado con las agriculturas de los países
ricos, si el agricultor medio en Europa recibe 16 000 dólares de subsidio
anual, y el norteamericano 20 000?6 ¿Cómo hablar del predominio
del mercado global cuando este representa entre el 15% y el 20% de las
transacciones mercantiles, en tanto que el 80% o el 85% restante, es
decir, el grueso del comercio mundial, tiene lugar entre las transnacionales?
En realidad el mercado se mueve hoy a partir de los conductos
de una planificación centralizada desde los centros del capital y no por
la acción de la ley de la oferta y la demanda.
En definitiva, el único objeto de desregulación es la capacidad de los
Estados periféricos de responder a los intereses de sus pueblos, crecientemente
sumidos en condiciones de pobreza.
7
El poder irrestricto de la especulación ha otorgado un carácter estructural
a los circuitos financieros negros. Circuitos cuya naturaleza es
distinta en esencia de las gruesas franjas de economía informal generadas
por la exclusión, que se han convertido en el espacio de supervivencia
para la población empobrecida. Hablamos ahora de corrupción, y no
de cualquier tipo de corrupción. Recuerdo siempre, de mis tiempos de
estudiante, a un profesor de una asignatura de Seguros quien decía que
existían solo tres maneras de llegar a rico: la primera era nacer rico y
heredar, la segunda era casarse rico (o rica), y la tercera consistía siempre
en quitarle el dinero a otro. Porque el dinero nunca está inactivo, en
algún lugar, esperando por alguien que lo adopte. No pretendo convertir
la anécdota en una cita de autoridad, pero no podemos pasar por
alto la falta de escrúpulos que entraña la naturaleza misma de la competencia
capitalista: la corrupción legitimada.
Un quinto mito que creo que se conforma es el de confundir las
maneras en las que buscan la subsistencia extensas franjas de la población
que nacen y mueren sin conseguir en su vida un empleo remunerado
estable (los excluidos de que ya hablamos), con el lucro del tráfico
de narcóticos, de armas, de personas, y de influencias, y aun con el
saqueo del erario público. Abigarrado todo bajo el concepto de economía
informal. Es un mito para el cual confieso que no he encontrado
aún un nombre bien diferenciado, pero no por ello menos real que los
otros.
Ahora no me refiero por supuesto a la informalidad en la obtención
de la subsistencia, sino a las modalidades de la corrupción vinculadas a
los circuitos transnacionales de la acumulación de capital. Más allá de
los llamados “paraísos fiscales”, existen ya extensas regiones fuera de
la jurisdicción de cualquier Estado. No se excluye que algunos países
muy endeudados ingresan sumas más cuantiosas procedentes de la droga,
el comercio de armas y del contrabando humano que de las fuentes
de la economía formal. Los Estados, casi siempre los pequeños, pero
incluso los grandes, carecen frecuentemente de recursos suficientes para
hacer frente al cártel, que también introduce la corrupción en sus dispositivos
de control policial.
El peso específico de este mercado a escala global hace difícil distinguir
en las altas finanzas al dinero sucio del limpio. El lavado de dinero
consta de tres etapas: la “colocación” de los ingresos ilegales en un
contexto legítimo, que no requiera revelar el origen de los fondos; la
“estratificación”, que consiste en movilizar los activos en una serie de
transacciones para ocultar su localización; la “integración”, que supone
la eliminación de cualquier indicio de origen ilegal a través de la
disolución de los fondos en la economía convencional. La introducción
de los espacios virtuales, frente a los territoriales, aporta rapidez y
anonimato a los mercados de capitales de todo tipo, y en consecuencia
al lavado.7
En tanto, en las relaciones intergubernamentales, los temas de la
“lucha contra las drogas”, la “lucha contra el terrorismo”, y otros, en
lugar de contribuir a soluciones efectivas devienen indicadores de
mecanismos de fuerza, de aplicación del poder con otros fines. Así se
pone de manifiesto en el Plan Colombia, o en la ley norteamericana
llamada “de ajuste cubano”, y se mezcla con la concepción de la guerra
que vemos aparecer en la invasión a Afganistán, primero, y ahora a
Iraq.
Aquí tendría que incluir un sexto mito, el más reciente de todos, que
llamaríamos después del 11 de septiembre del 2001 “el mito de las cruzadas”.
Con antecedentes condicionantes, como el más que cincuentenario
mito del “mundo libre” frente al mundo comunista, que saturó el
discurso norteamericano y europeo de postguerra. Mito que tuvo un
éxito apreciable en ocultar al Occidente que vivía en un mundo que de
libre tenía muy poco.
8
Aparece, en este contexto, una nueva concepción de la guerra manejada
por el vencedor, que está determinada de antemano por la superioridad
logística y económica, y que va delineando las reglas de entrada y
de salida en el conflicto bélico sin tomar en cuenta para nada la situación
y el criterio del vencido, que por supuesto también ha quedado
definido de antemano. La guerra vuelve a ser, sin duda, la válvula de
escape de tensiones económicas y el medio de afirmar intereses de dominación
(como es el caso de las reservas petroleras), y de fortalecer
zonas de influencia (como el control geopolítico del Medio Oriente).
Es difícil pensar ya, dada la asimetría existente, en una tercera guerra
mundial con el perfil de las dos anteriores, libradas a partir de bloques
de fuerzas en contienda. Ahora parecería que cada día nos adentramos
en el mapa de una guerra de los centros de poder contra la humanidad,
contra los que cada vez más se resisten a aceptar, en parte o en todo, los
esquemas hegemónicos del imperio. Una guerra en la cual quienes combaten
(y pienso básicamente en la infantería) a favor del poder del capital
no tienen por qué entender su verdadera naturaleza, sino todo lo
contrario: necesitan sentirse los portaestandartes de una cruzada purificadora.
Aquí radica en esencia el sentido del “mito de las cruzadas”
al cual me referí líneas atrás.
¿Cómo movilizar sin este mito para el combate las aventuras de invasión?
De ahí que la confianza en la superioridad logística se haya
hecho tan relevante. De ahí también que el efecto disuasorio de las bajas
al invasor, producidas con frecuencia por métodos irregulares ante
la imposibilidad de hacerlo de otro modo, adquieran un decisivo significado
de disuasión.
9
La revolución tecnológica del siglo XX, que debió servir para escolarizar
y educar al hombre nuevo, ha devenido una estructura de
mantenimiento de la inercia, de adocenamiento, de creación y difusión
de mitos, y el auspiciador principal de la insensibilidad dentro del
totalitarismo del mercado. La insensibilidad muestra una ruta de crecimiento
que incide en la deshumanización de la sociedad. La imagen
del niño que muere de inanición ha perdido impacto en el habitante del
primer mundo. La tragedia de la población del África subsahariana,
que camina paso a paso al destino de ser diezmada por el SIDA, se
escapa a la sensibilidad de las mayorías en las poblaciones del Norte.
No creo que haya sido la solidaridad humana (y que me perdonen
las excepciones, que muchas conozco) lo que motivó la receptividad
entusiasta ante el discurso presidencial de la cruzada antiterrorista posterior
al 11 de septiembre del 2001, sino el pánico, la inseguridad y la
desconfianza. La reacción fundamentalista no sale de la pregunta ¿cómo
fue posible que sucediera?, sino de otras preguntas, como: ¿qué hacer
para evitar que se repita?, ¿cómo evitar que toque a mi familia? En esta
coyuntura lo que preocupa al implicado no se vincula a los que perecieron
tanto como al riesgo de figurar en la nómina de los próximos. En
tanto, las cruzadas no hacen más que engrosar las nóminas de los próximos.
La intolerancia genera intolerancia; esa es una verdad universal,
en ningún caso para bien, siempre para mal.
Y la resistencia armada del pueblo iraquí, que escribe hoy una página
de gloria en defensa de su independencia nacional sin precedente en
la historia de las recientes granjerías del imperialismo, queda codificada
como terrorista ante la opinión pública de los países invasores. Tenemos
que vérnoslas con una maquinaria tan perfectamente engrasada,
tan efectiva, tan articulada, que se hace un desafío de primer orden
lograr que el sentido común llegue a tener sentido.
10
El mundo no se ha hecho realmente más democrático. Las 15 transiciones
políticas de dictaduras militares a regímenes formalmente democráticos,
que tuvieron lugar en el último cuarto del siglo XX en
América Latina, arrojaron resultados tan impopulares que han provocado
un efecto de desilusión traducido, entre otras cosas, en abstencionismo
electoral, en la opción por candidatos no vinculados a partidos
políticos tradicionales, en el rechazo al sistema pluripartidista corroído
en todas partes por el clientelismo.
El sistema político, concebido según los patrones del presidencialismo
norteamericano, ha mostrado —como en los propios Estados Unidos—
la involución hacia una verdadera subasta de cargos en la cual
las posibilidades de elección se vinculan, sin recato de tipo alguno, a
los recursos de que disponen los candidatos para costearse la campaña.
El incremento de la incidencia en casos de corrupción y enriquecimiento
de los mandatarios, ahora electos en las urnas, se ha sumado a la tradicional
desatención de los intereses de la población. Estamos ante el
séptimo de los mitos de la ideología neoliberal, el mito de la “transición
democrática”, sobre el cual habría ya mucha tela por donde cortar.
No es mi intención pasar por alto lo positivo que reporta este cambio
en el continente, pero el saldo en esa cuenta está muy lejos de ser satisfactorio.
Para un criterio de alternativas
Expuestas estas consideraciones, con cierta pretensión de diagnóstico,
la pregunta a la que quiero acudir ahora es: ¿Existe alternativa para el
orden neoliberal impuesto por el capital transnacionalizado?
El octavo mito que voy a citar, tal vez el primero de la ideología
neoliberal, visto cronológicamente, al transitar la propuesta de Hayek
del plano teórico a la aplicación práctica a principios de los años 80,
fue el que quedó enunciado por Margaret Thatcher en aquella frase
que sigue recorriendo el mundo: “There is no alternative” (“No hay
alternativa”), y que de tanto repetirse se convirtió en la sigla TINA.
Hacer creer simplemente que no había otra salida que la aplicación de
la fórmula neoliberal, tan desacreditada en el debate de las décadas
precedentes.
Sin embargo, desde la segunda mitad de los años 90, las crisis bursátiles
llevaron a replantear a algunos, en el plano práctico y en la teoría,
la limitación de la fórmula de la privatización como pivote estructural
del neoliberalismo. En su discurso de despedida al abandonar la presidencia
del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdesus reconoció:
“Nos hemos equivocado” al evaluar los resultados de la aplicación
del modelo neoliberal. Hoy empezamos a observar incluso desprivatizaciones
en diversos sectores: aeropuertos, ferrocarriles, distribución
de aguas. Han aparecido doctrinas reformadoras de derecha para el
sistema, como las de George Soros y la “tercera vía” de Anthony
Giddens, y más recientemente otras más críticas, como las propuestas
del premio Nobel de economía Josepth Stiglitz.
No estamos ya en el auge de la alternativa de Thatcher y Reagan,
sino en el inicio de su declive. Estamos ante la necesidad de buscar
otras alternativas que ellos deslegitimaron en los años 80.
Desde una proyección de izquierda se ha producido un movimiento
de articulación más orgánico de la protesta social, con numerosas organizaciones,
variadas, de distinto alcance y tonalidades políticas, que
comenzaron por manifestarse espontáneamente en oposición al Foro
de Davos y a otros cónclaves del imperio a finales de los 90, y que han
hallado expresión integral en las reuniones del Foro Social Mundial de
Porto Alegre desde el año 2001.
Salen a flote iniciativas puntuales aceptables para vastos sectores de
la periferia, como la propuesta de aplicación internacional de un impuesto
sobre las transacciones financieras en beneficio del desarrollo de los países
periféricos (inspirado en la conocida “Tobin Tax”),8 las propuestas de
condonación —incluso progresiva— de la deuda a los países de economías
más retrasadas, la de levantar y dar apoyo a posturas de oposición a
cualquier tipo de medida que genere pobreza, o también el condicionamiento
de que la libre circulación de personas anteceda a la libre circulación
de mercancías que se proclama en el ALCA. Ha vuelto al primer
plano de la agenda el tema del fortalecimiento de las fórmulas de integración
regional, como el MERCOSUR, el Pacto Andino, y el CARICOM.
Y más acá de la economía, no olvidemos la campaña contra las
bases militares estadounidenses en los países periféricos, que con tanta
fuerza resonó en el IV Foro Social Mundial en Mumbai.
Otro signo relevante de reacción popular y de posibilidades de cambio
lo encontramos en las muestras de recuperación de la capacidad de
hacer uso del dispositivo electoral en función de los intereses de las
mayorías. Frente a la tendencia al abstencionismo, se ha comenzado a
notar la opción de las urnas para llevar a la conducción del Estado, en
Venezuela y Brasil, a las figuras que las mayorías decidieron que pueden
responder a sus intereses (y para mantenerlos, añadiría, en el caso
de Venezuela), y se impidió en Ecuador y en Argentina que el poder
quedara en manos de los representantes confesos de la oligarquía. En
Bolivia la presión de las masas forzó la renuncia de una presidencia a
punto de tomar decisiones que afectaban hondamente los intereses nacionales.
Parecería paradójico que tengamos que contar todavía como excepción
las situaciones del Tercer Mundo en las cuales el sistema democrático
—perdón, el sistema armado sobre el esquema liberal, he querido
decir— ha comenzado a funcionar para lo que se supone que había
sido creado: para que la voluntad de las mayorías decida quiénes y
cómo las deben gobernar. Sin caer en espejismos, hoy se puede constatar
el déficit de equilibrio del sistema político impuesto. Y con ello los
signos de crisis de un noveno mito de la ideología neoliberal: el mito
del “fin de la historia”.
Dedico las páginas finales de este artículo a algunos apuntes para el
debate actual sobre las alternativas al orden neoliberal.
1
El concepto de alternativa referido al sistema neoliberal nos plantea,
de entrada, algunos dilemas semánticos. El primero es el que se vincula
a la pregunta “¿Alternativa de quién?” ¿Para quién? ¿En interés de
quién? Ante los efectos de agotamiento modélico (la situación de Argentina
se convirtió, en nuestra América, en la expresión más clara de
ese agotamiento), los centros de capital van a tratar de volver a decirnos,
en torno a sus propuestas, que “no hay alternativa”. Vuelve hoy a cobrar
sentido el dilema entre las propuestas de izquierda y las propuestas
de derecha. Recordemos que el TINA de Margaret Thatcher tomó
a la izquierda de principios de los años 80 por sorpresa, sin alternativas
propias que levantar como horizonte de lucha.
El discurso de la izquierda envejeció —ya había envejecido— tratando
de defender a ultranza un paradigma en crisis. Ahora la izquierda
tiene que recomponerse; si se recompone, el paradigma tiene que
ser recreado, y las alternativas tienen que buscarse en las coyunturas, es
decir, para situaciones concretas. Los lastres del siglo XX hacen más
difícil que en el pasado retomar el concepto de socialismo para designar
lo que querríamos dibujar como un paradigma postcapitalista, pero
no ha aparecido otro que lo supere para designar por contraposición
un horizonte genérico. Además, estigmatizarlo a partir de los fracasos
puede ser tan nocivo como han sido otros estigmas, e incluso más que
otros.
2
El segundo dilema sería, entonces, el que tiene que ver con la pregunta
“¿Desde dónde nos planteamos la alternativa?” Aquí “dónde” es una
referencia sistémica más que física. No es lo mismo planteárnosla desde
los centros que desde la periferia (y, atención, no es que no sea
importante el problema planteado también desde los centros y no solo
desde la periferia) ni es lo mismo verlo desde América Latina que desde
África ni desde Brasil que desde Honduras. Ni desde Cuba que desde
el resto de los países de la región.
Quiero decir, con palabras sabias que escuché de Julio de Santa Ana,
que “la alternativa no está en un sistema que homogeneice, sino en el
que logre equidad y justicia social desde las diferencias”.9 Las diferencias
hacen la especificidad y hacen el debate, y la situación de cada país
es un universo en sí misma. Es indispensable tomar en cuenta cómo
cobran diferentes expresiones las políticas de ajuste, la desregulación,
la privatización, la liberalización del comercio, la reducción del perfil
del Estado-nación, y el proceso de endeudamiento externo. Sin olvidar
al propio tiempo que eso que llamamos, tal vez con una vaguedad intencionada,
“la alternativa”, no puede quedar reducida a lo local: no es
posible entrar ahora en detalles, pero quiero subrayar el criterio de que
la alternativa al capitalismo transnacional, a la globalización neoliberal,
tiene por definición que adoptar también una dimensión global.
3
Un tercer dilema que me planteo, sin siquiera salir del plano de la generalidad,
sería “¿Dónde buscar la alternativa?” Solo para responder
rápidamente: en el futuro. Los hijos de la hispanidad (de esta hispanidad
incuestionablemente mestiza) hemos sido dados a engañarnos por
la supuesta sabiduría de los refranes, usualmente cargados de conservadurismo,
y es falso, entre muchas otras cosas que “cualquier tiempo
pasado fue mejor”. Cualquier tiempo mejor tiene que ser futuro. Cualquier
postcapitalismo mejor tiene que ser futuro. Una verdad elemental,
a pesar de que se le pasa muchas veces por alto, es que los proyectos
alternativos están delante, por definición, y no hay por qué buscarlos
detrás, al margen de cuál sea la orientación que informe la búsqueda.
En otros términos, que el neoliberalismo no va a ser superado a
partir del socialismo implantado, según el modelo adaptado de la experiencia
rusa del siglo XX. Ya sabemos que eso no funcionó. Incluso
la idea de una alternativa desde Cuba tiene el doble reto de serlo a la
vez frente al modelo neoliberal dependiente dominante y al modelo
socialista frustrado del siglo XX. Tampoco funciona la transpolación
de otros modelos por exitosos que nos luzcan. Lo cual no significa
hacer tábula rasa de los logros, a veces inmensos, que desde esos
modelos se llegó a alcanzar. Incluso una lectura más madura de la
perestroika, del proyecto que nunca cristalizó, sería importante hoy
para dilucidar qué había de premonitorio en aquella mirada crítica, y
de válido en sus diseños.
Todo esto es imprescindible, a mi juicio, si queremos orientarnos
hacia un socialismo viable, que no tiene modelo preciso de referencia.
Enfrentaríamos aquí el décimo mito de la ideología neoliberal, el de
“la inviabilidad del socialismo”, contra el cual se alzan hasta ahora con
éxito económico los experimentos chino y vietnamita, de alguna manera
el más enigmático (por hermético) proyecto norcoreano; y el cubano,
más caracterizado por sus méritos sociales, pero sometido a una
vulnerabilidad material muy difícil de remontar. Todos ellos con vínculos
históricos con el sistema soviético, diferenciados en lo particular, y
sin ser arrastrados por la desintegración de aquel.
4
Un cuarto dilema se relacionaría con el problema de la intoxicación
neoliberal. ¿Cómo contrarrestarla o neutralizarla? Tal vez se le deba
definir como el dilema de la batalla de ideas. Acepto el concepto si lo
referimos a algo que exige muchas cosas: primero, el discernimiento de
cuál es el verdadero campo de esta batalla; segundo, la identificación
del oponente; tercero, reconocer con precisión las ideas a defender y
las ideas a combatir; y cuarto, defender y combatir con eficacia real. Lo
que debiera suponer siempre una nueva construcción, y la capacidad
de enriquecernos también de aquello que combatimos. La deconstrucción
creativa, que creo necesaria para llegar a propuestas viables.
Es una empresa muy compleja la de superar el “sentido común”
instrumentalizado desde el neoliberalismo o desde cualquier otra perspectiva.
No debemos olvidar que TINA no denota solamente una lectura
política conservadora. Significa sobre todo la consigna de un
programa cultural. De lo que el sistema de poder transnacional necesita
hacer creer al mundo, para rescatar del deterioro a la lógica de la
ganancia y volver a sacralizarla como un factum. El neoliberalismo no
solo es también un problema cultural, sino que su mayor éxito —el
único terreno en el cual no exhibe todavía las fisuras del fracaso— es
precisamente el cultural.
Es evidente —pienso yo— que se impone como esencial a estas generaciones
de hoy la misión del desmontaje efectivo de los mitos de la
ideología neoliberal. La verdadera revolución cultural.
5
Un quinto y último dilema que quiero dejar planteado, que atraviesa
toda mi exposición y que resume de un modo u otro a todos los anteriores,
es el dilema del poder. Comenzamos por reconocer la imposibilidad
de hablar de neoliberalismo sin hablar de capital transnacional, ni de
globalización sin hablar de hegemonía. Para terminar ahora afirmando
que no se puede hablar de alternativa sin hablar también de poder.
Lo incluyo como dilema porque la concentración del poder del capital
en el ordenamiento actual y la rotunda pérdida de soberanía del
Estado periférico nos ha llevado a lo que tal vez sea el undécimo mito.
El mito de la “transferencia de poder”, que cobra manifestaciones muy
diversas; pero que encuentran un denominador común en las ideas de
los objetivos limitados del Estado central, de la prioridad del escenario
comunitario, de los movimientos sociales sin proyección política explícita,
de la introducción de la democracia participativa desde la base, y
muchas otras afines.
Aclaro que pienso ante todo que todas estas ideas son, más que legítimas,
esenciales. Pero aclaro también que no las puedo entender soslayando
el significado del poder sino como otro modo de procurarlo más
acorde a la complejidad del espectro político y a la orientación socialista,
en la cual se hace indispensable la construcción de una democracia
distinta. La historia ha demostrado que el capitalismo puede reproducirse
sin democracia, pero el socialismo no. Y pienso yo que es algo
también afín a la previsión gramsciana en torno al destino de la sociedad
civil en una sociedad socialista.
Quiero finalizar estas líneas acudiendo a un esquema, bastante manejado
hoy, que sintetiza un planteo del horizonte actual a partir de la
confrontación de tres grandes opciones o tendencias:
a. El retorno de un keynesianismo mundializado, que estaría en el centro
de un esfuerzo de socialdemocratización progresiva.
b. La idea de la revolución mundial como único camino posible, hacia
la cual nos iría conduciendo progresivamente la maduración y radicalización
de los movimientos sociales de resistencia.
c. La continuidad natural del modelo neoliberal de relaciones, cuyo
curso podemos percibir en el ALCA como próximo escalón.
Es evidente que la creación de
sobre los Estados miembros, es un instrumento clave para quienes
aspiran a eternizar la globalización de la dictadura del mercado. Y que
en la presente coyuntura la ocupación de Iraq provee a Estados Unidos y
a las transnacionales petroleras con un poder suficiente para poner en
crisis a
mundial. Quiero decir que la marcha de los acontecimientos se orienta
a anclarnos cada vez con mayor fuerza en la tercera de las variantes de
este esquema. Esta es la verdadera tragedia del presente.
Personalmente me inclino más a mirar el horizonte desde una clasificación
dual de las opciones: el curso natural de la lógica del poder
transnacionalizado, que conduce al ALCA y desde el ALCA sabe Dios
a qué monstruosidad estructural; o buscar los modos de cortar ese curso
natural, en lo cual las variantes keynesianas y las más radicales no
tienen por qué ser excluyentes en perspectiva, siempre con la prevención
de que las segundas por sí solas serían inviables y las primeras por
sí solas serán insuficientes. Con lo cual quiero decir que la alternativa
se orienta en la dirección de un proyecto contrahegemónico, amplio
pero inequívoco, al poder del capital.
He intentado resumir aquí una reflexión que he venido desarrollando
a lo largo de los últimos años, y que es tributaria de muchas ideas incorporadas
en el camino, que no se limitan a las que aparecen acreditadas
en citas puntuales. En todo caso no quiero dejar de reconocer que me
siento deudor de numerosos colegas que han extendido su mirada lúcida
y comprometida hacia el presente y hacia el futuro de nuestras sociedades.
Notas
1 Véase Fernando Martínez Heredia: “La alternativa cubana”, El corrimiento hacia
el rojo, Letras Cubanas,
2 Esta cita de su libro Gramsci, hegemony and international relations: an essay in
method, la he reproducido del libro de Luis Fernando Eyerbe: Los Estados Unidos
y
las Américas,
3 Cito al respecto la opinión de Susan George: “Abrigamos serias dudas de que, en
las próximas décadas, un sistema político-económico mundial alternativo pueda
competir razonablemente con la economía de mercado global, ni en el terreno teórico
ni en el práctico”, en El informe Lugano, Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 2002.
4 Susan George: Ob. cit.
5 Utilizo el concepto de soberanía funcional en el sentido que le dio el Informe de la
Comisión Sur, que presidió Julius Nyerere a finales de los años 70, y que hoy parece
olvidado.
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