Ahora, cuatro décadas después, pocas personas saben quién es Rob Carlson. El doctor Carlson es investigador de la Universidad de Washington, y algunas gráficas de la creciente eficiencia de la síntesis de ADN que trazó hace unos años parecen el equivalente biológico de la ley de Moore. Si aún resultan ciertas, hacia finales de la década su derivado práctico será el poder de sintetizar una cadena de ADN del tamaño de un genoma humano al día.
Lo que hoy pasa por ingeniería genética es mera alfarería: significa mover genes de uno en uno y de especie en especie para que las bacterias puedan producir proteínas humanas útiles como fármacos, y para que los cultivos produzcan proteínas bacterianas útiles como insecticidas. La verdadera ingeniería genética implicaría rediseños más radicales, y la curva de Carlson (el doctor descalifica el nombre, pero probablemente no evite que pegue) la está volviendo posible.
A corto plazo tal ingeniería significa ensamblar genes de diferentes organismos para crear nuevas rutas metabólicas o incluso nuevos organismos. A largo plazo podría referirse a rescribir por completo el código genético, para crear cosas situadas más allá de la gama de la biología existente. Son empresas mucho más dignas del nombre de ingeniería genética que la artesanía actual. Pero como el nombre ya se aplica, los pioneros del campo han tenido que crear otro, y llaman “biología sintética” a su incipiente disciplina.
Verdadero diseño inteligente
Uno de los espíritus más radicales de la biología sintética es Drew Endy. El doctor Endy, que trabaja en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), llegó a este campo desde la ingeniería, no la biología. Como ingeniero, puede reconocer un desgarriate cuando lo ve. Y la vida, en su opinión, es un desgarriate. Ningún diseñador inteligente habría acomodado los genomas de organismos vivos como lo hizo la naturaleza. Algunas partes se traslapan, por lo que no pueden cambiar de función y separarse. Otras han perdido su función, pero no han desaparecido, por lo que sólo sirven de estorbo. Y no hay un sentido de organización o jerarquía. Eso es porque, a diferencia de un ingeniero, la evolución no puede regresar al pizarrón, sino sólo jugar con lo que ya existe. Los biólogos, que no buscan más que entender cómo funciona la vida, lo aceptan; los ingenieros, como Endy, desean cambiar esa forma de operar. Quieren empezar de nuevo.
Así pues, Endy ha desarrollado una idea inventada por Tom Knight, uno de sus colegas del MIT. Knight llama a la idea “bioladrillos”. Su inspiración fue un juguete llamado Lego, cuyo éxito radica en que cualquier parte puede ensamblarse a otra mediante un conector universal. Un bioladrillo es un eslabón de ADN que tiene conectores universales a cada extremo. Los bioladrillos pueden unirse para formar componentes de mayor nivel y también sumarse al ADN de una célula para controlar su actividad.
A Endy le gustan los bioladrillos porque prometen al biólogo sintético el conjunto estandarizado de partes que ha sido una de las ventajas de los ingenieros electrónicos que cumplen la ley de Moore. Si un ingeniero quiere un componente particular, puede ir a un catálogo, encontrar una pieza de los parámetros buscados y pedirla a un proveedor. No tiene que diseñarla y ni siquiera saber cómo funciona. Endy cree que los bioladrillos pueden poner a los biólogos en la misma posición.
El ADN de un bioladrillo contiene una combinación de genes que actúa como componente estandarizado. Cuando se traduce en proteína dentro de una célula, la obliga a realizar una tarea, a menudo más compleja que “producir más proteína X”. En particular, Endy está interesado en interruptores y mecanismos de control que regulan otros genes. Tales interruptores son la base de la electrónica, y espera que algún día se vuelvan la base de una biología sintética industrializada.
Por el momento los bioladrillos, como el Lego, son un juguete. Se han usado en estudios como tomar fotografías con películas hechas de bacterias modificadas, pero no para aplicaciones serias. Pero los hay en gran cantidad, muchos en el dominio público del Registro de Partes Biológicas Estándar del MIT, lo cual es una de las razones de que hayan surgido hackers biológicos. Falta ver si los bioladrillos llegarán a dominar el mercado. Una dificultad que enfrentan es la tendencia de los objetos biológicos a evolucionar. Un componente electrónico, una vez diseñado, se puede producir con confianza en una fábrica. Los bioladrillos son engendrados, más que fabricados, lo cual introduce la posibilidad de error. Entre tanto, otros investigadores se contentan con trabajar con objetos más parecidos a componentes naturales, aunque los combinan en formas poco convencionales.
Una nueva síntesis
Uno de los proponentes de este método es Jay Keasling, de la Universidad de California en Berkeley, quien cree que con el tiempo la biología sintética necesitará partes estándar y bien caracterizadas para prosperar. Pero trata de lograrlas mediante un proyecto práctico en vez de generar montones de componentes y esperar que otros piensen qué hacer con ellos.
El proyecto de Keasling consiste en producir de manera biológica y económica lo que ningún químico ha logrado: sintetizar un fármaco contra la malaria llamado artemisinina. Se le extrae de la planta Artemisia annua, cuya mejor fuente está en China. Producir artemisinina por procedimientos químicos normales requiere tantos pasos que resulta impráctico. Keasling convenció a la Fundación Gates de respaldar su idea de lograrlo con biología sintética. Para ello ha construido una ruta metabólica en células de levadura que sintetizan una sustancia llamada ácido artemisínico, el cual puede ser fácilmente convertido por los químicos en artemisinina. Algunos de los genes que lo hacen vienen de la Artemisia, pero otros han sido creados de otras fuentes.
El proyecto de Keasling no es el único que abre rutas metabólicas artificiales. Un objetivo de la biología sintética es producir lo que se conoce como etanol celulósico. Por ahora el etanol, sea para vino, cerveza o combustible, se produce fermentando azúcar o almidón, pero gran parte de la planta se desperdicia. Aunque la levadura no puede digerir celulosa o lignina, moléculas que forman el esqueleto de la planta, algunas bacterias y otras especies de hongos sí pueden. Identificar los genes de las enzimas que realizan esa tarea, modificarlos y ensamblarlos en nuevas rutas produciría sistemas que podrían digerir la planta completa y convertirla en etanol. Nancy Ho, de la Universidad de Purdue, en Indiana (Estados Unidos), ha ideado ya una forma de permitir que las levaduras fermenten los azúcares producidos mediante la descomposición de la celulosa, cosa que la levadura natural no puede hacer.
Es un asunto importante. El etanol de celulosa es la gran esperanza de muchos ambientalistas porque el carbón que contiene, a diferencia del de combustibles fósiles, viene de la atmósfera y por tanto contribuye al calentamiento global cuando regresa allá.
Sin embargo, la prueba final del éxito de la biología sintética no radicará en una mera ruta metabólica artificial, sino en un organismo artificial. Ese es el objetivo del doctor Craig Venter, el primero que secuenció el genoma completo de una criatura viviente (una bacteria) y luego fundó una empresa privada que rivaliza con el Proyecto del Genoma Humano, el cual opera con fondos públicos. Ahora Venter sintetiza genomas en vez de analizarlos. Hace tres años produjo el primer virus sintético viable a partir de químicos comunes. (Es parásito de bacterias, no de humanos.) Ahora tiene en la mira un genoma bacteriano.
Venter estima que podrá sintetizar un genoma bacteriano funcional en el curso de dos años. Genomas más complejos, como los que producen plantas, animales y hongos, llevarán más tiempo, pero cree que será posible en unos 10 años. Y ni siquiera esta supresión definitiva de la distinción entre el mundo orgánico y el inorgánico es la idea más radical de la biología sintética. Algunas personas quieren ir más allá de la caja de herramientas aportada por la naturaleza y crear sistemas biológicos que trabajan con una química que no se encuentra en los objetos naturales.
Traducción: Jorge Anaya
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