Amortajados en sábanas blancas, miles de cadáveres tirados en las esquinas de Puerto Príncipe espera a ser recogidos por los vivos que deambulan sin rumbo por las calles de un infierno “peor que el de Dante”. El rescate se centra en los vivos porque se están apagando los gritos de algunos sepultados. Los cirujanos dan prioridad a los niños
Puerto Príncipe. Zona Cero de la tragedia. El fin del mundo ha utilizado a la capital haitiana como tubo de ensayo. El demoledor terremoto del martes ha matado y herido a miles de personas y hundido cientos de edificios. Los cadáveres se extraen todavía de entre escombros que han aplastado vidas y cuerpos.
Como en el hospital Pequeños Hermanos y Hermanas, en Pettonville. Sus cuatro plantas cayeron sobre decenas de haitianos y extranjeros que allí permanecían, incluido su director. Atrapado entre los amasijos de cemento, el médico llamaba pidiendo ayuda por su teléfono móvil. Hace horas que ya no grita, pero decenas de hombres, vecinos de la zona, persisten en su intento de salvarlo. O al menos de extraer su cadáver.
“Hemos sacado muchos vivos, los envían a los hospitales”, asegura uno de los voluntarios, con toda la normalidad del mundo. “A los muertos los tiramos”.
Una gigantesca fosa común se ha abierto en Titanyen, a la afueras de la capital, esperando los cuerpos que, amortajados con sábanas blancas, resposan en innumerables esquinas. René Préval, el presidente haitiano, aseguró que “ya hemos enterrado a 7.000” personas.
Así es la vida y la muerte hoy en Puerto Príncipe. A dos manzanas del hospital, hasta 20 cadáveres se han alineado en la acera. Sólo dos cuerpos sin vida permanecen sobre el asfalto, pegaditos a los vivos.
Fortune Rosenie, estudiante de 22 años, no aguanta el dolor. Pero sabe que ha tenido suerte. Tiene una pierna destrozada. “Cuando sentí el temblor, eché a correr dentro de mi casa. Pero se me cayó el techo encima”.
Fortune habla y sufre. El terremoto la separó de su familia, de la que nada sabe. Ahora sobrevive de la generosidad de la gente. “Estoy aquí, tumbada en la calle, desde el miércoles. Pero saldré adelante”.
En el resto de la ciudad la muerte espera a ser recogida. Un recorrido por barrios y calles es algo más que una bajada a los infiernos. Porque en Haití es más profundo que todos los demás. Varios neumáticos arden para quemar un par de cadáveres. Propagaban el olor a muerte.
Celebrar la muerte
Ya en la Zona Cero, en Bourdon, de forma insospechada, de entre la masa perdida, surgen seis hombres cantando y dando palmas, corriendo al ritmo de la música. Portan en sus hombros un ataúd de madera. En el vudú la muerte no se llora. Se celebra.
De fiesta, en medio de la tragedia, se encontraban las decenas de jóvenes que asaltaron los restos de un local de telefonía móvil. También queda tiempo para el saqueo. Y para la pelea.
La gente huye en dirección contraria a las caravanas de la solidaridad. Van con la mirada perdida, cargados con sus maletas, con los restos de sus casas, con los restos de sus vidas. Huyen del pavor a las réplicas, al tsunami, buscando a sus familias en el campo. Otros buscan acomodo en cualquier esquina, todo vale. Incluso un pequeño campo de fútbol, junto al consulado dominicano, que reúne a más de mil refugiados. Como Jean Manol, profesor de tenis en el hotel más famoso de Haití, el Montana. Un hotel que ya no existe. “Hasta aquí he venido con mis dos hijos y mi mujer. Parte de mi vida se acabó el martes”.
Camiones cargados de cuerpos
El olor de la muerte se ha extendido por toda la ciudad. Neumáticos arden junto a cuerpos de víctimas desconocidas. Camiones cargados con decenas de cuerpos destrozados, cubiertos por restos de sábanas, se abren paso entre el caos de la ciudad que ha dejado de serlo. El daño en los edificios es apocalíptico y caprichoso. Un inmueble hundido, otro no. El siguiente, destrozado. Como el de la ONU, que ayer confirmó que ya son 36 sus empleados muertos.
Nada funciona. Las tiendas vacías y cerradas. No hay servicios. Falta el agua. Falla la electricidad. No hay gasolina. Los hospitales no funcionan. El Gobierno tiene bastante con recuperarse de sus heridas. No llegan las ayudas.
“Esto es peor que el infierno de Dante”. El cirujano dominicano Rafael Ben ha operado sin interrupción durante las últimas 24 horas. “Damos preferencia a los niños. Luego a las mujeres, después a los ancianos. ¿Hombres? Bueno”, señala con amargura rodeado de varios de sus colegas.
Todos ellos llegaron pocas horas después del terremoto, el miércoles en la mañana. “Las lesiones son muy parecidas, por aplastamiento, por amputación Hay heridas llenas de las gravillas de los edificios, son horrendas”. Los heridos que se puede son llevados a hospitales fuera de la periferia de Puerto Príncipe, como este de dominicanos en Jimaní.
Cuando el escritor cubano Alejo Carpentier narró el Haití que imaginaba, lo bautizó como El reino de este mundo. Inventó así lo real-maravilloso, precedente del famoso realismo mágico. Qué magnífico escritor. Qué pésimo visionario. Haití, el país de los zombis y del vudú, el más pobre de América Latina, el más paupérrimo del hemisferio occidental, es desde el martes un fantasma que vaga por sus calles buscando un sitio para dormir. Buscando un futuro que le ha traicionado una vez más. Los haitianos tenían muy poco. Ahora la implacable naturaleza les ha robado hasta la vida.
DANIEL LOZANO – ENVIADO ESPECIAL – 15/01/2010 01:00
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