El mejor homenaje póstumo a Beccaria, al cumplirse doscientos cincuenta años de escrito su clásico libro Sobre los delitos y las penas [1764], es ponerle a hablar citando algunos fragmentos relevantes de su texto y, a renglón seguido, exponer las dudas y cuestionamientos que su planteamiento genera. He aquí un diálogo imaginario.
Gran maestro Beccaria: ¡que saludable es hoy retomar su reflexión de cara a un futuro de castigos astronómicamente atroces (el eterno infierno para los pecadores que anuncian los cristianos y católicos; la muerte lenta por escasez a la que los opulentos de hoy condenan a los pobres actuales y a las futuras generaciones) … y las atroces condenas de un presente que no es menos absurdo que tal porvenir!
―Beccaria (B): Gracias por sus halagos, en realidad la piedra angular de mi propuesta es el viejo y conocido utilitarismo: “la felicidad dividida entre el mayor número debería ser el punto a cuyo centro se dirigiesen las acciones de la muchedumbre”.
―Profesor (P): debo decir que esa piedra angular explota en millares de fragmentos imposibles de sumar por lo inconmensurables: ¿cómo adicionar el placer de lastimar a otro del sádico, con el de ser lastimado por otra persona que hace feliz al masoquista? Resulta imposible suponer una sola clase de felicidad para seres que, por buscar ser libres, ostentan multiplicidad de disímiles fines y tienen diferentes valores. ¡Extraño que quien tuvo la agudeza para afirmar que el bien común es cosa de fantasiosas novelas no hubiese sido perspicaz en este punto!
―B: Bueno joven, creo que la tarea de tratar complejidades, inconmensurables y libertades corresponde a ustedes, los vivientes.
―P: En esto tiene toda la razón. Por favor, según sea su criterio ¿qué justifica condenar o castigar a nuestros semejantes?
―B: Imponer una pena a nuestros semejantes sólo es justificable cuando esto sea absolutamente necesario: “Todo acto de autoridad (incluida una pena) de hombre a hombre, que no se derive de la absoluta necesidad es tiránica”. Vana y tristemente hoy me revuelco en mi tumba al saber que se condena, se castiga previamente (incluso a millones de seres humanos mediante atroces guerras), simplemente por miedos enfermizos o, peor aún, porque las culpas y los culpables se fabrican a pedido de mercaderes de la tiranía.
―P: Los seres humanos buscan más el poder que la felicidad; el bienestar está fragmentado hasta el colmo de la privatización (con los primeros utilitaristas abarcaba el conjunto de todos los seres vivientes); hoy se limita a naciones, clases sociales, clubes, comunidades, y bienes privados vulgares (riqueza democrática) y exclusivos (bienes posicionales). Y el statu quo (porción de poder y de felicidad excluyente) se maneja como una posesión privada absoluta.
―B: Sí, el signo de estos tiempos es el de la privatización y la fabricación de nuevas fronteras de exclusión. Creo que ustedes deberían trabajar arduamente en torno a la factibilidad y conveniencia del bienestar universal.
―P: ¿Cómo se estima o mide el impacto de los delitos?
―B: Medir y poner caprichosamente precios y penas como hoy se estila es tremendamente peligroso. Mi criterio, basado en el utilitarismo, es tan sencillo como esta sugerencia: “… La única y verdadera medida de los delitos es el daño hecho a la nación, y por esto han errado los que creyeron que lo era la intención del que los comete… Alguna vez los hombres con la mejor intención causan el mayor mal a la sociedad, y algunas otras con la más mala hacen el mayor bien”.
―P: ¡Es un simple pero muy sensato criterio, pues es correcto afirmar que a mayor daño colectivo (a la comunidad, a la nación, al mundo presente y al futuro) es mayor el crimen! En nuestro desquiciado mundo millones de infelices son condenados al presidio por insignificantes infracciones (robar un artículo de primera necesidad para saciar su hambre); otros lo son por crímenes sin daño (uso de bienes y servicios que atañen a sus particulares valores y gustos, y se limitan al ámbito de su vida privada); y a veces se encierra a médicos y científicos (a raíz de algún delito privado y pasional que se les imputa) condenando también a la sociedad, pues la privan de alguien que podría ser más bien multado salvando vidas. El pueblo norteamericano castigó electoralmente a un presidente que fue pillado en una relación sexual escandalosa para pudibundos, pero reeligió a un líder guerrerista que causó mucho daño al mundo entero; también la justicia de ese país permitió encarcelar a una científica colombiana, experta en buscar curación para quienes padecen cáncer de mama. Con estos ejemplos a la vista, ¿Cuál debería ser el fin de las penas?
―B: Mire usted joven, la justicia no debería ser la legalización de bajas pasiones como la venganza y el odio. Mi propuesta simple y llana ha sido esta: “[…] el fin de las penas no es atormentar y afligir a un ente sensible, ni deshacer un delito ya cometido. ¿Se podrá en un cuerpo político, que bien lejos de obrar con pasión, es el tranquilo moderador de las pasiones particulares, se podrá, repito, abrigar esta crueldad inútil, instrumento de furor y del fanatismo de los débiles tiranos? ¿Los alaridos de un infeliz revocan acaso del tiempo, que no vuelve acciones ya consumadas? El fin, pues, no es otro que de impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos y retraer a los demás de la comisión de otros iguales […]”
―P: ¡Tal afirmación es vigorosamente vigente! ¡Con autores como el rumano Georgescu-Roegen sabemos que ni tan siquiera el trabajo supuestamente productivo, ni la plegaria de un mortal, ni la extrema quietud pueden detener y menos reversar la flecha del tiempo y de la entropía! Hoy, infortunadamente, por odio, rabia, venganza y desprecio unos poderosos sectores administran justicia vengativa y buscan desaparecer pueblos o clases sociales enteras. Una ley más sensata estaría compuesta de una dosis de justicia restaurativa (para remediar parte del daño reparable que, por cierto, no cubre lo más importante: destrucción de la vida y de la naturaleza, y daño moral); y otra dosis de no cooperación social con el infractor (más que encerrarlo cortarle o neutralizarle fuentes de poder social, económico, político y aún afectivo que harían posible su dañino accionar).
―B: Al menos me siento conmovido por las mentes activas de ciudadanos aguzados. Y no debemos olvidar que penas y castigos injustos y desmesurados engendran más violencia: “[…] No es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas, y por consiguiente la vigilancia de los magistrados, y aquella severidad inexorable del juez, que ]para ser virtud útil debe estar acompañada de una legislación suave. La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible unido con la esperanza de la impunidad, porque los males, aunque pequeños, cuando son ciertos amedrentan siempre los ánimos de los hombres […]”.
―P: A esto debería agregarse que si refinamos nuestra capacidad para detectar, entender y juzgar a los criminales veremos que estos no actúan solos, que el crimen es una acción colectiva (con colaboradores y beneficiarios que, indirectamente, se lucran de tal actividad delictiva) y, por tanto, que hay que corregir el sendero de la sociedad misma más que de unos presuntos delincuentes aislados. De esta manera, Maestro Beccaria, ¿Por qué ha evolucionado el crimen en maldad y sofisticación?
―B: En un ámbito de competencia a muerte (o creación destructiva como lo dijo el colega Schumpeter) aún los mediocres criminales están condenados a desaparecer. No obstante, otra importante causa de tal malestar la he atribuido a la barbarie misma de la justicia así: ” […] La misma atrocidad de la pena hace que se ponga tanto más esfuerzo en eludirla y evitarla cuanto mayor es el mal contra quien se combate; hace que se cometan muchos delitos, para huir de la pena de uno sólo”.
―P: Hoy seguimos marchando en contravía de tan sabio precepto. A través de erróneas y nefastas políticas públicas los Estados crean crímenes y consolidan mercados negros (nichos de criminalidad). Por ejemplo, la llamada guerra contra las drogas nace de prohibir algunas sustancias psicoactivas demonizadas (cocaína y mariguana), y ha tenido como efecto un crecimiento, sofisticación y atroz violencia de los actores ilegales que intervienen en los diferentes momentos del mercado de tales bienes económicos. ¡Cómo se ve que maniplan la historia y sus enseñanzas. ¡Hasta siempre querido maestro Beccaria, y gracias por sus aportes a la ciencia económica!
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