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Esta salud de espanto



–Llama por favor hijo a la clínica y pídeme una cita con el vascular.


 


Palabras sencillas de alguien muy enfermo, en este caso mi madre, que atraviesa un peligroso pantano de mala salud. Mi amorosa madre no sabe lo que sigue: marcar una y otra vez, esperar los repiques o los sonoros tonos de los computadores que esta época neoliberal trajo consigo.


 


Ayer una operadora nos atendía amablemente, hoy, una máquina nos dice con su “bienvenido a la clínica…. para reserva de citas, para pedido de informes, para …para ….marque el número 1,2, ó 6…” y espere otro tono, y otra vocecilla que provoca mi neura y casi obnubila mi razón.


 


–¿Qué le dijeron mijo? -me pregunta con candor mi madre, aquella mujer a la cual le debo tanto y que ahora la veo en su desbandada física arriando mi corazón a mil por hora y dejándolo abandonado a leguas de su hábitat natural, jadeando de tristeza y de soledad.


 


–Nada madre, esos “aparaticos” definitivamente deshumanizaron la atención y por ello no me he “levantado” la cita todavía.


 


“Ha sido un placer contar con usted, el hospital Pablo Tobón Uribe le agradece su llamada. Usted es muy importante para nosotros”, como si el versito del “sistema caído” no lo hubiera escuchado lo suficiente para agradecerles ese adefesio de no poder pedir una cita y obtener una respuesta a tiempo.


 


Dante debería recorrer, 500 años después, el ambiente que se percibe en los pasillos de los hospitales públicos para así completar la descripción del infierno: miles de hombres y mujeres con sus tripas y sus enfermedades al aire y sus ojos agónicos esperando una mano amiga sin que aparezca por ninguna parte, sin que el Estado abandone su indolencia crónica. Los círculos del infierno están acá, en nuestros albergues de muerte llamados hospitales públicos, y el diablo con su mensaje de guerra, sólo alimenta la ruina corporal y la desesperación de nuestra gente.


 


–Insista mijo, no se desespere que las cosas están así. No pierda la calma y ayúdeme que me está doliendo demasiado la pierna derecha, recuerde mijo que tengo para la próxima semana posiblemente una operación.


 


–Sí madre, aquí estoy al pie del cañón, pero ellos no dejan, ni siquiera les interesa que uno les pague casi que con dólares su estúpido servicio.


 


Ese “marque este otro teléfono que allí le dan la cita” también lo reconozco, como parte siniestra del plan de atender mal al paciente cliente. Al final la cita me la da una niña que reconoce que el doctor vive muy ocupado, y que por ahora sólo atiende cirugías.


 


–Pida la cita pues para la semana entrante que yo hablo con el cirujano para que me postergue la operación.


 


Cuelgo y al rato suena el teléfono y veo a mi madre feliz puesto que de la Clínica Medellín la llaman y le informan que una cliente canceló la cita con el doctor Franco y que entonces la esperan allí al día siguiente.


 


–¡Vio mijo que mi Dios es muy bueno! Para mañana tengo la cita con este médico. A lo mejor puedo ser tratada a tiempo para adelantar los otros trámites.


 


Es una realidad de a puño, que nuestros viejos no son tan saludables como lo podríamos desear sus hijos, pues el medio de segregación social capitalista los arrincona y los somete a un cruel ostracismo. Su vida no es sana ni nadie espera nada de ellos, ni ellos esperan nada de ellos mismos porque sienten que sus fuerzas y esfuerzos casi no son tenidos en cuenta por nadie, y menos por esta sociedad decadente en donde el niño y el viejo no tienen un peso específico.


 


–Me alegra madre, que hayas podido conseguir la cita, a pesar de todo y tan pronto– contesté un tanto azorado después de tan largo itinerario. Confiado partí para mi casa pues ya podía respirar tranquilo ante la posibilidad de que ella fuera atendida al día siguiente, pues esas masas en la pierna eran un escándalo para mí.


 


–¿Cómo le fue madre? –pregunté como lo hace un niño antes de recibir una reprimenda, esperando no propiamente lo mejor.


–Bien mijo –me respondió mi madre–, el médico me dijo que tenía tromboflebitis y que tenía que ponerme unas medias que otro vascular me había prohibido. En fin, dijo que tenía que tomar aspirina y que me pusiera a caminar todo lo que pudiera.


 


–Bueno madre, te fue bien. Me alegra.


 


Todo parece ir bien hasta que hablé con mi hermana. Esta mujer se caracteriza por el entusiasmo y la delicadeza con que recubre todo lo que hace y por el estricto sentido de responsabilidad en todas sus acciones. Enfermera profesional de vieja data, es ahora el principal soporte de la familia. En toda familia hay un ángel, y en nuestro caso: Claudia.


 


–Claudia, ¿cómo le fue a mi madre con ese médico?, ¿qué tenía al fin?


 


–Como perros en misa. ¡Qué médico tan arrogante! Cómo te parece que la atendió en diez minutos, cinco de los cuales gastó hablando por teléfono y los otros cinco demostrando que de las tres personas presentes en su oficina, él era el que más sabía de lo que se estaba hablando. Una pregunta sencilla de mi madre, relacionada con las medias que él le había insistido que se pusiera y con su mala circulación, fue el detonante para iniciar el discurso vacuo de la sabiduría propia. Sí, tenía que humillarla y darle a entender que él era un hombre muy ocupado y que se había salido de una cirugía casi para hacerle el favor de atenderla y ella ahora con sus ¡preguntitas tan fastidiosas! Opté por quedarme callada -anotó, no sin antes lanzar un suspiro de aquellos que si la cogen mal parada la tiran al suelo.


 


Siquiera no acompañé a mi madre, porque de pronto la escena hubiera salido en los periódicos al día siguiente.


 


Miro el horizonte, esa montaña que no termina de aparecer en el balcón de mi casa día tras día después del amanecer y me pregunto, me cuestiono, ¿Dónde está la fuerza mía como hombre y de mi pueblo como país?, para arrancarle el corazón a esta satrapía humeante y asquerosa que todo lo arrebató ¿Dónde está el coraje para detener la tropelía innumerable y cotidiana de esta clase que no ceja de poseernos y manejarnos como si fuéramos marionetas?


 


Miro los ojos tristes de mi madre, miro a todas las madres humildes a través de los ojos de ella y me horrorizo al saber que ellas y sus familias están en peores condiciones que la peor condición de mi madre. No podemos pensarnos como un pueblo que todo lo soporta y supera sin siquiera oponérsele, por mínima dignidad, a este esquema de vida que no es vida.


 


Mi madre vivirá, estoy seguro y así lo deseo, pero lo hará más por la fuerza familiar, con todo lo que ello significa, que por el esfuerzo que el Estado colombiano le va a prodigar en estas tristes horas.

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