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Alegría hecha rabia

Sí, tres años de no saber de nadie cercano a mí desde el momento en que mi padre me regaló a esa infame familia y salió huyendo de la policía por su producción clandestina en el alambique casero, situación que empeoró mi desprotección, que había comenzado con la muerte de mi madre, cuando yo apenas tenía 4 años.


 


Quien llegaba a visitarme ahora era mi hermano mayor, dado que el que lo era por edad había sido asesinado por los pájaros de la región hacía más de seis años, en esa guerra intestina entre la gente del pueblo, estimulada por la oligárquica central a la que le importaban un pito las diferencias entre rojo y azul.


 


Como siempre, lucía impecable en su vestir. Camisa blanca de cuello firme por estar bien almidonado, con mancornas, pantalón negro con una línea muy bien definida en la mitad y un saco negro también, sin arrugas. La camisa tenía abiertos los primeros botones, lo que dejaba parcialmente descubierto su tórax y dejaba ver parte de la cruz que se hacía al arreglar los vellos de su pecho.


 


No esperaba su visita. Nunca esperé la visita de nadie de los míos. Me sentía como abandonada a mi propia suerte, esclavizada frente a una sociedad pueblerina totalmente conservadora e indiferente ante las desgracias infantiles.


 


El verlo, el saber que iba a buscarme, a saber de mí, me generó una profunda alegría que no logré disimular ante sus ojos. Me acerqué lentamente y cuando estuve frente a él no pude impedir mi impulso de tocarlo: lo tomé por las piernas –dada mi pequeña estatura– y lo apreté contra mí. ¡Cómo me hacían falta las caricias, los amores y los cuidados que merece cualquier niña!


 


No hablamos mayor cosa. Él era un hombre seco, de escasas palabras. Me extendió un paquete mediano, envuelto en un papel de flores. El corazón me latió rápidamente, mi alegría creció más. Ya sabrán lo que significa para una niña un regalo inesperado, más aún cuando este tipo de detalles era completamente lejano para mí.


 


Pero luego lo maldije, lo odié, porque cuando abrí el regalo era algo que ratificaba mi condición de esclava, mi condición de sometimiento: era un delantal verde, hecho a mi medida, para continuar en el sometimiento, en la subordinación femenina que en mí había comenzado tempranamente.


 

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