Aunque economistas como P. Krugman2 consideran inútil el concepto de competitividad, por ser idéntico a productividad, la definición clásica de M. Porter3 comporta, además de la productividad tecnológica de punta, una localización óptima frente a los mercados y una fluidez financiera garantizada. Democracia local e identificación en la globalización son dos antídotos de la violencia y de la competitividad neurótica.
Pero esas dos condiciones necesarias no son suficientes. Queda aún por eliminar la cultura violenta como forma de hacer política. Paras y guerrillos. Sólo y por fuerza mayor queda el residuo nada despreciable de la violencia del negocio de la droga. El diagnóstico gringo a través de la gran Witersham Commission dictaminó que la violencia insoportable en la década de los veinte no era falta de un Estado que agotaba los recursos represivos sino la veda del alcohol. No recomienda entonces su legalización sino que identifica una causa flagrante y eficiente.
Pero tendría aquí que consolidarse una izquierda democrática que liquide los rezagos de
¿Qué le pasa a Molano & Co?
Esa cultura de la combinación de todas las formas de lucha, avalada por todos los partidos comunistas latinoamericanos en
Entonces, ¿como por qué, doctor Molano, ahora resulta que ese rechazo equivale a premiar en las encuestas al mandatario que no defiende el derecho formal sino el derecho real, que, según su buen saber y entender, es el de los propietarios? Peregrina hipótesis arraigada en la “convicción íntima” del célebre Alfredo Molano y sus conmilitones. Tendrían que sustentar con mejores luces sus intuiciones de que el inconsciente colectivo del país está ciego y descarrilado, mientras la mente de los preclaros irradia luces… ¿Cuáles luces?
Mientras no se le demuestre al país que la izquierda democrática hace su catarsis y no sólo abandona sino que además condena toda esa parafernalia alucinada de hacer política ficción jugando simultáneas en ocho tableros impunemente, es imposible que prospere una propuesta política capaz de refundar
Opción de poder
Si se resuelve esa indispensable premisa política, la izquierda colombiana puede alinearse con el enfoque central del nuevo bloque latinoamericano, es decir, la capacidad de orientar con autonomía su futuro sin el sometimiento a los puntos originales del Consenso de Washington.
1. Hay que volver a contener la vulnerabilidad del sector externo. Primero, como un acto de soberanía, tal como empieza a practicarlo la izquierda latinoamericana. Colombia tenía blindado su sector externo con el Estatuto Cambiario (el Decreto 444 del 67). Gracias a él se libró de la década perdida en el endeudamiento latinoamericano y no falta quien lo compare con el versátil estatuto chino. Mientras aquí, desde la apertura de 1992, dominan los episodios reevaluadores, azote de los exportadores y la lógica del endeudamiento.
2. Es notable el énfasis del Consenso de Washington sobre las finanzas públicas. En sus tres primeros mandatos se ordena “disciplina fiscal y presupuestal”, “reordenamiento de las prioridades del gasto público” y “reforma impositiva”. Aunque parezca mentira, eso responde a la vulgar lógica del banquero –y a ninguna macroeconomía moderna, como diría Stiglitz. Lo que pretenden es una alta garantía, un endeudamiento creciente y una honra sin desmayo de los pagos del principal y de sus intereses.
La lógica sostenible es no endeudarse para gastos corrientes, ni para financiar el consumo suntuario importado y las obras de infraestructura. Una parte importante del endeudamiento se debe invertir en sectores que renten en dólares, es decir, en el sector exportador, para pagar la deuda.
3. La inversión extranjera es deseable pero no para venir a comprar las mejores industrias nacionales. Por ningún lado se ve el nacimiento de nuevas empresas con nuevas tecnologías. Tampoco resulta interesante convertir en monopolios privados –con crecientes tarifas– a las empresas de servicios públicos que bien se podrían reformar, fortalecer y aun convertir en empresas de economía mixta.
4. El aspecto más detestable es observar que en los estudios de distribución de ingresos, el 20 por ciento de los sectores más ricos percibe ingresos entre 18 y 20 veces más que el 20 por ciento del sector más pobre. En los países industrializados, OCDE, ese multiplicador sólo es de 6,8 veces y el promedio mundial es de 7,1 veces.
Brasil y Colombia son campeones de la inequidad social. Quizá sea a causa del narcotráfico y sus negocios derivados, quizá por esa nueva racha de especulación financiera y del rentable negocio de las importaciones a granel.
Lo cierto es que por la vía de una razonable reforma agraria, que se parezca más a un plan de ordenamiento territorial que a una repartición elemental de tierras, y por la vía de la modernización fiscal (léase menores impuestos pero mayores penas para el fraude fiscal), es necesario que se organice una lenta pero eficiente redistribución de ingresos.
1 Pero no sólo chamboneo sino también cinismo, porque los escritos oficiales de comienzos de la década de los 90, paralelos al Consenso de Washington, se dictaminan con la frialdad y el tono científico de las “etapas de las reformas” forzosas que deben recorrer los países endeudados para acceder a los entonces nuevos planes de financiamiento del Plan Brady. Primera, el apretón fiscal. Segunda, volver a liberar las importaciones hasta alcanzar los niveles anteriores. Tercera, la liberación del sector financiero. La recaída en situaciones críticas ya demostró que esa es la vía que hay que desmontar y aborrecer (Ver como síntesis ejemplar los artículos de la revista Finanzas & Desarrollo del FMI y del BM, junio de 1990).
2 Paul Krugman: El internacionalismo pop, Ed. Norma, Bogotá.
3 Sin caer en la versión indigesta de L.J. Garay en “Crisis y construcción de sociedad. Apuntes sobre el caso de Colombia”, mimeo, Bogotá, 1998.
4 Ver para creer: Alfredo Molano: “Las tripas de la cómoda mayoría”, en El Espectador, 11 de marzo de 2007, p. 16A.
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