Los cambios vividos
por este sector parecían avecinarse, no sólo porque el Plan de Desarrollo en Cultura del IDCT
(Instituto Distrital de Cultura y Turismo) era una enclenque copia de los anteriores planes
sino además porque por ningún lado aparecían expuestos algunos temas, por ejemplo, los derechos
culturales como derechos humanos, la inclusión social (¿cultural?), la diversidad y la diferencia
dentro de los programas y proyectos de esta antigua entidad, para hacer de Bogotá una ciudad sin
indiferencia.
La cultura, por las dimensiones que implica, genera siempre discusiones
inacabadas. Es el caso de las presentadas hace unos años, cuando se creó el Ministerio de Cultura.
Tal vez amparada por esta circunstancia, la cultura se convierte en una piedra en el zapato o en
malabar de aquiescencias, de tal forma que una cosa son el reconocimiento y los procesos que se
hayan generado en la ciudad a través de los planes y proyectos culturales de anteriores
administraciones, y otra las decisiones políticas de índole exclusivamente administrativo, por lo
cual no se entiende este encapsulamiento institucional. Por tal motivo, tanto la cultura como otros
sectores de la ciudad no responden a estos procesos ni a las evaluaciones que se hagan, en el
sentido de construir consecuentes políticas públicas con el contexto que requieren la ciudad y sus
habitantes.
Pero, ¿por qué armar escándalo frente a la reforma en un tema que en apariencia poco
trasciende en el cotidiano de muchas personas? Si consideramos el concepto de cultura en términos
amplios, por ejemplo, la que define el propio decreto, podríamos decir que cultura es el conjunto de
los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan al
conglomerado humano que habita en el Distrito Capital y sus diversos sectores y comunidades, y que
engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser
humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias, bajo el reconocimiento de que la
cultura es dinámica y cambiante por su propia naturaleza. Es decir, la cultura porta, entre otras
cosas, los conocimientos de una sociedad. O, para decirlo en otros términos, la cultura es el
acumulado de todo aquello que ha construido un grupo social a lo largo del tiempo y que transmite
desde la familia hasta, inclusive, los espacios académicos y de investigación especializados. Es por
esto que la cultura cobra valor y sentido, y es por esto que en ciertas culturas y espacios
culturales los conocimientos se vuelven estratégicos (la riqueza de diversos países está constituida
hoy día por sus creaciones, inventos y descubrimientos) porque son la razón de ser de una
sociedad.
Por tal motivo, en muchos países la cultura conserva estrecha relación con la
educación, porque no sólo es importante tener conocimientos sino además distribuirlos, es decir,
enseñarlos y transmitirlos. De hecho, la creación del Ministerio de Educación en Colombia implicó
tareas referidas a la cultura. En otras partes son una misma entidad o conservan acciones
complementarias. Por esta razón, podemos decir que Colombia es un país rico culturalmente porque
cuenta con diversidad de culturas1, por la presencia de grupos étnicos, de investigación, de
creación, que tienen conocimientos trascendentes para nuestra sociedad pero los cuales permanecen
allí sin ser transmitidos, no conocidos ni reconocidos, a punto de desaparecer o, peor todavía, ya
borrados por completo de toda memoria.
Para algunos, la cultura es parte de esa memoria, su
manifestación o lo que comúnmente llamamos expresiones culturales. La(s) expresión(es) de la(s)
cultura(s) son la exposición, el evento, y todo ello se ha convertido en una circulación de
productos y servicios, más que de conocimientos, de saberes e identidades, concepción que está
detrás de la reforma, la cual por sí misma no porta un sentido denigrante; sólo que descarta por
completo las otras significaciones que caracterizan el sentido de la cultura y que realza su
contenido mercantil.
Para otros, a pesar de los 25 años que recientemente cumplió el
Instituto de Cultura del Distrito y de
de nuestro país, la cultura continúa siendo la cultura de élite. La pregunta que hoy se puede
formular es: ¿En qué pensaban los cerebros de la reforma administrativa del Distrito al fusionar
entidades con fines y objetivos distintos? ¿qué de complementario tienen el deporte2 y la cultura?
Es probable que la respuesta esté en
Secretaría
de Gobierno. Lo cierto es que los argumentos de fondo no se dieron sobre estas discusiones. Al
analizar las 19 funciones – que se mezclan en una espectacular incoherencia– de la naciente
Secretaría, la pregunta es aún más acuciante, aunque la respuesta es obvia desde el punto de vista
de los arquitectos de la reforma: porque es necesario acabar con el gigantismo
institucional.
Ante estas circunstancias, se requiere que quienes habitan en Bogotá aborden un
gran debate sobre la cultura, debate que reconozca a sus actores, sus contextos y sus posibles
aportes en la actual coyuntura. Es necesario definir una política pública para la cultura, diferente
de querer institucionalizarla; una política pública que implique cada uno de los aspectos referidos,
incluso dentro del mismo decreto. En el fondo, queda la sensación de que discursos de reconocimiento
sobran en la ley pero que las decisiones son distintas porque todavía, y es lo peor, nos ofrecen más
circo sin vergüenza alguna.
La planeación y administración de los recursos públicos es
fundamental para lograr que se realice diversidad de acciones en la ciudad y para que la inversión
de los ciudadanos –a través de sus impuestos– sea palpable, para lo cual se deben tomar decisiones
acerca del rumbo de las entidades que realizan e implementan tareas y acciones muy diferenciadas.
Cuando el número de entidades creadas supera las necesidades de la ciudad o cuando aquéllas ejercen
acciones demasiado especificas, el fenómeno del gigantismo afecta el ejercicio de gobierno y deben
hacerse reformas; también cuando deben crearse entidades ante las necesidades propias del contexto y
de los ciudadanos. El sentido de la reforma está cobijado por la primera lógica. El asunto es que
tales necesidades responden específicamente a una dinámica de gobierno, más que a la de la ciudad, y
es allí y en cuyo futuro vemos que esta lógica de la eficiencia no pasará de tener un efecto en la
estructura burocrática del sector público.
El ambiente parece apacible y hasta existen espacios
para “explicarles a los ciudadanos” en qué consiste la reforma –ya que no se les consultó cuál
querían–, lo que lleva a preguntar igualmente qué ha sucedido con el Sistema Distrital de
Participación, espacio prometido para la decisión.
La reforma que venía proponiéndose en anteriores
administraciones, aprobada después de innumerables intentos3, no deja de ser la misma planteada
desde entonces. Lo que se requiere es que el llamado sector cultural y los habitantes de Bogotá
puedan posicionar, por primera vez, un pronunciamiento claro ante estos cambios.
1 Aun reconocidos intelectuales de nuestro país consideran que
culturalmente Colombia es pobre porque no reproducimos cabalmente las grandes realizaciones de la
cultura occidental, porque no admiramos a los compositores clásicos o porque no sabemos comportarnos
en la mesa (por supuesto, estos personajes sí disfrutan de esta apreciable distinción).
2 Es definitivo entender que el centro del debate es la
fusión entre dos entidades con fines y objetivos distintos, ya que el antiguo IDRD era una entidad
con un valor significativo en Bogotá.
3 Resultaría importante saber cuál es la diferencia entre esta reforma y los
proyectos que no alcanzaron a pasar, en anteriores administraciones (caso de la reforma planteada en
la de Antanas Mockus), en el Concejo de Bogotá.
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