–¿Por qué taparon las calles? –pregunté.
–Hoy es la competición de motos, ve –respondió
uno.
Miré hacia ambos extremos de la calle. El compacto grupo de
gente hablaba y bailaba al ritmo del reguetón. “¿Aquí va a haber una carrera de motos? ¿En medio de
toda esta gente?”, pensé.
–Eso parece –me respondí.
Levanté la cinta que dividía el palco del escenario y me metí con mi bicicleta en la
pista. La alegría, el ruido y el calor empezaron a animarme. ¡Una carrera de motos por las calles de
Tumaco! Por unas calles que eran una miseria, hechas con adoquín barato, con huecos y llenas de
basura. ¡Y ahí iba a haber una carrera de motos! Subí por
–¿Desde dónde arrancan? –pregunté.
–Desde el parque Colón –me
respondieron.
de gente era excesiva. Era como si todo Tumaco se hubiera reunido a presenciar la carrera. Las
familias habían sacado sus sillas rimax y los niños jugaban sin camisas ni zapatos. Los hombres
bebían brandy. Y a lo largo de los andenes, pegados a las paredes, un tumulto de piel negra se
extendía con ondulación.
–¡Óscar! –oí que me
gritaban.
Un amigo alzaba la mano y me llamaba. Detuve la bicicleta y me
acerqué.
todos se estrellan. Venga para que se ría un poco.
Residencias. A unos cuantos metros se encontraba el mar. En las mañanas y hasta el mediodía, desde
ese muelle salen las lanchas que llevan a las personas que viven sobre la costa, lejos de Tumaco, en
los caseríos perdidos de pescadores. La esquina estaba tan concurrida que no había espacio para
dejar la bicicleta. Pensé dejarla detrás de la multitud pero cambié de opinión porque no quería que
mataran a alguien por mi culpa. En Tumaco, a pesar de la pobreza, no había ladrones. A todos los
habían asesinado. La limpieza fue enorme. Entonces caí en la cuenta de algo. La gente bordeaba la
esquina en una especie de C cerrada y en ningún lado, absolutamente ninguno, había una valla
protectora, sólo la inservible cinta plástica. Las motos vendrían directamente a hacer el giro. ¿Y
si lo hacían mal? La brisa empezó a llegar desde el muelle. Una brisa recia, con su olor a pescado
podrido y excremento humano.
– Voy a dejar la
bicicleta arriba y vuelvo –dije.
esquina era la más peligrosa aunque cualquier trayecto de la pista podría serlo. Mi amigo estaba con
sus dos sobrinos de 5 y 7 años. Comían chitos y tenían la cara untada de maíz. Pasé la calle y llevé
la bicicleta empujada. Al llegar a una especie de depósito, un niño me gritó:
–¡Suba las ciclas que ya vienen las motos! –y salió
a correr.
ruido que venía en aumento. La gente que se encontraba en la calle empezó a correr asustada. Venían
los competidores. Corrí también al depósito en el instante en que las motos pasaron por mi lado.
Comprendí que estaba asustado. No oía nada fuera del ruido de los motores.
–Esto es de locos –dije.
El ambiente se había caldeado. Sudaba por el calor y la impresión del susto. Las motos volvieron a
pasar. Esta segunda vuelta no hacía parte de la competencia sino del reconocimiento de la pista,
pero, por absurdo que parezca, los competidores estaban jugándose la vida. Aceleraban al máximo
dejando detrás la estela de arena y humo. Estaban chiflados, la vida no les importaba, no pensaban
en eso. Entonces pude observar a los competidores: uno iba en yin, camisa de cuello y zapatos de
diario. Otro en chaqueta de cuero. ¡Otro en chanclas! No demoró en caer el primero y desollarse los
brazos y las piernas. Lo curioso fue que se levantó, no prestó atención a sus heridas, se quitó el
casco protector porque le estorbaba y volvió a subirse a la moto empujado por un grupo de niños
descalzos. Sólo dos competidores tenían, por decirlo así, el vestuario propio para una
carrera.
–Esos son los pastusos –dijo
alguien.
–¡Óscar! Vio ese que se cayó. ¡Qué bruto! Ese es tumaqueño. Le tiene miedo a acelerar. En
cambio, los pastusos sí son los propios.
En seguida se me vino a la mente quién era el
directo responsable de esa salvajada y mi pregunta no tardó en ser respondida. Al terminar la
segunda vuelta de reconocimiento, las motos dejaron de pasar y la calle quedó en paz un instante,
pero los oídos me retumbaron de nuevo con un ritmo trance de música. El trance venía. Venía. ¡Venía!
Regresé a mirar hacia la esquina en el momento en que el jeep blanco, último modelo, descapotado, de
ruedas anchas, rines de lujo y parlante de un metro, se acercaba. Era tan fuerte la música que el
pueblo quedó hipnotizado mirando el carro. Arriba del jeep estaba el cerebro de la carrera. Lo vi
con una camiseta blanca pegada al cuerpo. Le vi los brazos fuertes moldeados por el gimnasio. Sus
gafas negras y el gel en su pelo. Y la bandera de Colombia que sostenía y agitaba su mano. Era uno
de los más fuertes aspirantes a
Alcaldía
la cultura. Recordé en ese instante la primera vez que vi su rostro en una valla de campaña y
dije:
–Pero si ese muchacho no tiene más de 19 años.
Me había equivocado. Tenía 17. No había en Tumaco una sola
calle donde no estuviera su rostro en pasacalles o avisos pegados. Hasta la última casa de la vereda
más alejada, la de los pescadores, tenía su cara.
Los contrincantes del joven, hombres maduros,
a duras penas habían logrado pegar avisos en las veredas cercanas. En las lejanas no había nada. El
joven había inundado todos los caseríos con su rostro blanco de ojos verdes. Me pregunté cuánto
podía costar esa campaña. ¿Y quién la pagaba? La pagaban el papá y sus amigos. El padre era ex
alcalde y ex senador de la República. Durante su mandato, el dinero de la Alcaldía desapareció. No
había para un bombillo. Fue retirado de su cargo y puso a más de 60 alcaldes sustitutos, la cifra
más absurda de alcaldes en menos de dos años en el país.
Del joven se decían muchas cosas. Oí que no había terminado el bachillerato y le habían
comprado el certificado. Que el título de abogado que tenía era falso. Que era un apostador nato y
que le gustaba beber y fumar marihuana. Que pagaba por voto 50 mil pesos, y 100 mil por empapelar
una casa entera con sus afiches. Que era racista. Pero el pero de los comentarios era que el padre
obligaba a su hijo a ser alcalde. Ese joven de 17 años que acababa de pasar frente a mí, con su aire
insolente, no estaba preparado para ser alcalde. Pienso que para lo único que estaba preparado era
para vivir como una galán rico entre fiestas y excediéndose en todo.
caudillo. Lo vi alejarse en medio de la calle desnivelada, en medio de los gritos de la gente. El
lema de su campaña era “Juventud. Respeto. Trabajo”. En forma personal, pensé otra vez que de los
tres apelativos que usaba su campaña sólo uno cumplía a cabalidad: la juventud. El respeto para un
insolente no existe, y tampoco el trabajo para un joven rico. Cinco minutos después, la carrera
comenzó y, como dijo mi amigo, esa esquina era la mejor porque se veían nítidos los accidentes. Más
de siete veces cerré los ojos y giré la cabeza. Después opté por hacer lo que ellos hacían:
reír.
Cuando todo terminó, sólo sentía un
inmenso dolor de cabeza. Quería tomarme una cerveza. Fui por mi bicicleta y me dí cuenta de otra
cosa: Tumaco es una pequeña ciudad llena de motos. Motos de toda clase. Al terminar ese día la
carrera, los habitantes querían emular a los héroes de la competencia, a los pastusos, que, como
dijo la gente, eran los mejores y fueron los que ganaron. Me tocó empujar la bicicleta para evitar
que alguien me atropellara. Llegué a la tienda de Rafa, otro amigo mío. Seguro, en su negocio, me
tomé la primera cerveza. Estaba helada y deliciosa. Desde ahí vimos como pasaban las motos a toda
velocidad por la vía que conduce al Morro, a la playa. En la noche sería la fiesta que el joven
aspirante a la Alcaldía iba a ofrecer con orquestas traídas de Cali. La fiesta se haría en el parque
central, completamente gratis. Destapamos la segunda cerveza. No fui a la fiesta. Al día siguiente,
más de 300 accidentes tuvo Tumaco.
Nota: Este no
es un relato de ficción, es cruda realidad. Así funciona el poder en todos los municipios del país:
entre compra de votos, ofrecimiento de puestos públicos, amiguismos, pero también alienación y
amenazas reales. Falta mucho para desbamcar a los actores de la
parapolítica.
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