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La Ciénaga de la Virgen


–Soñé que iba para una fiesta a Nueva Venecia, mi pueblo natal. Nueva Venecia es un caserío miserable, pero en el sueño era peor aún. Desde cuando 12 ríos, hace mucho tiempo, en la época de los trasmallos (artes de pesca), se dejaban caer ruidosos venidos de la Sierra a esta charca dulce rodeada de mangles. Ahora es un santuario de miseria clavado en el centro de la ciénaga. Es un poblado dentro del agua podrida y del inclemente calor. Los ranchos se levantan sobre pilotes de madera para evitar que la creciente de los ríos los inunde, pero la ciénaga se secó por la deforestación y el agua se estancó y se pudrió. Era como si a pesar de estar en los huesos le hubiera caído una bomba, Siempre algo peor puede ocurrir.


 


–Yo iba bajando por una calle destapada cuando me dio por mirar hacia atrás. En la esquina estaba mi padre. Mi padre está muerto, pero en el sueño estaba vivo. Se paró en esa esquina como esperando algo. Mi asombro fue total cuando del fondo de la esquina salió mi hermano, también muerto. Hablaron un poco, luego se despidieron. Mi hermano se dirigió hacia mí. Venía caminando feliz. Cuando nos encontramos, me preguntó:


 


–¿Va para la fiesta?


 


Yo le respondí: –Hernando, usted no puede ir a la fiesta porque está muerto.


 


–¿Sí? –preguntó.


 


–Sí –le respondí.


 


Entonces la alegría se le pasó y se fue por otra calle destapada hasta desaparecer. Yo me dirigí a la fiesta, pero todo era miseria: las casas, el río. Los animales habían sido despedazados. Un caimán sin cabeza se arrastraba en el lodo, botando su sangre espesa. Desperté, pero el sueño siguió repitiéndose a lo largo de muchos años en formas distintas, hasta que me dí cuenta de que quería decir algo. Significaba algo, era una proyección. El sueño era idéntico a la tozuda realidad. Nueva Venecia era un caserío de mierda donde habían matado a mi padre y mi hermano.


 


Por esos tiempos, en las esquinas del entramado de tabla y palos de sapan, de bocachico, guineo paso y coroncoro, como un trueno al oído caían las historias del cura Manuel de los barrios de invasión pegados al aeropuerto de Cartagena. La última la trajo la chalupa de Tico: habían matado al profe. Él era una especie de acólito, uno de los instructores de la revolución. El pueblo intuye –repetía–, y cuando ha intuido nos exige. Entonces ahí decidí irme p’al monte.


 


Siete años más tarde, Ignacio Maya fue fusilado en ese monte. Apenas lo supe, traté de hacer la reconstrucción del fusilamiento con base en testimonios de tres guerrilleros que vieron su ejecución.


 


–Los fusilamientos son simples. Se para al frente al condenado con las manos atadas y se le dispara. Cuando es un amigo da algo de tristeza, pero es una orden y el colectivo está por encima del individuo, de todos nosotros.


Maya fue ubicado en medio de un campo pelado. La hora fue entre las dos y las cuatro de la tarde. Ese día hizo un sol inclemente y el polvo se levantaba ante cualquier movimiento. Llevaba camiseta blanca y pantalón militar. Iba con botas pero sin medias.


 


–Yo soñé la guerra, la fiesta de la guerra. La guerra es lo que se tiene que hacer cuando uno ve desde la plaza del reloj a Bocagrande y se siente rabia. Soñaba casas destruidas, caimanes descabezados. ¿Qué significaba eso? El sueño, es un sueño, es un deseo inconsciente de una realidad que nos aplasta. Esa era la realidad. Existe esa realidad social inevitable. No se puede tapar.


 


Nueva Venecia es un caserío donde Maya hubiera querido morir, ahí, peleando en medio de esa basura, peleando por su guerra donde habían muerto sus familiares, pero fue ejecutado al sur de Bolívar, una tierra imaginaria por la que también empezó a pelear aunque no conocía.


 


–Mi sueño me llevó a la guerra. ¿Qué quería?


 


Un mundo diferente.


 


–¿Cómo se metió en la guerra?


 


–Cuando uno se va p’al monte, empieza la guerra. No se piensa, se actúa –le oía también al profe. –La lucha debe venir primero y es ella la que crea la conciencia revolucionaria. Hay que entregar la vida porque es así como se va a salvar al pueblo. No existe otra forma.


 


Maya era un guerrillero extraño, o eso decían sus camaradas, los pocos con los que hablé. Tenía un lado artístico. Le gustaba el baile y el ocio. Él mismo me lo dijo en la entrevista.


 


–Me gusta el arte y, para qué lo voy a negar, las mujeres también.


Esta actitud fue creándole la fama de un buenavida, más tarde de un infiltrado de la CIA, en un lugar donde el sacrificio era norma permanente. Esta fama lo llevó al abismo.


 


–Hubiera llegado lejos en el secretariado, pero le gustaban los vicios pequeñoburgueses, y eso no se admite. Alguien así empieza a crear un ambiente de zozobra, de desconfianza –me dijo uno de sus compañeros.


Meses antes, el frente al que pertenecía había sufrido un golpe por parte del ejército y los paramilitares: la neurosis se disparó en el grupo. En seguida que algo así ocurre, se empiezan a buscar culpables, infiltrados. Maya era el perfecto sospechoso. “Le gustaban los vicios pequeñoburqueses”. Esa fue la razón de su fusilamiento. Esa y dejar una guardia. Se quedó dormido en una guardia. Imperdonablemente se quedó dormido en una guardia. Fue fusilado, y su cuerpo enterrado en algún campo del sur de Bolívar. La orden directa la dio el comandante del frente sin siquiera dudarlo. Recuerdo su sueño. Recuerdo cuando vio a su hermano y le dijo:


 


–Hernando, usted no puede ir a la fiesta porque está muerto.


 


Ahora él también está muerto.


 

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