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La inseguridad democrática. Falsos positivos

El 22 de junio de 2007 transcurría de manera normal en el barrio de pescadores La Cangrejera, del corregimiento La Playa, área metropolitana de Barranquilla. Las casas, con sus puertas abiertas, los vecinos en desarrollo de sus diversos oficios. Así es, hasta que hacia el mediodía llegan inesperadamente a mi habitación, vestidos de civil, alrededor de 15 hombres de la Policía. u arribo lo hacen en tres vehículos y dos patrullas motorizadas.


 


Como mis vecinos, desarrollo mi oficio de padre: doy tetero a mi hijo de 13 meses, a la espera de que mi esposa regrese de la Universidad, y preparo mis enseres para salir hacia la Feria Artesanal, donde tengo un puesto como comerciante. Mi hijo no deja de llorar. Los agentes me informan que tengo orden de captura, ante lo cual demando con sorpresa que me la muestren, y lo que atinan a decir es que en la Sijin me informarán. Les digo que por la humanidad de mi hijo dejen que llame a un familiar, a lo que hacen caso omiso. Pido que me dejen poner una camisa y un pantalón, ya que me encuentro en bóxer. De nada sirve. Me introducen semidesnudo a un taxi de los que generalmente denominamos “zapatito” por las características del chasis.


 


En el trayecto les pido que me informen quién expidió la orden de captura, pero se mantienen herméticos. En ese momento, la zozobra aumenta, principalmente por la suerte de mi bebé. No sé quién haya corrido hasta la casa. Reitero que me dejen ver la orden y le suben todo el volumen al radio, y uno de los custodios se dirige a otro: “Este man habla más que un loro mojado, mi sargento… pues que agradezca que no le tumbamos la puerta”. Y la respuesta del sargento no se deja esperar: “Hoy celebramos el cumpleaños de mi teniente con cuatro positivos y tres guerrillos”. Yo escucho absorto, y en mi mente se proyecta una ejecución extrajudicial.


 


Entre naúseas y dilaciones


 


El tiempo corre lento y la zozobra ronda mi mente. La radio permite escuchar más voces, y una le ordena al sargento que “desvié la ruta y diríjase con el ‘positivo’ a la estación central”. Al escuchar, la zozobra se duplica, los peores pensamientos atraviesan mi cerebro: el temor de una desaparición, la tortura, el asesinato. Tras unos minutos, arribamos a la estación. Luego de una breve conversación entre el sargento y la comandante de guardia, me entero de que estoy sindicado de rebelión. En seguida me conducen a una celda, donde los nauseabundos olores que acumula su encerrado espacio, sin lavar por meses, con la letrina tapada, me producen dolor de estómago, palidez y malestar general.


 


Pero no me dejan desmayar. Tras unos minutos, llegan tres policías de civil para tomarme fotos e interrogarme. Me preguntan sobre mi vida personal y familiar, los estudios, la universidad, etcétera. Les preciso que necesito comunicarme con un abogado, a lo que siempre acceden de palabra, pero al fin de cuentas nunca me ponen en contacto con él ni con un familiar. Trascurren largas horas. Llega otro agente, me dice que firme un documento donde aseguro que me han tratado bien, el cual firmo. Efectivamente, nunca fui golpeado ni maltratado físicamente en la retención. No obstante, también se maltrata cuando moralmente se le angustia y mortifica con la incertidumbre, cuando se le arremete con la zozobra.


 


Sin golpes pero en total angustia, pasan las horas. Me sacan de la celda y me llevan hacia otra, donde el olor fétido y pestilente de otra letrina, más descompuesta que la inicial, me hace vomitar. A todos los uniformados que veo pasar les pregunto por mi situación, pero todo es en vano; el silencio es lo único que recibo como respuesta.


 


¿Qué seguirá en este encierro? ¡Qué lentitud tiene aquí el tiempo! Medito en una y otra situación. Recuerdo a mi hijo, abandonado por un ‘positivo’. Ahora llegan, con computador portátil, dos personas de civil que dicen ser policías; al echarle un vistazo a la pantalla, veo el logo de la Fiscalía. Su interrogatorio versa sobre la Universidad del Atlántico y los movimientos estudiantiles. Mi respuesta precisa que no soy estudiante desde hace un año, que egresé del programa de Historia, y que además realicé diplomados en Docencia, Filosofía y Pedagogía.


 


Tras las preguntas y las respuestas, deciden trasladarme a la Sijin con hora de entrada 6:20 p.m. En el momento de la entrada, veo a mi esposa con el abogado. En tres noches trato de conciliar el sueño en la celda, pero las condiciones físicas no me lo permiten. El cuarto día llega la Personería Distrital y me informa que hay más egresados y estudiantes capturados, algunos golpeados. Les preocupa la forma como nos detu- vieron. Afirman que hay serias irregularidades en el procedimiento. Ese mismo día, dos miembros de la Asociación de Juristas de Colombia indagan sobre mi situación y se comprometen a elaborar un oficio para exigir la libertad inmediata de los egresados y estudiantes detenidos.


 


El fresco de la madruga trae buenas noticias. El lunes 25 de junio a las 2 de la mañana, se hace efectiva por parte de la jueza la orden de liberación por la figura constitucional de hábeas corpus. De manera sospechosa, nos demoran la salida. Transcurre una hora y no se cumple la orden. La jueza se molesta por tanta arbitrariedad, el abogado que nos asiste también advierte que sospechosamente se dilata la salida. A la hora, llega un Mayor que define nuestra salida, no sin antes manifestar en su rostro una inmensa molestia con la jueza.


 


Por fin vuelvo a casa. Después de vivir tantas arbitrariedades, temo que se vuelva a repetir esta injusticia contra mí o contra cualquier otra persona honesta. El gobierno les causa pánico a los ciudadanos. No es sólo su discurso de guerra sino también sus mecanismos en el campo práctico. La red de cooperantes, la fabulosa inventiva presidencial, se ha convertido en excusa perfecta para que la honra, el buen nombre y la vida de cualquier persona sean violentados por señalamientos irresponsables, por suposición, por sospecha. Es increíble, pero una injuria, una calumnia de alguien sin escrúpulos, animado por el afán de unos billetes, puede acabar con la integridad, la honradez y el buen nombre de cualquier colombiano.


 


Claro está, el desespero en los organismos de seguridad del Estado es resultado del discurso irresponsable del presidente Uribe Vélez, para que a como dé lugar los efectivos de seguridad muestren ‘positivos’. El ‘ejemplo’ de eficiencia es el mismo Presidente, que en ejercicio de la arbitrariedad descabeza mandos militares y funcionarios. No es casual el pánico que también recorre las Fuerzas Armadas, la Fiscalía y otras instituciones del Estado.


 


¿Quién puede vivir tranquilo en un país donde la supuesta eficiencia pisotea los derechos humanos? Ahora sé que no existen procesos en contra mía por rebelión, pero ¿cómo no pensar en el profesor Alfredo Correa de Andreis, académico, ex rector de Universidad, que en 2004, cuando adelantaba una investigación académica en el barrio La Cangrejera, le dictaron orden de captura por cargos de rebelión, privado de su libertad por tres noches en la Sijin? Al mes de su salida, cae asesinado junto con su escolta en la ciudad de Barranquilla.

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