Meditaciones e inquietudes que son aún más pertinentes para las
organizaciones regionales, si tenemos en cuenta que todas ellas sufrieron –o sufren–, en mayor o
menor medida, el asesinato y el atentado la mayor parte selectivo, y la intimidación, la amenaza y
el acoso, más generalizados de sus miembros. Violencia de la mano, de gancho con la
parapolítica.
Debate,
iniciativa, que no es para menos oportuna y necesaria. Pero insuficiente si no recrea soluciones y
hasta alarma por el punto en que llegamos. Esto es lo preocupante. En los análisis colectivos llama
la atención la escasa disposición o el temor que evidencian los activistas y líderes políticos, por
y para que sus fuerzas y sus comunidades desempeñen un papel protagónico en la solución de la
crisis, a tal punto que las disquisiciones terminan, con expectativa, en la capacidad que tengan los
otros, y, por ende, en lo que estos harán. Comportamiento más improcedente si nos ponemos de acuerdo
en que la salida a la crisis que vive Colombia no puede transitar por el simple camino del acuerdo
político institucional. Ya en otra época así sucedió.
Tras el acuerdo oligárquico de
Sitges-Benidorm (1957), surgió el bipartidismo reglamentado como norma, ya que fue práctica
histórica constante durante más de un siglo de dominio liberal-conservador (1830-1953). La
democracia formal, mas no real; la persecución a la oposición y el asesinato de sus líderes en punto
de recuperación y de victoria (Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Guadalupe Salcedo), el
presidencialismo centralista y todopoderoso, la militarización de la vida cotidiana, la negación de
los derechos de los trabajadores, la criminalización de la protesta ciudadana, la cabeza genuflexa y
el alinderamiento con Estados Unidos, la negación de la reforma agraria, el estímulo a la
colonización sin fin de las selvas tropicales, etcétera, fueron algunas de las consecuencias más
notables y constantes de ese acuerdo, que le brindó aire a la protesta clandestina de dos
generaciones de jóvenes. Realidad todavía sin resolver.
Es evidente el riesgo de que esa historia se
repita, en esta ocasión con nuevos ingredientes. Extendería el proyecto uribista (en cabeza propia o
de continuación), sustentado sobre todo en la ‘seguridad democrática’ (el ejército como soporte de
la ‘democracia’, y la alianza con la burguesía lumpen como eje del control social) y el sometimiento
a la política estratégica de Estados Unidos, con su herramienta del ‘plan Colombia’ por
varios períodos presidenciales.
Como todos los estudiosos lo reconocen, una de las constantes de los
sectores dominantes en Colombia –cuando sienten en riesgo sus intereses históricos– es su capacidad
de reacomodo y autoprotección. En esas coyunturas, sus divergencias internas pasan a segundo
plano, proceder que sin duda refleja no una cualidad única o exclusiva, como clase de los sectores
dominantes criollos, sino el evidente reflejo de la inexistencia de contradicciones internas sobre
el modelo social en boga. Pero también la ausencia de liderazgos con trascendencia nacional, y la
incapacidad de la izquierda para fraccionar y acercar a una parte del establecimiento a su proyecto
histórico, con propuesta de transición. Unidad o continuidad histórica oligárquica que está en juego
en estos momentos: de un lado, un sector que arrió principios éticos y morales, aliado de
narcotraficantes y ejércitos paralelos, los mismos que ayudó a crear y proteger. Del otro –si
existe–, un sector que ya se siente incómodo con esos aliados, a los que considera que ya cumplieron
su misión, que reemplaza en los campos y zonas cada día másmapeadas o focalizadas del
conflicto armado, la intervención y la avanzada de apoyo y asesoramiento internacional de Estados
Unidos, sector éste último que sabe que se puede ‘quemar’ si prosigue su juego con
candela.
Hay que
recordar que algo semejante sucedió precisamente con el acuerdo que dio origen a la paridad
bipartidista, pues en esa firma está el rechazo y el desconocimiento a cientos de luchadores
liberales que se alzaron en defensa de un proyecto social pero que, para entonces, en tanto que ya
no eran controlables ni necesarios, resultaban incómodos, y había que encarcelarlos o asesinarlos. Y
en efecto, así ocurrió, con excepción de aquellos que rompieron con la Dirección Liberal y se
transformaron en rebeldes de izquierda.
Es decir –y por efecto, tanto de las
consecuencias comerciales que generaría el Tlc no glorioso, como de la política nacional que aumenta
con el Paraguay de Fernando Lugo en el continente–, en estos momentos y por primera vez en muchas
décadas hay un mínimo individual o de sectores de la clase dominante que pudieran –de encontrar
seguridad y claridad en las propuestas que se le presenten– aportar a una transición democrática
para el país. A esos sectores hay que identificarlos y buscarlos en cada una de las regiones, y con
sentido de Patria y de Nación proponerles caminos por recorrer y proteger en conjunto. Esa debe ser
parte de las iniciativas por encarar, desprendida de las discusiones casuales o permanentes que por
doquier avocan los activistas y sus organizaciones sociales o políticas.
Pero hay más. En esas mismas
búsquedas deben identificarse sectores de las Fuerzas Armadas con verdadero espíritu patriótico, que
hastiados de la corrupción y de la pérdida de la soberanía nacional deseen aportar a la construcción
de una Colombia en paz. El derecho a la deliberación de los uniformados debe reivindicarse y hacerse
realidad.
Éstos, digamos, serían retos de mediano plazo. Pero hay uno inmediato.
Como en otras épocas, cuando se pretendía convocar a un paro cívico nacional o una jornada de
protesta de alcance verdaderamente nacional, se debe citar con carácter de urgencia un Encuentro
Nacional de Organizaciones Sociales y Populares. Un Encuentro Nacional
Popular.
Un Encuentro de dos o tres días. No una simple reunión para firmar una declaración sino un
debate que concluya sobre la coyuntura nacional en cada uno de sus planos y se precisen identidades
en el análisis, a la par que soluciones a los problemas que sobrellevamos los colombianos, y que
como un solo cuerpo proyecte una salida inmediata para contener y superar a la fracción o corriente
política, económica, militar, que ahoga y hace agua con el establecimiento y con buena parte del
resto de la sociedad.
No es tarea fácil pero sí necesaria. Valorar las discrepancias de análisis, los temores y los
sueños que aún cabalgan en muchos sectores del activismo, para enfrentar el momento que vivimos, es
siempre una tarea pertinente. Hoy debe encararse. De actuar así, con iniciativa, sin temores ni
contemplaciones, el movimiento social bien pudiera afrontar su propia crisis, que se desprende de la
ausencia de un proyecto histórico global, dibujando al menos uno de país. Esta posibilidad, para que
sea exitosa, debe garantizar el diseño de proyectos de largo plazo para el conjunto de sectores que
componen una sociedad soberana y digna. Ese Encuentro, para garantizar la eficacia con sus
análisis y decisiones, y consecuente con la situación que caracteriza al país, debe autoconstituirse
en Congreso de los Pueblos, para que desde su representación les dé continuidad a las voces
escuchadas y las medidas tomadas, pero, además, para comenzar a legislar en materia social, como
mandato para concretar medi ante todas y cada una de las instancias con que cuenta el movimiento
social y popular. Legislar, como debe ser, en función de todos. Es decir, actuar como mecanismo para
poner en marcha un amplio proyecto de autogestión y autogobiernos que hagan (aún más) visibles el
poder y la capacidad de las comunidades. Como avanzada del mismo, se debe contar con el Congreso
itinerante de los indígenas del Cauca y el Congreso de los Pueblos aprobado en su último evento
nacional (diciembre de 2007) por la Onic.
Esta sería la vía para contraponer un proyecto de nación, de verdad
colectivo y solidario, al espurio e individualista de la oligarquía. Ruta para reconstruir
confianzas y sembrar de luces el ideal histórico que habrá de ondear el campo popular en momentos en
que el país se ahoga en medio de la corrupción, el enriquecimiento de pequeñas castas producto de la
privatización del Estado, la violencia y la inmoralidad.
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