El 12 de febrero, en su primera comparecencia ante el Senado, el recientemente posesionado director de Inteligencia Nacional de Estados Unidos, Dennis C. Blair, afirmaba que la primera amenaza para la seguridad nacional de su país es la crisis económica (ver Crisis y recesión) creada por ellos mismos. Y no sólo por aquello que la crisis significa en términos de la pérdida de confianza en el liderazgo mundial de la Unión Americana sino además porque la situación puede tener efectos desestabilizadores en el orden social del planeta. La razón es simple: los altísimos niveles de desempleo a los que se puede llegar pueden producir alteraciones generalizadas del orden público, impensables hace unos dos años.
Las entidades multilaterales coinciden en aceptar que en la actualidad 2.100 millones de personas viven con menos de dos dólares al día, y 880 millones con menos de uno. Estas últimas se consideran en inseguridad alimentaria crónica, y las primeras en una inseguridad estacional que depende cada vez más del precio de los alimentos, pues cualquier elevación en éste se traduce en hambre inmediata para ese grupo de población. De tal suerte que, si entramos en una etapa de alta volatilidad en el mercado de los productos básicos, la suerte de un tercio de la población mundial oscilará entre el mal vivir y la muerte por física inanición.
No debemos olvidar que, según el mismísimo Banco Mundial, pese a que hay suficiente comida en el mundo (en 2008, la producción de cereales alcanzó una cosecha récord de 2.245 millones de toneladas), 25 mil personas mueren de hambre cada día, sin que al parecer a la mayoría le preocupe gran cosa. Que la oferta de alimentos sobrepase las necesidades es muestra fehaciente de que el problema no es de tecnología sino de simple aritmética en la distribución de los recursos.
Ahora bien, no se puede seguir ocultando la relación entre la Crisis Mundial de Alimentos (GRP, sigla en inglés) y el modelo aperturista que se les impuso a los países de la periferia y que los obligó a especializarse en unos pocos productos para exportar. Según el informe correspondiente a 2004 de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), a comienzos de la década del 60 los países en desarrollo tuvieron un excedente comercial agrícola cercano a siete mil millones de dólares anuales, que se esfumó al finalizar los 80. Esto convirtió a los países agrícolas (que son los más pobres) y en general a los del tercer mundo en importadores netos de alimentos, llegándose a casos como el de Haití, cuyas importaciones de estos productos le representan el 20 por ciento de las importaciones totales, con lo cual la variabilidad de los precios en estos bienes, además de poner en peligro la vida de gran parte de la población, hace tambalear la viabilidad macroeconómica del Estado. Los disturbios que allí tuvieron lugar el año pasado, cuando se dispararon los precios de los alimentos, es reflejo de lo que puede suceder en buena parte del mundo periférico.

Hambre creciente
En Colombia, la situación no es ni mucho menos halagüeña en ese sentido, ya que, según los indicadores de Seguridad Alimentaria de la FAO, el número de personas subalimentadas pasó de 4,2 millones en el período comprendido entre 1995 y 1997 a 4,3 millones en el lapso 2003-2005, lo que indica que el 10 por ciento de la población padece hambre. Ese porcentaje supera el promedio de América del Sur y el de América Latina y el Caribe, que es del 8, lo que nos deja mal parados. De otro lado, y según el informe del Banco Mundial de 2008, Colombia encabeza en Suramérica la lista de los países más dependientes del exterior para su oferta alimentaria (41%), seguido de Brasil (40%), Perú (36%) y Bolivia (34%). La situación no se puede deslindar del modelo que se nos impuso desde 1990, para especializar al país en la producción de productos de exportación que le generaran divisas para la importación de otros bienes.
El total del área cosechada en Colombia en el período 1995-2005 se redujo en 197.680 hectáreas, y la disminución más significativa es la de los cultivos de ciclo corto que, como se sabe, están más asociados con la producción de alimentos básicos (ver el gráfico elaborado por la Sociedad de Agricultores de Colombia, SAC). En ese mismo período, y correlacionado con lo anterior, el valor de las importaciones de cereales pasó de un poco más de US$ 450 millones a US$ 626, mientras los productos de la industria de alimentos y bebidas saltaba de US$ 389 millones a US$ 684.
Ahora bien, la dependencia alimentaria del Tercer Mundo termina por encerrarlo en un círculo vicioso, pues si aumenta el valor de las materias básicas, a la par que suben sus ingresos por las ventas externas debe incrementar sus importaciones de alimentos, como en los dos últimos años. Esta situación dio reversa desde noviembre de 2008, cuando, frente a la destorcida de los precios de las materias primas, los países de la periferia reducen significativamente las importaciones de alimentos y con ello frenan la inflación. Pero a la vez se enfrentan al deterioro de la balanza comercial por la contracción de sus ingresos provenientes de la exportación de bienes. Y esto se agudiza en la medida en que los mercados de materias básicas se integran, pues hoy, por ejemplo, ya no son independientes los precios de los productos agrícolas y los de los combustibles fósiles.
El caso de Colombia es muy ilustrativo en ese sentido. En noviembre de 2008, cuando ya los precios de bienes primarios se habían descolgado, las exportaciones se redujeron en 27,2 por ciento comparadas con el mismo mes de 2007, debido en buena parte a la contracción que sufrieron las ventas hacia Estados Unidos. Durante ese mes, la balanza comercial registró un déficit de US$ 815,6 millones, que pone al país en situación de alta vulnerabilidad, ya que financiar ese tipo de déficits en condiciones de restricción mundial del crédito puede traer graves consecuencias a la maniobrabilidad de la política macroeconómica, si bien variables como la inflación se hacen más manejables.
Está claro que, tratándose de sectores estratégicos como la producción de alimentos, pegarse a las lógicas del mercado acarrea tarde que temprano graves consecuencias. Esa es la razón por la cual los países dominantes no renuncian a subsidiar su sector agropecuario, y en la cuasidifunta Ronda de Doha se han resistido a facilitar su desmonte. Retomar el camino de buscar la seguridad alimentaria no es fácil, pero la crisis en la que estamos involucrados, así como la brecha que se le abre al discurso del libre mercado, es una opción única para iniciar un proceso de autonomía en ese campo. Y, para que ello sea posible, hoy más que nunca se hace necesario poner en primera fila una medida como la reforma agraria, que entre nosotros nunca ha perdido vigencia y a la que le sobran razones para ser defendida por quienes luchan por un mundo mejor.
La crisis actual no es sólo tema de prensa o de especialistas; la tasa de desempleo pasó en Colombia de 9,9 por ciento en diciembre de 2007 a 10,6 en el mismo mes de 2008, y la pérdida de puestos de trabajo se estima en 500 mil. Luis Carlos Villegas, director de la Andi, anunció que la industria había entrado en recesión y el Consejo Gremial, en comunicado del 11 de febrero, con un deje de populismo digno de mejores causas, hacía un llamado a que “en los procesos de reestructuración interna de las empresas, sólo se contemple en última instancia la reducción en la nómina y se opte más bien por políticas de eficiencia y productividad”. Como si en las crisis eso no fuera imposible y contradictorio, pues no es un secreto que las recesiones tienen como corolario demandas deprimidas, razón por la cual sostener que se va a mejorar la productividad y se mantendrá simultáneamente el empleo significa nada menos que aumentar los volúmenes de producción, justo lo que a toda costa quieren evitar las empresas que tienen mercados recesivos. Acá, o les falla la lógica económica o les sobran dosis de engaño, por lo que los trabajadores, si no quieren que la crisis siga sorprendiéndolos con la guardia baja, están obligados a iniciar acciones defensivas y solidarias.
A lo esencial
¿Son los movimientos progresistas suficientemente conscientes del escenario político y económico en el que nos hemos adentrado? A veces queda la sensación de que no, máxime cuando en, el caso del Polo, por ejemplo, la discusión parece centrarse más en meros cálculos electorales que en asuntos programáticos. Y, sin que se quiera desconocer que las diversas estrategias en ese terreno también deben ser objeto de discusión, no es entendible que se ubiquen por encima de lo fundamental. Es probable que se nos califique de exagerados, pero a uno le queda la sensación de una reedición de la Patria Boba, con la diferencia de que en aquella ocasión los que discutían alrededor de naderías, mientras olvidaban lo esencial, por lo menos ya eran gobierno.
Crisis, recesiones y depresiones
En los últimos seis meses, el uso de términos como crisis y recesión se ha vuelto muy común. Sin embargo, el hecho de que a veces sean usados en forma indistinta para referir la misma situación puede confundir a los lectores menos expertos. Por ello, quizá, no sobran algunas precisiones que, sin pecar de excesos técnicos ni de simplificaciones extremas, nos permitan partir de unos mínimos comunes que nos faciliten una crítica más ordenada y sustantiva. Para los expertos, tales precisiones pueden parecer aún muy gruesas; sin embargo, repetimos, de lo que se trata es de facilitar un lenguaje básico que les permita la discusión y la crítica a los más legos.
El concepto “crisis económica” es un término muy general que describe diversas situaciones. En cualquier campo, la crisis hace referencia a la manifestación de un estado de anormalidad, respecto, obviamente, de unas condiciones que se consideran parámetros de funcionamiento aceptables para un sistema determinado. En el caso de las economías capitalistas, la salud general del sistema, en términos generales, la marca el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), es decir, que si se presenta un crecimiento sostenido y sustentable del mismo, se da por descontado que las demás variables están necesariamente dentro de valores normales. Ahora bien, dado que el PIB puede asumir cualquier valor, no existe parámetro preciso alguno que señale los niveles de crecimiento que resulten aceptables como medida de una robusta salud del sistema, y se ha optado por ajustar esa consideración a promedios regionales más amplios. En los países que aún tienen dinámicas demográficas positivas (crecimiento poblacional), se considera que el PIB no puede estar por debajo de la tasa de crecimiento de la población, de tal suerte que el llamado PIB per cápita no disminuya.
Pero, más allá de eso, debe quedar claro que en el capitalismo lo importante es crecer, y que, si no se crece, se está enfermo. Ahora bien, del estudio histórico de ese crecimiento se puede observar que su comportamiento es cíclico, es decir, está sujeto alzas y bajas que al parecer guardan cierta regularidad, dando lugar a los llamados ciclos. Esos ciclos (que se dividen en ciclos de larga y corta duración) tendrían, entonces, dos fases: al alza y a la baja, que señalan etapas con variaciones crecientes de las tasas del producto y con variaciones decrecientes de esa tasa. Cuando las tasas crecientes sobrepasan los promedios históricos, se habla de boom económico, y cuando se da el proceso de tasas decrecientes hablamos de “desaceleración” de la economía, pero, en ninguno de esos casos se trata de fenómenos críticos. Se puede hablar de una primera forma de crisis asociada a las fases de desaceleración cuando el crecimiento del PIB se ubica por debajo de los promedios, o va acompañado de rupturas sistémicas, esto es, quiebras de empresas o de industrias que tienden a minar la confianza de los inversores.
El término recesión, en cambio, ya no se considera asociado a las condiciones normales del ciclo, y es crítico en la medida en que significa una reducción de la producción. Desde un punto de visto técnico, se entra en recesión cuando durante dos trimestres seguidos la producción ha disminuido. En ese sentido, la particularidad de la recesión actual es que ha cubierto a todas las potencias del centro (Estados Unidos, Europa y Japón), y que en algunos casos representa disminuciones de la producción que no se veían desde la segunda posguerra. Si las causas de la recesión son coyunturales, medidas de política monetaria como disminuciones de las tasas de interés, reducciones en los condicionamientos del crédito o subsidios estatales pueden ser suficientes para recuperar el crecimiento.
Puede, sin embargo, darse el caso de que las medidas de política económica sean insuficientes y que la recesión se prolongue en el tiempo. En tal caso, se habla de que la economía ha entrado en depresión, pues es incapaz de superar comportamientos negativos del producto por sus propios medios. Aunque algunos definen la depresión como elevadas tasas recesivas (iguales o superiores a -10 por ciento del PIB), lo cierto es que la economía capitalista no soporta mucho tiempo sucesivos comportamientos negativos (de cualquier valor) sin entrar en pánico. La configuración de una depresión se considera extraordinaria, y por tanto se incluye también dentro de la categoría de “crisis”.
El estudio de las causas de la crisis ha dado para un largo debate, e incluso la teoría económica neoclásica niega su existencia con el argumento de que, cuando se han presentado esas situaciones (algunos aceptan la existencia de dos depresiones, la de 1873 y la de 1929), se presentaron porque desde fuera del sistema económico se alteraron las fuerzas del mercado. Por ello, no entramos en la disputa sobre las causas que provocan las crisis sino que señalamos que, dado que la motivación de los capitalistas es el aumento de las ganancias a como dé lugar, luego de la euforia de un boom se termina en procesos de acumulación excesivos que terminan en la imposibilidad de ser realizados y acaban en la pérdida de valor generalizada (deflación de capitales y de bienes). Con lo cual, dado que el capitalismo es un sistema de fiducia o de confianza en el cual el crédito se vuelve lubricante fundamental en las etapas de alza, la pérdida generalizada de la confianza, termina por paralizar el mundo de los negocios. Que ya comience a discutirse si esta etapa es recesiva o estamos entrando en una depresión, debe indicarnos la importancia de lo que está sucediendo.
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