La liberación unilateral de dos civiles y cuatro uniformados por parte de las farc pusieron de presente unas lamentables fisuras de personalidad en quien o quienes deben (debieran) fomentar la construcción de un ambiente propicio para un reencuentro que permita acabar con el conflicto y ponernos a trabajar por un país mejor.
No faltó quién lamentara las oraciones que por años había elevado por los secuestrados. Ni quienes se tomaran la molestia de interpelar en los primeros foros radiales, reflexionado si era posible que en adelante las súplicas estuviesen perfectamente condicionadas. Que sus plegarias y sus rogativas influyan sólo para aquellos que, una vez liberados, salgan a lanzar adulaciones para un gobierno que nada hace por buscar salidas a su proterva situación (más allá de la certeza de que su último aliento de vida puede ser cortado ante la menor sospecha de un rescate militar), y cuyas voces preferiblemente nos traigan un paisaje triunfalista donde la verdad del enemigo se vea reflejada en imágenes de estampida y rapiña, desasosiego y penuria, como si se tratara de bestias sin control.
Entonces supimos de que somos dados a que el poder y los medios nos escriban libretos –sin sopesar siquiera su alcance y su contenido–, y que eso pareciera expresar nuestra conciencia social. Mientras en las robustecidas marchas la sociedad que así misma se llamaba “civil” parece acompañar a las familias de los secuestrados bajo el grito “Los queremos vivos, libres y en paz”, a la hora de las liberaciones muchos cambian de tono y hasta de consigna: “Vivos, sí, pero sumisos al Gobierno”.
Los colombianos tenemos una abyecta predisposición al engaño y la malicia, y que no alcanza siquiera para percibir los hechos en su cruda presencia. Puede pensarse que todo esto es fruto del miedo que nos produce aventurarnos a gestar propuestas que ayuden a romper el hechizo de la tragedia que se nos propone como destino. Pero también hay que ver que ese miedo es un elemento que los bandos saben alimentar y manipular.
Eso es lo que injustamente se le ha fustigado a Alan Jara y Sigifredo López, después que, con valentía ciudadana, nos quieren iluminar sobre esa realidad bélica tan compleja y con múltiples matices, en la cual el secuestro, el ajusticiamiento paranoico y el bombardeo sistemático son acaso una mínima expresión de sus perversas y elaboradas concreciones. Las reacciones que despertaron sus cuestionamientos al régimen de ‘seguridad democrática’ y sus posturas en favor del acuerdo humanitario tienen tanto de significativas como de preocupantes: el repudio y la resistencia a sus frenteros señalamientos se fue generalizando. Y para capturar ese malestar a su mejor estilo, no faltaron los conspicuos directores radiales que no ahorraron esfuerzos en conseguir psicoanalistas nacionales y extranjeros para llevarlos a diagnosticar el “síndrome de Estocolmo”.
Espacios noticiosos y columnas de opinión abrieron el debate, práctica inveterada de quienes labran nuestra ignorancia a través de incultos que pasan por sabios o ecuánimes y equilibrados generadores de opinión. Les resulta preferible presentar la valoración de una actitud como perturbación de juicio que ver en ello el talante, el querer y el sentir de unos seres que nunca perdieron su dignidad de hombres pensantes y libres.
Patología y poder
Si de acomodarles síntomas y síndromes a los actores y víctimas del conflicto se trata, más vale aceptar que habremos de pasar por el diván. Más que en los otros, hay que escudriñar las taras que se ocultan en nuestros gestos y actitudes. El Alto Comisionado para
Pero no estábamos preparados para ver que un psiquiatra como él se convirtiera en locuaz portavoz del canibalismo de espíritu que le ha infundido su jefe y patrón (hasta de conducta). Se ha diluido a tal extremo su personalidad, y por esa vía la dignidad de su saber científico –en una pérfida identificación con su paciente–, que es incapaz de asimilar la transferencia negativa que aquel le genera y además debe someterse al vaivén de sus explosivas manipulaciones febriles. El loquero de Palacio no tiene siquiera valor y voluntad para imponer su propia renuncia. Como los oficiales liberados, sólo tiene la opción de obediencia ciega y obligada militancia.
El sueño del gobernante de turno –ese que alguna vez creímos que había sido elegido para defender los valores pluralistas de nuestra Constitución y no para destruirlos– es tenernos prisioneros con las cadenas de la retaliación que le da sentido a su existencia. Que históricamente su pathos haya encontrado un ambiente político e intereses privilegiados que se acomoden a su discurso para hacer menos vergonzosa su iniquidad, es algo que siempre debemos puntualizar. Pero otra cosa es que, por la vía de un discurso justiciero, cada colombiano tenga que sentirse constreñido a arrastrar las tensiones internas, los odios y los rencores acumulados del gobernante.
Un reconocido discípulo de Lacan, el psicoanalista egipcio Moustapha Safouan, sostiene que “el ser humano puede darse muerte, y ningún mecanismo instintivo detiene su gesto en el umbral del homicidio”. Y, a reglón seguido, se cuestiona: “A partir de ahí, ¿cómo es posible una sociedad?”. Para este autor, resulta clara la relación fundacional de una colectividad: entre dos sujetos no hay sino la palabra o la muerte. En su nivel colectivo, la barbarie se puede definir como aquella estrategia en que los bandos son incapaces de romper la simetría de sus mutuas represalias; como el espacio donde estamos dispuestos a dejarnos contaminar por el fanatismo y la exacerbación del otro.
Si alguna tarea positiva le queda al Doctor Ternura en el Palacio de Nariño, aquella consiste en explicarle al enajenado del poder lo riesgoso que es postularles a los ciudadanos su palpable y altiva virulencia, que comporta una simple falta: la relación canalla que no tiene freno cuando se da por sentado el fracaso de la palabra.
Pero como esto es política de gobierno y estrategia de dominación, debemos propender por la ilustración ciudadana de cada uno de estos mecanismos. Sólo una sociedad civil dispuesta a distinguir las triquiñuelas que los bandos fabrican a su amaño es capaz de enarbolar una posición que fracture y rompa la sucesión infernal de nuestro conflicto. Sólo una sociedad civil dispuesta a no caer en el engaño es la mejor promesa de que la política estará no muy lejos de entrar en sintonía con la cultura, la filosofía y la aventura humana de los tiempos modernos. Allí donde la poesía de la vida tenga un terreno proclive y libre de prejuicios para pedir lo impensable, pensar lo novedoso y hacer hasta lo imposible. Colombianos por la paz nos ha brindado un inolvidable ejemplo.
Como seres políticos, tenemos que estar convencidos de que la guerra nos atañe a todos; de que, por tanto, todos somos responsables en ella. Que frente a ella no hay excusa alguna que valga, pues todos salimos perdiendo. De lo contrario, seguiremos cayendo en las garras de los muchos mercachifles de la angustia, de los buhoneros de la zozobra que pretenden seguir gobernándonos… De los de ahora… Y de los que esperan con avidez su turno.
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