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¿Dónde está el Grupo de los Seis?

Atrocidades. Horror. Realidad aún incompleta. Así lo confirman los paramilitares mismos: en su recorrido macabro por todo el país, en cerca de 20 años de terror masacraron a 20.979 connacionales. Además, de acuerdo con la información procedente de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía General de la Nación, conocida el 13 de julio de 2008 y difundida por Caracol Radio, “los desmovilizados del paramilitarismo anunciaron que van a confesar la desaparición forzada de 1.776 personas y el reclutamiento de 1.020 menores de edad, así como haber cometido 648 secuestros y 1.493 extorsiones”. Con silencio y complacencia del poder político y militar local, comprobado mediante la investigación que se sigue –tomando en consideración la sola Fiscalía– contra 140 integrantes de las Fuerzas Armadas y 196 dirigentes políticos vinculados a investigación por las mismas declaraciones de los paramilitares.

De acuerdo con el propio informe, los paramilitares se comprometieron a confesar, además, 368 episodios de desplazamiento de población en varios lugares del país. El informe enfatiza que “hasta el momento, los fiscales han recibido la confesión de 968 desapariciones forzadas, el reclutamiento de 380 menores de edad, 425 extorsiones y 132 secuestros, así como 78 episodios de desplazamientos masivos”. Sobre esta base, la Fiscalía compulsa copias de investigación a 28 senadores, 16 representantes a la Cámara, 115 alcaldes, 12 gobernadores y 25 concejales presuntamente vinculados con actividades del paramilitarismo. Este reconocimiento es apenas una parte de la verdad no revelada hasta ahora.

Esta verdad se acerca al inmenso episodio de violencia que ha desangrado al país, pues defensores de derechos humanos sostienen que en Colombia los asesinados por los paramilitares durante los últimos 20 años superan la cifra de 50 mil personas. El número de víctimas por violencia en general –callejera, para robar, homicidios culposos, etcétera– en los últimos 10 años llega a 300 mil connacionales.

Las denuncias y testimonios así parecen confirmarlo, sin que la gente se escandalice suficientemente, pues, para el común de los ciudadanos, una de las secuelas no tangibles de estos acontecimientos es la pérdida de la capacidad de asombro ante hechos de tal envergadura, lo cual refleja un deterioro de la escala de valores que debe conservar todo pueblo. Ello conduce a un fenómeno que la sociología denomina anomia, es decir, a un “conjunto de situaciones que se derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación”.

En la Fiscalía reposan más de 220 mil denuncias procedentes de víctimas directas del paramilitarismo (y esto, pese, como se sabe, a las amenazas que afectan a muchas comunidades para que no denuncien), bien por homicidio de algún familiar, bien por desplazamiento, bien por usurpación de tierra.

En sus declaraciones, los paramilitares también reconocen a oficiales y líderes políticos de los partidos tradicionales que serán involucrados en investigaciones, en la medida en que se reabran procesos cerrados –por falta de testigos–, algunos de ellos fallados por la justicia internacional como crímenes de Estado, pero también en cuanto sean escuchados en audiencia numerosos dirigentes paramilitares que hasta ahora callan y guardan información. No han dicho todo.

Destrucción de comunidades y de la unidad nacional

El persistente terror, orientado hacia múltiples comunidades, produjo sus frutos: generó pánico, desunió, quebró liderazgos históricos, desmovilizó núcleos poblacionales enteros, obligó a miles de miles a dejar su terruño, encerró en el mayor mutismo a no pocas comunidades. No era para menos.

A la luz del informe de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía, hasta el momento se han abierto 1.906 fosas comunes de las cuales se han exhumado 2.329 cadáveres. Son fosas diseminadas por todo el territorio nacional. Pero además, como se reconoce también por parte de los agentes del terror, para ocultar los cadáveres no pocas personas fueron mutiladas, picadas, lanzadas a los ríos, cremadas en hornos especialmente construidos para tal fin o tiradas como alimento a pozos repletos de caimanes. Esto entraña saña y doble crimen llevados a cabo a partir de las experiencias de otros países y otras guerras, con precisión de efectos psicológicos, morales y físicos. Por ello, se trata de una violencia ejercida con sevicia, y para producir efectos meditados y claramente calculados. Nada es ocasional en esta guerra y en este monopolio del poder.

Toda una acción ¡racional-demencial! con claros propósitos políticos y económicos, con fines de destrucción del tejido social, de acumulación de millones de hectáreas de tierra en pocas manos; de puesta en marcha de inmensos proyectos agrícolas, mineros y energéticos en diferentes rincones del país; y de defensa, conservación y concentración del poder político en manos de la alianza oligárquica y de sectores económicos emergentes.

Con insuficientes acciones de oposición política o con valor civil menguado, estos son el propósito y el resultado final de la masacre persistente, continua, llevada a cabo ante los ojos de la crema y nata del país y su poder nacional y económico, la justicia, los organismos secretos con asesoría internacional y las instituciones armadas en deshonra. y los poderes locales y las autoridades civiles de cientos de municipios.

Autores intelectuales

¿Se puede explicar esta macabra acción como la simple decisión de un grupo de dementes? No. El nombre mismo que designa a sus autores –“paramilitares”– precisa con exactitud el origen y el sentido de su violencia, lo cual implica que se formulen un porqué y un paraqué que obligan a preguntar por los financiadores y los instigadores intelectuales de toda esta estrategia de muerte.

Sin duda, hasta cuando los nombres de tales personajes salgan a la luz pública, y se les enjuicie por la masacre y el exterminio de los inconformes de todo un pueblo, no habrá justicia ni paz posibles en Colombia. Pero en este punto se requiere dejar en claro que tales crímenes no se cometieron únicamente contra los inconformen o los opositores; también contra pobladores común y corrientes cuya muerte se pensó con frialdad y se produjo como forma de amedrentar.

Por ahora –y esto es reconocido en Colombia y en el exterior–, se sabe apenas de mandos medios, soldados, mercenarios, unos con mayor grado, otros con cargo menor, lo cual permite entender una parte de lo vivido y sufrido en nuestro país. Pero la verdad profunda de los hechos, los instigadores reales de los mismos y los favorecidos por tales sucesos, permanecen a la sombra. Tal vez, en uso y usufructo de altos cargos públicos, tal vez, dirigiendo grandes empresas, tal vez, haciendo de embajadores en distintos países u ocultos tras sus ropajes profesionales, tal vez, protegidos por banderas extranjeras.

Se conoce que algunos de ellos, religiosos, políticos y voceros de rancias familias, han fallecido. Otros han recogido sus banderas. ¿Quiénes son? De acuerdo con el tristemente célebre Carlos Castaño, ¡todo!, las órdenes reposaban en las manos y las cabezas del “grupo de los seis”. Entonces, ante los pies y las puertas de la Justicia golpea un inmenso interrogante. Exclamación plural. Desprendida de la garganta de las 220 mil y más víctimas de esa noche de terror que aún no cesa en Colombia.

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