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Una lógica que destruye y oprime

Poder. Frío en su manejo. Pocos gobiernos en nuestra historia –como el actual en sus dos períodos– han enseñado a sus connacionales cómo, con quiénes, a través de qué, para qué, se ejerce el poder.

Control. Pocos gobiernos como el de Álvaro Uribe –en sus dos períodos– les han permitido a los colombianos ver que el poder es dominio, manipulación, control. Y en su aplicación pública: discurso, disciplina, opresión, sumisión, negación.

Como nunca antes sucedió ante los ojos de toda una nación, se aprecian en forma tan desnuda, tan real, el poder y el control, que, como se sabe, son uno solo. Están de bulto: –El cinismo llevado al extremo y el fenómeno de la inmediatez en las comunicaciones hacen visible, no permiten ocultar esta trágica manera de gobernar. Hace siete años su figura y su retrato se repiten.

El escándalo del “Agro Ingreso Seguro” permite apreciarlo ahora una vez más. Pero antes se evidenció sin pena en la relación con el paramilitarismo y en el ascenso del actual mandatario al poder. Luego fue la compra de conciencias para refrendar la reelección (garantizar la permanencia al frente de la máquina, la maquinaria estatal: El poder soy yo) –mecanismo efectivo para copar el Estado, asegurar el control de la cosa pública, horadar hasta eliminar o hacer nulas la memoria y el tejido social, ascender y legitimar un nuevo poder económico ligado a la expropiación de la tierra y el narcotráfico –con refuerzo militar de intervención internacional– y desconocer las conquistas constitucionales.

Siempre, en unos y otros casos, se les paga a los ‘amigos’. Pagos y puestos a unos u otorgamiento a otros (como el DAS) de los cargos decisorios de las ramas del poder, que permiten hacer realidad ese ascenso, llegada, y continuidad, al control del poder.

Así obró con unos: la legislación favorable para purgar miles de crímenes, genocidio de
poblaciones enteras, con pocos años de prisión. Pero también para dilatar la entrega de las tierras usurpadas, así como de otro conjunto de propiedades robadas a sus verdaderos dueños.

Y operó con otros: los nombramientos de amigos en las delegaciones diplomáticas, o la
adjudicación de las famosas notarías. No quedó exento, de este “tu me das, yo te doy”, la reorganización territorial para permitir la apropiación masiva y acelerada de plusvalías. En el último suceso de moda, el “Agro Ingreso Seguro”, es la aprobación de inmensas cifras de dinero para operar proyectos agrícolas de “campesinos de cuello duro o camisa de marca” que en verdad no hacen parte de las masas, cada vez más numerosas, de desposeídos, desplazados o similares víctimas.

Ejercicio del poder orquestado desde la cabeza del alto gobierno.

El propósito es uno solo: atornillarse. Al precio que sea. Con el erario como botín, cuyo desangre satisface los sueños de riqueza rápida de algunos, pero también, no importa, si la usurpada es la integración social, la soberanía nacional, la salud mental de las mayorías sociales, o bien la identidad y la organización colectivas.

Novedad: de la aristocracia de Bogotá a las haciendas y caballos

Se pudiera pensar que el poder que estamos viendo en ejercicio, almizcle y desarrollo, es el mismo de siempre. En verdad, no es así. Estamos ante un nuevo tipo de poder.

Un poder reconstituido sobre la base y la naturaleza oligárquica de su antecesor, para el cual bastaba –en razón de su autosostenimiento– el control clientelista-partidario, y la sujeción y el dominio del votante sobre la base de la promesa dada por el “señor” o el “doctor”.
Con los partidos liberal y conservador venidos a menos tras el envión social que significó –sin inclusión plena– la Constitución de 1991, y sumergidos en su crisis última de credibilidad, cuando ya estos partidos no reunían a su alrededor sino minorías, y batido el país en una guerra que ponía en peligro el dominio histórico de una oligarquía que nunca quiso –y ahora menos– redistribuir la tierra y la riqueza nacional, frente a unos movimientos sociales que pisaban, rayaban espacios de control, emergió una propuesta y una voluntad con ‘novedosas’ características:

• retomar lo poco o mediano que habían perdido por conquistas laborales, sociales, recuperaciones de tierra o rebeldía con avance en territorio;
• neutralizar y derrotar ejércitos paralelos,
• fundar una identidad, no sobre la base de la justicia y la soberanía popular sino sobre el soporte y el concepto de la ‘seguridad’ que se deriva de una ‘paz rápida’ sin acuerdo político ni de poder y territorio, como tampoco –sin protagonismo– de la organización popular.

Esta propuesta en marcha, emergente, tuvo nombre y se hizo acción. Montó un liderazgo político y paramilitar que cohesionó voluntades marchitas, al precio que fuere. La sangre se hizo ríos.

El clientelismo se mantuvo pero se fortaleció o complementó con la aplicación del terror y la aceptación de una concentración desmedida de todo el Estado bajo la égida de una sola voluntad. A la par, un ejercicio masivo de medios de comunicación a cohesionó la opinión pública. Usó, unificó un mensaje identificando a un enemigo (el subversivo) –al cual, con borrón histórico de su origen, se hizo culpable de toda la crisis acumulada del país– en protección del privilegio, desviando la mirada analítica y crítica que señalaba hacia el establecimiento, de su tradición en el poder y la corrupción, y de su responsabilidad en el empobrecimiento de los colombianos. De este modo, el “jefe” –imbuido de reelección– y su entorno consiguen avanzar en el desmonte del proyecto del viejo Estado y en la renuncia a la posibilidad de ir hacia un desarrollo por vía propia, en relación con sus vecinos –cepalismo–, y, de su mano, el regreso consciente al soporte del poder tal como se vivió en la Colonia: el dominio de la tierra y los recursos naturales. Un precio inmenso por paga, sin saber la sociedad, por una identidad efímera.

La concentración de la propiedad rural (llevada a cabo y sostenida por las armas) acelera y deforma la metropolización del país. Multiplica la desigualdad social, a la par que rompe el débil equilibrio ambiental que alguna vez pudo existir. Además de entregar el país, para escuchar las canciones de cuna, en los brazos de las multinacionales… dueñas del capital y el poder real del mundo.

Como se sabe, el poder, de entrada, es capital, y éste un poder de coacción.

Los grandes herederos y empresarios reciben fruto y beneficio con la voluntad emergente. Por tanto, la apoyan, la potencian, la sostienen. Los indicadores económicos precisan a todas luces por qué continúan alabándola: a ellos también se les retribuye, ¡y en qué medida! Capital y poder se entrelazan como una sola cosa, y –hasta ahora sin contradicción cercana ante la ausencia de una oposición sentida y de un movimiento social, con iniciativa y dirección nacional legítimas–, se soportan y se complementan.

El capital fabrica capital, en esta ocasión a través de succionar lo público: se hace a los bienes más preciados de todos los colombianos, desalienta y desprestigia lo colectivo por ser supuestamente ineficiente, crea enemigos de los amigos, divide a los otrora aliados.

La ética social hace acomodos

Así, congestionada, por un discurso que deforma la realidad y atomiza cuerpos sociales y de izquierda que antes se decían uno solo, la sociedad se sume en un código contradictorio:

•    observa cómo las notarías son entregadas a los amigos del poder,
•    identifica y reconoce con mucho de impunidad y algo de misericordia a los asesinos de pueblos enteros,
•    sonríe cuando ve entrar a la cárcel a los políticos que encubrieron y financiaron a los criminales,
•    aplaude cuando resuenan en sus oídos los nombres de las multinacionales que entregaron millones de dólares y miles de armas a los paramilitares,

Pero…

•    parece indiferente cuando comprueba y ve que en el Palacio de Nariño y desde el Palacio de Nariño se concentran, en pocas manos, todas las utilidades y los negocios.
En todo caso –tengan en cuenta–, sabe que la politiquería es causante de todos los aconteceres que empobrecen y/o enlutan el país, y la desprecia, sin encontrar otras opciones.
Las noticias se suceden. Los escándalos remueven fichas que la voluntad del poder dispone en una u otra función. Son agentes pasajeros, alfiles, protegidos de Palacio mientras no le planteen riesgos al poder. Sin embargo, una vez los dedos de la opinión señalan al poder real:
•    el poder grita más que los denunciantes “nada tengo que ver”,
•    el elefante entre las paredes de Palacio pervive. Todo sucede a su alrededor sin que Álvaro Uribe lo sepa. En juego de actor, o amo, los llama y les exige explicaciones por sus desafueros.

El poder se hace control y éste se hace poder. Por todas partes se sienten uno y otro, y el ánimo para enfrentarlos es escaso o nulo.
La reacción social tiene, la sobrecoge, el desaliento y el desánimo. El poder ejercido sin recato alguno produce asco. El desaliño en las formas y los métodos, temor. Es deseable que las cosas fueran distintas, pero no se encuentra por dónde. La desazón es un estado de ánimo que carcome al país y su gente.

Desazón es el principal efecto de estos siete años de esa voluntad y esa figura hechas carne en la Casa de Nariño, con síntesis de lo peor del ejercicio del poder durante los siglos XIX y XX. Y desazón es el principal síntoma, y realidad, por superar en la Colombia de hoy. Urgente para la nación. Con la búsqueda de un proyecto basado en la ética, lo colectivo, la justicia, la paz.

Como el poder se protege y se reproduce él mismo, así manche de rojo y luto, aparece como un espejo: es la conciencia de la nación.

Entonces, debemos resquebrajar esa voluntad que hechizó mayorías de urnas pero que ahora hace vomitar.

Ni impunidad ni notarías ni monopolios ni Agro Ingreso Seguro ni silencio.
Los colombianos merecen otra oportunidad.

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