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Ciento cincuenta años de crítica

Un par de pensadores transformaron el mundo de las ideas y por consiguiente a la sociedad: Charles Darwin y Karl Marx, dos Carlos que con sus obras fundamentales señalaron caminos para una comprensión objetiva, crítica, del mundo y del ser humano.

2009 fue para el mundo oficial de la ciencia el año de Charles Darwin y su Del origen de las especies por medio de la selección natural, su obra cumbre, celebrada por ese mundo con gran despliegue. Y no era para menos, pues el 24 de noviembre de 1859, fecha de publicación del hito científico, se daba comienzo a la carrera de la teoría de la evolución, que incluiría a las especies animales en el marco de la historia y con ello contribuiría a dar al traste con las cosmovisiones estáticas y finalistas del creacionismo.

En ese mismo año de 1859 veía la luz el libro Contribución a la crítica de la economía política, de Karl Marx, en el que el pensador alemán exponía por primera vez, en forma sistemática, sus reflexiones sobre el problema económico. Si bien para esa época el nombre de Marx era conocido en el mundo de la política y las ciencias sociales, sobre todo por la publicación del Manifiesto del partido comunista en 1848, la aparición de la Contribución inaugura la figura del “Marx economista”, que se constituirá no sólo en la dimensión más visible de su figura intelectual sino asimismo en la más temida.

Y esa es quizá la razón por la cual el mundo de la ciencia, tan proclive a la exhortación de Darwin, nada haya dicho sobre los 150 años de la publicación de la Contribución y menos sobre la coincidencia y los aspectos en común que tienen los dos trabajos. La aceptación de las tesis del Origen de las especies implica comprender que el mundo vivo ha estado transformándose y que seguirá haciéndolo, ya que esta es la condición misma de su existencia, su historicidad, parte de su forma de ser.

Pues, bien, Marx construye su obra sobre el presupuesto de que las relaciones sociales entre los seres humanos también son cambiantes y que, en este sentido, igualmente, nada es estático, y con la formulación del concepto “modo de producción” esboza los lineamientos generales que nos permiten entender las transformaciones estructurales que han experimentado las formas como los seres humanos se asocian para producir, distribuir y consumir sus medios materiales de vida. Que todo se transforma es hoy un axioma de la ciencia (salvo, como veremos, para los economistas), pero en el siglo XIX era todavía una herejía, y lo que no se puede poner en duda es el papel que en la destrucción de tal herejía jugó la obra de Marx.

Marx y Darwin hacen parte, entonces, de un conjunto de pensadores cuyos trabajos fueron la piedra de toque que terminó por derribar el mundo de las concepciones inmovilistas. Ya en 1824, el científico e ingeniero francés Nicolás Sady Carnot, al estudiar los factores que rigen la eficiencia, se vio en la necesidad de conceptualizar el movimiento no mecánico y unidireccional de la energía, desde los cuerpos más calientes hasta los más fríos, y postular la degradación de la energía en calor. Con ello, daba las bases de la formulación de la segunda ley de la termodinámica, que permitiría afirmar la tendencia del universo a la uniformidad térmica, y por tanto a la muerte. Con ello, la física introducía también la historia. ¿De dónde nace, pues, la resistencia a la aceptación de que el mundo humano no se limita a crecer (o decrecer) sino que además sufre transformaciones cualitativas, y que las formas de organización humana igualmente mueren, tal como lo conceptualizó Marx? La razón es muy sencilla y se condensa en su famosa frase de que “la burguesía considera que hubo historia pero que ya no la hay”. Y la razón de la negativa es muy elemental: para el burgués, el mundo del capital es su mundo, el de sus privilegios y al que no quiere renunciar y del que por ello promulga su eternidad.

¿Por qué crítica y no economía política?

Marx se refiere siempre a los economistas en tercera persona; no se considera uno de ellos, y no por soberbia sino porque estima que la función de la economía como disciplina es, por principio, apologética. Pues, en su forma moderna, surge de la necesidad de descubrir los mecanismos que garanticen el proceso de acumulación de capital; por ello, sus practicantes tienen necesariamente limitado el horizonte de análisis.

La más grande conquista de la economía política fue entender el papel del trabajo en la sociedad como generador de riqueza, y, sobre la base de tal entendimiento, poner a girar el mundo burgués alrededor de las mejoras en su eficiencia. La división profundizada del trabajo y la ciencia, como subordinada de la técnica, se convirtieron en los principales instrumentos para lograr tal objetivo. Sin embargo, pese al reconocimiento del trabajo como base del valor de las cosas, el papel de los trabajadores se reducía a su simple condición instrumental, y el salario, como un precio más de una mercancía más, se concebía bajo la llamada “ley de bronce”, esto es, como ajustado siempre al simple nivel de subsistencia. El creador de la riqueza se veía así reducido a la más mínima expresión en lo económico y lo político.

Incumbe a Marx desentrañar la naturaleza de lo acumulado como resultante del valor no remunerado del trabajo; y corresponde también a él señalar que, en un mundo mercantilizado como el capitalista, las relaciones entre los seres humanos (relaciones sociales de producción) se manifiestan como relaciones entre cosas (las mercancías a través de sus equivalencias). De allí deduce el concepto de alienación y explica las razones por las cuales los seres humanos, incluso los explotados, terminan aceptando como natural un mundo que se debe entender como constructo de las relaciones entre grupos diferenciados y con intereses antagónicos (clases sociales).

De-construir el mundo del capital (hacer ingeniería inversa, dirían hoy algunos) fue uno de los instrumentos que utilizó Marx para el entendimiento de los mecanismos de funcionamiento de la sociedad moderna, y a ese aspecto de su obra es a lo que llama crítica. Si recordamos que la economía trata del nomos (la regla, la norma), del oikos (literalmente, la casa), es decir, de la administración de lo material que sostiene la vida, debe quedarnos claro que a los economistas no les interesan las razones que hay detrás de “la buena administración” sino el efecto de ésta, es decir, la acumulación de riquezas. Para justificarse, afirman que esa acumulación terminará permeando ventajosamente a todos, pero, por más argumentos sofisticados que esgriman, no pueden esconder que su papel no ha de limitarse más que al mantenimiento del orden económico y jamás a su comprensión. Y esa es la razón por la que Marx, siempre que se dirige a los economistas, lo hace en tercera persona y como la contraparte de su pensamiento. Este aspecto de la Contribución parece no haber sido aún lo suficientemente explorado y es una característica del pensamiento marxista que lo hace bastante particular.

Azar y razón

Otro aspecto que a menudo se vela, y que termina impregnando incluso ciertas visiones de la izquierda, es el pensamiento contradictorio de los economistas entre propender por la planeación en el interior de las fábricas y defender el azar de las fuerzas ciegas del mercado como regulador de la sociedad como un todo. Se trata de una contradicción por lo menos curiosa, sobre la que ya llamaba Marx la atención y que hoy, cuando la planeación se enseñorea en todos los aspectos de la vida humana, parece una rémora que nos pega a la prehistoria. Pues, por lo menos, debiera parecer curioso que se ensalce la ceguera y se convierta en principio sagrado, ¡justo en un mundo supuestamente guiado por la razón!

En el prefacio a la Crítica de la economía política, Marx afirmaba que con las relaciones sociales capitalistas terminaba la etapa de la “prehistoria de la sociedad humana”, aludiendo a que la entrada en la verdadera historia significa que los seres humanos tomen conciencia de las condiciones que les permiten su continuidad material, y que se asuma el carácter social de la producción y se ajuste la distribución de los bienes materiales y su consumo a las necesidades de cada quien, pero también a las limitaciones que nos impone la continuidad en el tiempo de tales condiciones (la sostenibilidad de las mismas).

Aceptar que estamos en un planeta limitado físicamente, que hacemos uso de bienes no renovables y que dada la forma que usamos los renovables (verbigracia, el agua y el suelo) los estamos inutilizando; es decir, aceptar que somos seres históricos y que como tales nos hallamos sujetos a las leyes de la entropía es una tarea que, desde los cimientos de la Crítica, se debe emprender con toda la fuerza, pues la victoria de la razón pasa por la derrota de los “economistas”, a los que ya con acierto se les llama “economistas de la tierra plana”, por su creencia en la infinitud del planeta y de los recursos, y por anunciar el fin de la historia cuando aún la prehistoria no ha finalizado, es decir, cuando todavía rigen la ceguera y el azar en el proceso de ‘administración’ del mundo material y en la forma como replicamos nuestra existencia.

Los verdaderos cultores de la ciencia no pueden seguir vendados ante la historicidad de nuestro acontecer, argumento según el cual estas celebraciones por el descubrimiento de la “evolución” debieran extenderse a las de nuestro reencuentro como seres integralmente naturales, con todo lo que ello implica.

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