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A propósito del 8 de marzo. Equidad de género: acatar no es cumplir

A propósito del 8 de marzo. Equidad de género: acatar no es cumplir
“Ahora damos paso a nuestro móvil en vivo desde el aeropuerto de Carrasco, adonde en estos momentos está llegando el señor Néstor Kirchner acompañado de su señora esposa, la presidenta argentina”…
 
Esta afirmación, hecha por el locutor de uno de los canales privados de televisión durante los actos de cambio de gobierno en Uruguay, demuestra hasta qué punto la lucha por la equidad de género enfrenta obstáculos que trascienden cuestiones meramente legales.
 
Una buena forma de comprender la idea de inequidad de género en una sociedad es referirlo a la existencia de una estructura de oportunidades que en determinadas circunstancias dificulta –y en algunos casos impide– la libre actuación de las mujeres, según sus deseos o su voluntad, y en pie de igualdad con los hombres. 
 
Tal estructura de oportunidades no tiene por qué ser –de hecho, en muy pocos países lo es– una cuestión legal que limita las libertades y los derechos de las mujeres al uso y disfrute de los bienes y servicios de la sociedad. Tampoco significa que estén legalmente impedidas de acceder a los medios de producción, la educación, o los procesos de toma de decisiones administrativas, políticas o económicas. 
 
En los hechos, sin embargo, la posibilidad de acceder a estos bienes, servicios y puestos de incidencia no es igual a la de los hombres. Y, aunque dibujando un amplio espectro de matices y grados, tal desigualdad está presente en todos los países del mundo. En este sentido, los aspectos culturales juegan un rol mayor a la hora de sostener las situaciones de inequidad y –desde el momento en que operan reconociendo la pertinencia de los mandatos legales, pero a la vez eludiéndolos– son los más difíciles de combatir.
 
Esta realidad de facto, instalada incluso allí donde la igualdad de oportunidades para todos los integrantes de la sociedad está expresamente garantizada por la Constitución, también vuelve extremadamente complejo su análisis y su medición. 
 

Índice de Equidad de Género

 

Una buena herramienta para el mejor entendimiento de estas inequidades es el Índice de Equidad de Género (IEG), desarrollado por Social Watch –red social internacional con miembros en más de 60 países en todo el mundo, comprometida con el combate a la pobreza y sus causas, a fin de asegurar una distribución equitativa de la riqueza y la realización de los derechos humanos. La versión completa del IEG, publicada anualmente, está disponible en www.socialwatch.org/node/11561. Se trata de un instrumento que permite, además de observar una fotografía de la situación en un momento determinado, seguir la evolución de los países y regiones en el tiempo.
 
Esto es posible gracias a que el IEG clasifica países y regiones de acuerdo con una selección de indicadores relevantes a la inequidad de género –en las dimensiones educación, participación económica y empoderamiento–, a partir de información disponible y comparable internacionalmente.
 
El IEG está pensado para dar cuenta de cualquier situación en la que las mujeres se vean relegadas respecto a los hombres en las tres dimensiones referidas. Esto quiere decir que no mide condiciones absolutas de acceso de las mujeres a la educación, de participación económica o de empoderamiento sino la brecha de género existente en esas materias. Así, por ejemplo, un país en el que sólo el 10 por ciento de las mujeres y el 11 por ciento de los hombres estuvieran alfabetizados tendría un mayor puntaje de IEG que otro en el que los porcentajes de alfabetización fueran 80 por ciento para las mujeres y 90 por ciento para los hombres.
 

La inequidad, hoy

 

El IEG 2009, que analiza la situación de 156 países, fue lanzado el 9 de marzo en Nueva York, en ocasión de la Sesión 54 de la Comisión sobre el Estatus de la Mujer de las Naciones Unidas y el Día Internacional de la Mujer, celebrado el día anterior.
 
El primer dato relevante es que mientras los países y las regiones que se encontraban en mejor situación relativa en cuanto a la equidad de género continuaron mejorando, aquellos donde la situación venía siendo más crítica –es decir, donde más se los necesitaba– no se registraron avances.
 
Como consecuencia directa de esto, creció la brecha que separa las realidades más y menos equitativas. A partir de esta información, parece claro que el punto desde el cual parten los países y las regiones es determinante a la hora de combatir la inequidad de género. Incluso más que otras condiciones objetivas que pudieran a priori considerarse más relevantes, como situación geográfica, desarrollo económico o nivel de ingresos.
 
He aquí otra conclusión que se puede sacar a partir del análisis de los datos del IEG 2009: el bajo nivel de los ingresos o la pobreza relativa de un país es una muy mala excusa para la inequidad de género. En tal sentido, el mejor ejemplo lo constituye Rwanda, un país con muy bajos ingresos, ubicado en una de las regiones más pobres del mundo y que, sin embargo, no sólo se ha mantenido entre los paísesmás equitativos desde hace años sino que en 2009 subió del quinto al tercer lugar del IEG, desplazando a Alemania y Noruega, y siendo superado sólo por Suecia y Finlandia.
 
Esta realidad no es producto de la casualidad, desde luego. Por el contrario, está asociado a la implementación de políticas concretas –incluyendo leyes de discriminación positiva– que el Estado lleva adelante desde hace años y que, al igual que sucedió con los países escandinavos antes, determinan su privilegiada situación en cuanto a equidad de género.
 
La dimensión empoderamiento es la que mejor refleja la independencia de los problemas de inequidad respecto de las situaciones económicas, de desarrollo o de niveles de ingreso de un país o región. Porque, con excepción de América del Norte, todas las demás regiones tienen países con valores de empoderamiento muy bajos. República Checa, por ejemplo, llega apenas a 53 en 100, y Japón a 59.
 

En resumen

 

Más allá de la información estadística que aporta el IEG 2009 –pero a partir de ella–, surgen al menos tres conclusiones importantes: 
  • Los niveles de ingreso, la situación económica y los grados de desarrollo no deben usarse como excusa para justificar situaciones de inequidad de género. Más riqueza no significa mayor equidad. 
  • El caso de Rwanda prueba que –como ya pasó con los países escandinavos– el papel del Estado es esencial a la hora de fomentar la equidad de género. Las políticas que presionan sobre la realidad –incluyendo las leyes de discriminación positiva– generan ambientes favorables. Pero no es suficiente. 
  • El hecho de que los países con mejor situación relativa hayan sido los que más avanzaron, y aquellos más atrasados los que permanecieron estancados, muestra que el punto de partida es determinante a la hora de combatir la inequidad. 
Uniendo los tres puntos, queda claro que, si el esfuerzo requerido es mayor al comenzar la carrera hacia la equidad y disminuye cuando la situación mejora, es indispensable que el Estado asuma e interprete su papel sin vacilaciones. Pero no se trata de fomentar el crecimiento económico, los niveles de ingreso y el fortalecimiento de las instituciones para, luego, elaborar políticas “generosas” hacia las mujeres. Hay que pensar un nuevo paradigma que sea, desde su concepción, inclusivo e igualitario para todos los involucrados.
 
Es hora, en suma, de que la equidad de género deje de ser la “señora esposa” del desarrollo social. 

*Miembro del equipo de edición de Social Watch.

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