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Colombia. El tiempo de la pequeña pausa

Una forma de eternizar el dominio que se ejerce sobre las mayorías en Colombia es la manipulación de factores que llamen a la solidaridad ‘democrática’ frustrando así la posibilidad de cambio real.

La ascensión, el próximo siete de agosto, de Juan Manuel Santos a la Presidencia de la república, no es más que el producto de la reedición de un proceso que hasta ahora ha sido muy exitoso para los grupos dominantes y altamente frustrante para las clases subordinadas. Ese proceso, que bien se puede calificar de ciclotímico, ha consistido en la búsqueda consciente de la exacerbación de los ánimos partidistas para provocar períodos de fuertes confrontaciones a las que luego se intenta calmar con “pactos de convivencia”.

La conmemoración del primer centenario de la independencia en 1910 fue, curiosamente, también la inauguración de una breve etapa signada por uno de esos “pactos de convivencia”, en el que un grupo de centro derecha (alianza entre conservadores y liberales de la época), que se autodenominó Partido Republicano, asumió el poder bajo la dirección de Carlos E. Restrepo y en el que tuvo significativa participación Eduardo Santos (tío abuelo de Juan Manuel Santos), quien en 1938 también sería Presidente bajo el mismo lema de la convivencia y la unidad nacional.

Los ciclos históricos no son, obviamente, una repetición mecánica de los sucesos sino que reflejan una estructura particular de las sociedades que se manifiesta en acontecimientos que pueden ser recurrentes cuando, como en el caso de Colombia, tal estructura es de gran rigidez. La reiterada sucesión de firmas de “tratados de paz”, y la repetición de los apellidos en las sillas del poder no pueden atribuirse a una simple coincidencia, o desdeñarse como un hecho meramente anecdótico. Se refleja allí una sociedad que, pese a no ser formalmente monárquica, quedó anclada en la lógica de los dones (lo innato, lo no adquirido por esfuerzo propio) y por tanto de las herencias.

Recorrer brevemente la alternación de los períodos de exaltación violenta del partidismo con los de alguna moderación quizá nos permita percibir algunas de las razones del fin del régimen de Uribe y la llegada al gobierno de un miembro de las clases tradicionales.

Algunos antecedentes
 
Como es sabido, el siglo XX se inició bajo el fuego de una guerra civil (la Guerra de los Mil Días), continuación de las del siglo XIX y manifestación inequívoca de la persistencia de problemas estructurales en la organización política y la base económica, que se saldó con la victoria de las fuerzas más conservadoras y el gobierno autoritario de Rafael Reyes (empresario que fungió como militar en las guerras civiles), quien quiso modernizar transaccionalmente al país mediante el desarrollo de la infraestructura y el transporte, y sostener a la vez una ideología confesional que les diera tranquilidad tanto a los señores de la tierra como a los de las almas: los latifundistas y la iglesia.

Ese gobierno, conocido como “quinquenio”, abortó por las presiones surgidas de un sector popular que se oponía a la aceptación de la regularización de las relaciones con los Estados Unidos, alteradas por el protagonismo del país del norte en la separación de Panamá. La aceptación de una indemnización monetaria que muchos veían como un acto de indignidad (tal aceptación tendría que esperar 15 años) fue motivo suficiente para que la oposición utilizara el movimiento popular y diera al traste con lo que ya se conocía como la dictadura de Reyes. La llegada al poder de los republicanos, a los que aludíamos atrás, tranquilizó los ánimos, pues incluyó en los cargos del gobierno a parte de los liberales derrotados en la guerra civil, y le dio paso al período conocido como “hegemonía conservadora”, en el que se alternaron presidentes de ese partido desde 1914 a 1930 y que puede considerarse de escasa exacerbación partidista, pero que, frente a la consolidación de una clase trabajadora asalariada, todavía no muy numerosa pero determinante en las zonas urbanas y que ya comenzaban a tener un peso importante en la configuración social, mostró la debilidad que presentaba una relativa modernización sin nada de modernidad (es decir, sin relaciones sociales y pensamiento guiados por los principios de la racionalidad). Esto condujo a la victoria de los liberales y al comienzo de la “república liberal”, que se extendería hasta 1946. En este período se intenta establecer algunos principios de regulación de las relaciones entre el trabajo y el capital, así como darle sentido económico a la propiedad de la tierra, lo que genera una fuerte reacción de los sectores situados más a la derecha, que luego de una fuerte presión logran en 1936 que el presidente de la época, López Pumarejo, decrete una ‘pausa’ al incipiente reformismo.

Relaciones internacionales, tierra y trabajo: manzanas eternas de la discordia

Reconocer los derechos de los trabajadores, entre ellos el de asociación; garantizar el uso productivo de la tierra y sostener una política de soberanía nacional han sido siempre las cuestiones más temidas por las élites colombianas. De estos temas, el de la soberanía nacional fue el primero que lograron superar, pues –salvo la oposición a Reyes en 1909-1910 por la legalización que del robo de Panamá éste pretendía hacer, y la críticas que formulara López Pumarejo en la campaña para su reelección de 1942, a la aceptación incondicional por parte del gobierno de Santos de la política del ‘buen vecino’, de Roosevelt, en la que se reforzaba la lógica del panamericanismo (formulada desde 1909 con la Doctrina Monroe y que en términos generales consistía en considerar a América Latina como un área más de la seguridad estadounidense) las élites terminaron aceptando de buena gana la tutela incondicional de los norteamericanos, después Estados Unidos ingresara formalmente en la segunda guerra mundial.

El apoyo de la clase obrera organizada a la segunda reelección de López fue motivo más que suficiente para que fuera calificado de ‘comunista’, y que sectores del partido liberal encabezaran la oposición a cualquier posibilidad de una reforma modernizante. El contendor de López Pumarejo, Carlos Arango Vélez (suegro de Misael Pastrana, presidente 1970-1974, y abuelo de Andrés Pastrana, presidente 1998-2002), basó su campaña contra López en la necesidad de afianzar el sentimiento de seguridad, mantener la disciplina social y generar confianza (lo que nos muestra la ‘originalidad’ del discurso uribista), que luego se convertirán en los lemas de la derecha sin distingo partidista. López es obligado a renunciar antes de acabar su segundo mandato, y con la retoma del poder por parte del partido conservador, en 1946, se inaugura la etapa conocida como “violencia”, que los historiadores datan formalmente hasta 1958, cuando empieza el ‘frente nacional’, que no es otra cosa que un nuevo “pacto de convivencia”.
 
Violencia social y acumulación mafiosa

Esos tiempos de acuerdo bipartidista no fueron, sin embargo, tiempos de paz social. La transformación de algunas guerrillas liberales en guerrillas de inspiración marxista y la emergencia de una economía ilegal alteraron desde los 70 el panorama político. El problema no resuelto de la tierra y el reconocimiento de las clases subordinadas como actores sociales se convirtieron en asuntos aún más candentes para las élites, pues los movimientos sociales de campesinos e indígenas ya se mostraban más convencidos y contundentes en sus reclamos ancestrales. La inversión en tierra como destino de los excedentes sin opción en el ciclo económico, generados por la economía legal y la ilegal, reforzó un tipo de violencia que no tuvo necesidad de disfrazarse de partidismo.

Aquello condujo a la imposibilidad de nuevos “pactos de paz” que no incluyeran el problema de la tierra ni reconocieran los derechos de las clases subordinadas. Esa imposibilidad impulsó la formulación de una política de tierra arrasada, encarnada en la figura de Uribe y que permitió el regreso de las lógicas confesionales, las cuales en el pasado habían facilitado el desmonte de los primeros intentos reformistas. Apelar a las nociones de seguridad, disciplina social y confianza no era recurso nuevo pero sí muy efectivo acompañado de terror. Sin embargo, como con Reyes a principios del siglo XX, el intento de perpetuarse en el poder le pasó factura al régimen actual, y hoy, sin acabar su gobierno, el Presidente y su cúpula se ven amenazados con procesos judiciales. Reyes tuvo que huir cuando abandonó el gobierno. ¿Se repetirá la historia?

¿Es posible una nueva pausa?

El actual Santos asume con el compromiso de “calmar los espíritus”, tal como lo hizo su antepasado, aún cuando las similitudes acaban ahí. En los 40 del siglo pasado se trataba de frenar la modernidad, mientras hoy de lo que se trata es de conservar las apariencias de institucionalidad. El Santos del pasado, a los seis meses de inaugurado su gobierno, enfrentaba un escándalo de sangre, pues en enero de 1939 fue baleada una manifestación de campesinos conservadores en Gachetá que dejó por lo menos ocho muertos como saldo, y que se constituyó en el hecho simbólico que esgrimieron los conservadores para armarse y justificar su posterior violencia. El Santos de hoy, antes de iniciar su gobierno ya enfrenta varios escándalos de sangre como los asesinatos selectivos de personas de la más humilde condición y que han sido conocidos como “falsos positivos”, y la masacre de ciudadanos mexicanos y un ecuatoriano que se encontraban en el campamento del jefe guerrillero Raúl Reyes. Como su antepasado, también se enfrenta a una situación crítica en el frente externo, aunque no por la obsecuencia del Estado colombiano hacia el Imperio sino porque su antecesor, del que fue ministro, ha querido, en gracia de tal obsecuencia, romper relaciones con todos los vecinos, excepto aquellos que sostengan su mismo ideario internacional.

En cuanto al tratamiento del problema de las relaciones capital-trabajo, la presencia de un ex sindicalista en la Vicepresidencia indica que el aplazamiento de tratados comerciales con algunas naciones del centro económico, motivado entre muchas otras razones porque la interlocución con los líderes de los trabajadores ha sido a física bala (en 2009, de los 101 líderes sindicales asesinados en el mundo, 48 lo fueron en Colombia –según la Confederación Sindical Internacional, SCI)–, obliga al nuevo presidente a dar una apariencia de mayor flexibilidad.

Respecto de la tierra, en el punto 30 de su programa de gobierno, Santos señala que uno de los sectores “locomotora” serán las agroexportaciones, lo que implica continuar con la idea de estimular los cultivos de plantación, los únicos en los que se tiene alguna posibilidad. Esto conduce a propugnar por la consolidación de la estructura latifundista y, si bien Juan Camilo Restrepo, ministro de Agricultura designado por Santos, ha dicho que aspira a devolverles la tierra a los expropiados por la más reciente violencia, ello lleva a preguntarse: ¿Es posible el desarme real de los latifundistas en el país?

Lo que nos espera

Con el fin del predominio del café, el país reemplazó una economía de renta agraria por una de renta minera desde la década de los 90 del siglo XX. La apertura de la economía en esa década y la profundización del proceso de globalización definieron sesgos muy marcados en la división internacional del trabajo. Algunos países de la periferia, como China o Brasil, vieron fortalecidos sus procesos de industrialización, mientras otros, como Argentina en América Latina, fueron reprimarizados, es decir, encorsetados en la producción predominante de bienes agrícolas o mineros.
El caso de Colombia es algo particular, dado que, pese a no ser un país con reservas significativas en minería o hidrocarburos, ha visto cómo las inversiones en ese sector crecen exponencialmente, debido en parte a que, dada la nueva consideración de las materias primas como activo especulativo de inversión, sus precios han crecido. Esto habilita los pequeños depósitos mineros y de hidrocarburos, pues, pese a sus mayores costos de explotación, les permite generar rentas suficientemente atractivas. Además, el retorno de las inversiones en capital fijo es más rápido, disminuyendo el riesgo por efectos de los cambios políticos en la región, al acortarse el tiempo de las explotaciones.

Pero, a pesar del intencionado despliegue mediático de nuestra prensa, que busca relacionar la bonanza minera con la ofensiva militar del Estado colombiano, lo cierto es que se trata de un fenómeno generalizado en América Latina. Colombia ocupa un modesto sexto lugar entre los países de la región con inversión en minería (6%), muy atrás de Perú (25%), México (20%), Chile (18%), Brasil (12%) y Argentina (7%), lo cual no es razón para desconocer, y menos aún para dejar de preocuparse por el auge minero en el país, que hoy sostiene el crecimiento de las ventas externas (si se descontara el comportamiento positivo de las exportaciones de petróleo y minerales, éstas no hubieran subido en el primer semestre un 26 por ciento sino descendido un 9) y el ingreso de divisas por inversión extranjera directa.

Las razones de preocupación son muchas, pues en primer lugar se trata de una bonanza pasajera. Michael Elliot, experto en minería de la consultora Ernst & Young, estima que el auge minero durará 10 años (ver Portafolio, 24 de mayo de 2010), con lo que se muestra el limitado potencial de nuestras reservas en ese campo. De otro lado, la afluencia de divisas en ese período garantiza la continuidad de una moneda revaluada y por tanto de un sesgo antiexportador de mercancías con algún valor agregado, además del estímulo a procesos intensivos en capital que amenazan con hacer permanentes las tasas de desempleo por encima de los dos dígitos durante largo tiempo. Sobre las consecuencias ambientales, es de todos conocido el grado de depredación de los ecosistemas como consecuencia de la explotación minera. Por tanto, al multiplicarse el área explotada por unidad de producto extraído (en razón de tratarse de pequeños depósitos extendidos por muchos sitios) se multiplica también el daño ecosistémico.

Los sectores dominantes renuevan así su eterna ‘vocación’ rentista, su entreguismo inveterado a potencias extranjeras y su aversión a aceptar unas relaciones capital-trabajo modernas. Santos está allí para dar la imagen de regreso a una institucionalidad no cuestionable y para garantizar la tranquilidad partidaria, más allá de si eso es compatible o no con una verdadera paz social. Las tareas del nuevo gobierno parecen encaminadas a moderar el lenguaje en las relaciones con los vecinos e intentar recomponer las relaciones con éstos sin condicionarlos a que participen en nuestro conflicto; tratar de someter al latifundismo armado y dar la imagen hacia fuera de que la interlocución con el movimiento social no se hace a tiros.

Todo esto nos lleva a concluir que un movimiento político que se proponga seriamente un ejercicio en verdad soberano de las relaciones internacionales, el establecimiento de un uso de la tierra realmente funcional a la sociedad (que involucre necesariamente el objetivo de la seguridad alimentaria) y un reconocimiento no formal sino real, es decir, inclusivo de las clases subordinadas, sería un movimiento, de pronto no revolucionario pero si novedoso y que le haría dar al país un primer impulso para liberarlo de ese círculo vicioso en el que ha patinado durante 200 años.

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