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Colombia. Ecos de un estallido

Tronó en los alrededores de Quinta Camacho, de Chapinero Alto. Lugar y calles con apellidos desde hace dos siglos. La bomba matutina que accionaron el pasado 12 de agosto en Bogotá ‘saludó’ al nuevo gobierno: un mensaje directo y sin tapujos. Su peligro, su amenaza y el ruido hicieron público ante el Gobierno y la sociedad en su conjunto la ‘inteligencia’, la acción encubierta y la decisión de algunos sectores por impedir cualquier pausa o cualquier viraje en el manejo de las políticas públicas dominantes en el país durante los últimos ocho años. Por pequeño que sea.

‘Saludo’ tempranero. Extremo. Totazo que devela ante toda la sociedad el comentario en boca, oído en todos los espacios de reunión privada, pero que nunca se hace público: “En Colombia existe un fuerte proyecto de derecha”. Un proyecto de mediano plazo que nos conduce al abismo. Que dañó los días y puso en riesgo la convivencia continental y reforzó la injerencia militar de los Estados Unidos. Es, por tanto, un proyecto con su ancla en los factores poderosos y transnacionales del país del Norte.

Un proyecto cuya expresión interna más nítida en el curso de estos últimos 20 años fue y ha sido el accionar paramilitar, con un país cubierto de cádaveres y más semilla para el conflicto. Pero, también, con la sombra de toda la aplicación de políticas económicas y sociales neoliberales que, en otro plano, arroja un país cubierto de pobres, desempleados, informales, más gente sin tierra, desplazados, multiplicación de traficantes de droga de pequeño o gran vuelo, y, cómo no, un pequeño núcleo de familias cada vez más enriquecidas y concentradoras del poder, la tierra y sus beneficios. Evidente y, por tanto, un autor material, y también un actor intelectual y financiero que no se pueden separar uno de otro.

A la hora de la responsabilidad judicial e histórica, esta es una perspectiva que no se puede perder de vista en el tiempo inmediato, ahora que se especula con una supuesta política de centro, al mando en la Casa de Nariño, con urgencias económicas o voluntad de abrir caminos para un cese del conflicto interno.

El preámbulo

Los signos de que existe una lucha interna dentro del bloque en el poder fueron aún más públicos durante las pasadas elecciones, cuando sectores del mismo jugaron la carta de Sergio Fajardo. Era una baza de salón preparada largo tiempo para un giro que no llegó ante su tempranero desinfle. Las políticas propuestas por su conducto y la designación de Julio Londoño como su vicepresidente indicaban la segura orientación de su gestión. Preocupaba a sectores del poder y las finanzas de núcleo antioqueño y bogotano la relación sin armonía con los países vecinos, en especial con Venezuela. Estaban dispuestos a recomponerla. Sin duda, este sector manifestó fastidio por el estilo impuesto en el alto gobierno y por las alianzas poco santas en las cuales se fundaba, las mismas que ya consideran innecesarias una vez logrados los propósitos encomendados.

Después vino el apoyo a Mockus. Bien como globo inflado que de pronto cogía vuelo, bien como precaución para contener el ascenso de una posible opción más independiente. De este modo, y sin riesgo alguno, permitir el ascenso con debate de la carta oficial. La pretensión con Fajardo y Mockus reflejó la incomodidad y la acción decente por un cambio de forma, necesario para recomponer el escenario internacional e impedir el enquistamiento de esos poderes en ascenso con Uribe, al trote surgidos de la relación economía ilegal-Estado.

Así, la campaña electoral reflejó esa contradicción larvada en el establecimiento, entre la oligarquía tradicional, de cuna, y los sectores que fueron llamados para que hicieran la tarea sucia contra la insurgencia y los movimientos sociales, anhelantes de un cambio profundo en las formas económicas, políticas, sociales, culturales, imperantes por años en nuestra sociedad. Y con Fajardo y Mockus como contendores con ‘prestigio’, la operación resultó formal; puso alfombra para la reposición del tronco de apellidos con historia en la Carrera Séptima, el Palacio de San Carlos y la Casa de Nariño. Con imagen de no continuidad y una mayor atracción electoral, la carta oficial llega con discurso de un cambio para que todo siga igual.

Rarezas

Desde que fue elegido el actual gobernante, en medio de sus gestiones para conformar gabinete y tender puentes en la región, se empezó a oír un eco de esperanza en distintos sectores de la sociedad. En especial, sorprende en medios de comunicación –¿nuevo papel de influencia española europea?– que siempre minimizaron o ayudaron a ocultar los principales desmanes del gobierno que expiraba. Sin explicación alguna, empezaron a hablar de un cambio y de la fortuna de que llegara. Raro que abordaran así el suceso.

Hasta pocas semanas antes de terminar el mandato de los dos períodos, alardeaban de su “75 por ciento de popularidad”. Es decir, de acuerdo con sus cifras, muy poca gente estaba en contra de las políticas dominantes en el país. Pero, pese a eso, apenas Uribe llegaba a su final, sin expresarlo claro, daban a entender un gran alivio por su terminación. En verdad, hay aquí una paradoja que oculta la disputa en el interior de los factores de poder dominantes; un viraje, acomodo o manejo que está por aclarar ante todas las personas que habitan en Colombia, para encarar de manera radical, digna, el período en el cual se adentra el país. Que traerá sorpresas. Sin duda, estalló la primera bomba pero no será la última.

Vendrán muchas más. Así como otras expresiones violentas en esa lucha por el dominio de uno u otro grupo en el poder. Unas acciones con el fin de evitar que se develen las atrocidades llevadas a cabo durante casi 30 años de aplicación de un proyecto de dominio y poder que no reparó en métodos ni estilos y de cuyas acciones –ahora consideradas innecesarias– algunos, con retardo, se asquearon.

No sobra preguntar si en esas contradicciones el mayor peso de la disputa recae en: el manejo de las relaciones con Venezuela y Ecuador; la manera como se avance en la política de justicia y paz; la posibilidad de una apertura de negociaciones con la insurgencia; la radicalidad en el manejo de la política económica; el posible reencuentro de todo el partido liberal y, con ello, dejar expósito al partido de la U como claro exponente y defensor de la política derechista; la forma de recomponer relaciones con las Cortes, y el aval para que se profundicen las investigaciones que afectan a distintos amigos de ese gobierno y que amenazan con llevarlos a la cárcel, y por su conducto abrir expediente a su propio jefe; el dominio de la Alcaldía de Bogotá.

Cualesquiera que sean los motivos, es evidente que estamos ante un nuevo momento político, momento que debe servir para que el movimiento social gane un nuevo estadio en la cotidianidad del país. Este estadio y una positiva rectificación pasan por levantar una política alternativa que evidencie ante todos que sí es posible otro modelo económico y social, mucho más allá del ‘centro’, que ahora el gobernante de turno dice defender. Y para exigir en justicia el debido castigo no sólo para los autores materiales ‘ilegales’, de modo que llegue también hasta los intelectuales, los institucionales y financieros.

No es bueno cambiar para que todo siga igual.

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