Si hemos de creerles a los periodistas amigos de lo anecdótico, en la posesión de Juan Manuel Santos como nuevo presidente de Colombia el saliente gobernante Uribe Vélez le reclamó al presidente del Senado, Armando Benedetti, por haber señalado en su discurso que Colombia es uno de los países más desiguales del continente y del mundo. Tal reclamo obedecería, no a lo incontestable de las cifras sino a lo inoportuno de su pronunciamiento: “por la gran cantidad de jefes de Estado presentes en la ceremonia”.
¿Por qué tanto ocultamiento? Sencillamente porque las cifras de pobreza y desigualdad muestran la verdadera cara del fracaso de un sistema y unos gobiernos que han librado la suerte de los seres humanos y de la naturaleza en general a un “autómata ciego”, el mercado (en cuyo nombre se invaden países, se tortura y se mata), que ha sido elevado a la condición de incuestionable deidad.
Lo que seguramente ignora Uribe Vélez es que, pese a que en otras partes del planeta no han contado con jefes de Estado con personalidades tan grotescas y atrabiliarias como la suya, el problema de la pobreza comienza a universalizarse. Y, como es natural, dados los riesgos que para el ‘orden’ social representan el desbordamiento y la generalización de los pobres en el mundo (ya de tan repetida se ha vuelto inocua la cifra de 1.200 millones de personas en la miseria), proliferan los ‘análisis’ de los economistas sobre esa situación, que más allá de las escandalosas cifras absolutas acerca de una realidad que debiera llamar a las conciencias a rebelarse, se plagan tan solo de tautologías, como que “se es pobre porque se está rodeado de pobreza”, o de verdaderos exabruptos como considerar ese hecho social como una “enfermedad contagiosa” que se propaga por contacto directo. Este artículo pretende señalar, en forma bastante general, algunos de los aspectos más comunes del ocultamiento del fenómeno, cuando no de la justificación velada de su existencia.
La mistificación de los procesos de desigualdad
Desde los años 70, el Banco Mundial empezó a hablar de necesidades básicas insatisfechas y de pobreza absoluta. Lo que desde ese momento se quiso legitimar como un interés genuino, en lo que ya se llamaba eufemísticamente “flagelo que debe ser erradicado”, escondía sin embargo la necesidad, por parte de los sectores dominantes, de anticipar los manejos de las tensas situaciones que podían presentarse por la separación creciente, que ya empezaba a perfilarse como abismal, entre los ingresos de las clases subordinadas y las sectores detentadores del poder. Reducir, entonces, la pobreza a una noción absoluta, es decir, definirla por un nivel mínimo de subsistencia ‘digna’, a los defensores del estado de cosas les permitía desviar la discusión sobre la desigualdad. En otras palabras, si a las clases subordinadas se les limita su horizonte hacia la consecución de los “ingresos mínimos”, deja de ser visible y criticable el otro extremo, el de los obscenamente ricos. Porque la manipulación ha llegado a tal extremo que se dejó de hablar de “brecha de la riqueza”, es decir, de la distancia entre los pobres y los ricos, para hablar de “brecha de la pobreza”, que define lo que les falta a los más miserables para alcanzar ese ‘mínimo digno’.
Ya en 1979, el filósofo francés Michel Foucault remarcaba ese hecho en la clase del 7 de marzo de ese año, cuando, al referirse a los subsidios (que en el lenguaje técnico de la época se denominaban “impuestos negativos”), dejaba claro que esa política de transferencias asistencialistas nunca pretende atacar la causa de la pobreza sino sus efectos, y distinguía esas políticas de aquellas que buscaban disminuir la distancia entre los ingresos de los pobres y los de los ricos, a la que denominaba “pobreza relativa”. Decía Foucault: “Si se llama política socialista a una política de la pobreza ‘relativa’, vale decir, una política tendiente a modificar las diferencias entre los distintos ingresos; si se entiende la política socialista como una política en la que se intenta mitigar los efectos de la pobreza relativa debida a una distancia entre los ingresos de los más ricos y los más pobres, es absolutamente evidente que la política implicada por el impuesto negativo es exactamente lo contrario de una política socialista. La pobreza relativa no se incluye de ninguna manera entre los objetivos de una política social de esa naturaleza. El único problema es la pobreza ‘absoluta’, o sea, el umbral por debajo del cual se considera que la gente no tiene un ingreso digno en condiciones de asegurarle un consumo suficiente”.
De esa manera se escamoteaba el asunto de la distribución del ingreso y de la equidad en la economía, y se separaban los asuntos de la riqueza y de la pobreza como aspectos de diferente naturaleza. Lo que se pretende velar con ello es que la existencia de pobres es un hecho indisolublemente unido a la existencia de ricos, y que la abolición de la pobreza pasa necesariamente por la eliminación de la concentración del ingreso en la cúpula de la pirámide social. Lo que se quiere ocultar es que en sí no existe “problema de la pobreza” sino “problema de la riqueza”, es decir, del desconocimiento de la naturaleza de la generación social de esa riqueza, y por tanto de la necesidad de una forma de distribución distinta de la que hoy rige.
La geopolítica de la concentración del ingreso
El fenómeno de concentración y centralización del capital no es nuevo. Ya Marx, en el siglo XIX, lo había identificado como una tendencia inherente del capitalismo, y nuestro tiempo está siendo testigo de una aceleración inusitada del fenómeno. El problema, sin embargo, tiene diferentes niveles de análisis y manifestaciones. Por ejemplo, se puede observar que, desde la perspectiva de los Estados-nación, 20 de ellos (poco más del 10 por ciento de las naciones del mundo) concentran el 85 de la producción mundial. Pero también se puede analizar desde la perspectiva de las regiones en el interior de un Estado-nación, o de las personas en el nivel local, regional o mundial.
En este último sentido, de acuerdo con el reporte Merrill Lynch Capgemini, publicado en junio de este año, el número de millonarios aumentó 17,1 por ciento para sumar 10 millones de individuos en 2009, mientras su capital creció 18,9 por ciento para alcanzar los 39 billones (millones de millones) de dólares, es decir, cerca del 70 por ciento de lo que produce el mundo en un año.
Pues, bien, lo que debiera incomodar a Uribe es que, pese a la generalización del fenómeno, la situación de Colombia, en el interior de ese panorama, es de las peores en muchos sentidos, ya que, siendo como es el conjunto de América Latina y el Caribe la región más desigual del mundo (supera a África), según el Informe de Desarrollo Humano del PNUD, Colombia tan solo es superada en concentración del ingreso por Bolivia, Haití y Brasil. Pero, además de eso, Colombia, según el mismo informe, es uno de los países más polarizados de la región, puesto que es superado apenas por Brasil, Haití y Jamaica.
Este último índice, que intenta medir la desconexión (discriminación e incomunicación entre las clases sociales) entre los diversos grupos de la sociedad, en el país está acompañado de una absoluta inmovilidad social. Ello significa que los ricos no sólo son ricos sino que además han estado en condición de heredar esa riqueza en forma sistemática a lo largo de los siglos.
Esto da pie para entender los intereses sesgados de los estudios sobre la pobreza que realizan nuestros economistas ortodoxos (ver, como ejemplo, el estudio Persistencia de las Desigualdades Regionales en Colombia: un Análisis Espacial, de Armando Galvis y Adolfo Meisel Roca, publicado por el Banco de la República), que después de señalar verdades conocidas de vieja data, como que el porcentaje de población por debajo de la línea de pobreza y el índice de analfabetismo en el Chocó doblan al del resto del país, o que la periferia de Colombia la constituyen las costas Pacífica y Atlántica, y la Orinoquia y la Amazonia, o que Buenaventura (curiosamente uno de los puertos más importantes del país) tiene un índice de necesidades insatisfechas tres veces mayor que el de Cali, pasan a hablar de “efectos de vecindad” y de “trampas de la pobreza”, conceptos que, dígase lo que se diga, quieren explicar la pobreza porque el ‘vecindario’ es pobre. Es decir, que se es pobre porque se vive en la pobreza, lo cual, si no es una tautología, es difícil saber de qué se trata.
Uno se siente tentado a invitar a este tipo de autores a que inviertan la perspectiva del análisis y estudien no las causas de lo que denominan “persistencia” de la pobreza sino las de la riqueza. ¿Encontrarán “trampas de la riqueza” y “efectos de vecindario”? ¿Descubrirán, por ejemplo, que ‘extrañamente’ los ricos cuentan con la propiedad de los activos físicos de la producción más significativos y de mayor escala? ¿Que han estudiado en el exterior en una proporción mayor que los demás ciudadanos y que tienen un gran número de familiares en los cargos públicos de mayor nivel de decisión? Si eso es así, ¿no pasaría el ‘remedio’ de la pobreza necesariamente por que los pobres los imiten y se tomen los activos productivos en gran escala, así como los cargos públicos de mayor nivel de decisión?
Pero, mientras esto sucede, debemos señalar que el problema de la política, al que por lo menos aluden, en forma más honrada, las entidades multilaterales como Naciones Unidas (a diferencia de nuestros “científicos sociales” criollos), pasa en Latinoamérica y por tanto en Colombia por un favorecimiento desvergonzado de los intereses del capital, que se expresa no únicamente en las leyes que debilitan hasta casi agotar la capacidad de negociación del trabajador (incluyendo, claro está, su eliminación física), sino también, del otro lado, en la práctica inexistencia de obligaciones sociales por parte del capital. El Informe de Desarrollo Humano muestra cómo los países más simétricos son igualmente aquellos donde el esfuerzo tributario y los impuestos directos tienen un mayor porcentaje, es decir, donde el capital es obligado a contribuir en mayor medida. En el cuadro que acompaña este texto puede verse que nuestra región tiene un bajísimo nivel tributario, que en lo referente a los impuestos pagados por las rentas y ganancias del capital es francamente vergonzoso.
La crisis actual comienza a desenmascarar la verdadera naturaleza de los intereses del capital, así como a mostrar que los ‘esfuerzos’ de erradicación de la pobreza seguramente serán reemplazados por la erradicación de los pobres, tal como Uribe ensayó en Colombia con los llamados falsos positivos. La reducción nominal y real de los salarios en Grecia, España e Inglaterra son apenas el abrebocas de una ofensiva del capital que seguramente lo obligará a quitarse la careta del discurso del “bienestar”. En Colombia, las propuestas de eliminación del ‘excluyente’ salario mínimo, al decir de los economistas convencionales, así como de los montos de salario indirecto conocidos entre nosotros como parafiscales, estarán seguramente a la orden del día, haciendo nugatoria cualquier medida encaminada a la disminución de la marginalidad. De tal suerte que, si los movimientos progresistas no se toman en serio los análisis sobre la riqueza y sus ‘trampas’, y salen al paso de las mistificaciones y engaños que se esconden detrás de los estudios y políticas que nos quieren hacer creer en la existencia de un “problema de la pobreza”: nos espera un oscuro futuro.
Leave a Reply