B y C, no habrá lugar para que nazcan D, E, F y G, o para que
sobrevivan si han nacido como intrusos.
Ambrose Bierce
Desde cuando el gobierno de Juan Manuel Santos anunciara que daría un lugar en su política agropecuaria a la restitución de tierras de la población desplazada, no han dejado de correr ríos de tinta y prosa, calificando el hecho como ‘histórico’ o, incluso, como ‘revolucionario’. Y como es normal en estos casos, el ditirambo termina ocultando la verdadera dimensión de las cosas.
Se deja de lado, por ejemplo, que tal política de restitución hace parte del propósito más general de la ‘formalización’ de la economía, siendo por tanto la legitimación del proceso de titulación de tierras el objetivo último y no la reparación de las víctimas, como se ha querido mostrar en los medios masivos de comunicación. Y eso hace una gran diferencia, ya que una cosa es que la legitimación de la propiedad no pueda tener lugar si de algún modo no se enfrenta el tema de los expropiados por la violencia y, otra razón, que se considere que la restitución es un fin en sí mismo, así sea como acto de justicia o de conveniencia para la construcción de un verdadero tejido social.
En una de las primeras entrevistas que dio el actual ministro de agricultura, Juan Camilo Restrepo, a la televisión colombiana, citaba como fuente de autoridad teórica al economista ultraneoliberal y fundador y director del Instituto Libertad y Democracia, con sede en Perú, Hernando de Soto, quien se dedica a vender por el mundo la idea de que la situación del llamado Tercer Mundo obedece a que en éste no se logra desarrollar un sistema de información y regulación de la titulación de activos físicos. En su conocido artículo “El misterio del capital” se puede leer que “el capital muerto existe porque hemos olvidado (o tal vez nunca hemos advertido) que convertir un activo físico en uno generador de capital, valerse de la casa para obtener dinero en préstamo y financiar una empresa, por ejemplo, supone un proceso muy complejo […] Cualquier activo cuyos aspectos económicos y sociales no están fijados en un sistema de propiedad formal es sumamente difícil de mover en el mercado. ¿Cómo controlar las enormes cantidades de activos que cambian de manos en una economía moderna de mercado si no es mediante un proceso de propiedad formal?”.
De ello se deduce que en términos generales la formalización de la propiedad inmobiliaria traería en lo esencial la ventaja de poder apalancar créditos, así como de hacer más fácil la transferencia de la propiedad (ya vimos en la reciente crisis del capital lo que verdaderamente significa usar la propiedad inmueble como garantía de crédito). En el caso particular de Colombia, donde se estima que el 40 por ciento de la propiedad es informal, se debe considerar además el enorme potencial fiscal que representa la legalización de esa tierra si el actual valor catastral de los predios agropecuarios se calcula en 70 billones de pesos y su área es de aproximadamente 51 millones de hectáreas. Ingresar, entonces, cerca de 20 millones de hectáreas en la propiedad formal convierte la restitución de los dos millones de hectáreas de los desplazados (que es a lo que se compromete el Gobierno) en un inconveniente menor, que debe asumirse para no correr el riesgo de que algunos actores de la comunidad internacional deslegitimen ese programa de formalización.
Intención nada novedosa
La creación de un verdadero mercado de tierras ha sido un propósito expresado en varias etapas de nuestra historia, pero quizás el esfuerzo estructurado más reciente fue la Ley 160 de 1994. Esta ley, que se centraba en impulsar el “mercado asistido de tierras” (una política de compra subsidiada, impulsada por el Banco Mundial, y de la cual Colombia fue terreno experimental) y crear las “zonas de reserva campesina” como un intento de que la tierra se mantuviera en manos de los pequeños propietarios, tenía como propósito la intención de corregir los fracasos a que habían conducido, en esa materia, tanto la “revolución verde” como el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI). El sueño fallido del capital de que fueran las señales de precios lo que activara la reasignación de la propiedad y su recomposición o descomposición, según las necesidades de la producción, se estrellaría nuevamente con una realidad tozuda, indicadora de que, para los señores de la tierra y de la guerra, los inmuebles rurales son algo más que una simple mercancía, pues de su posesión se derivan su potestad sobre la fuerza de trabajo campesina y, por ende, su poder político.
La oposición a cualquier intento de modernización de la propiedad rural se materializó a mediados de los 90 en la intensificación de las matanzas indiscriminadas entre los campesinos. Y los tibios intentos de hacer de la tierra una mercancía fluida y transable dieron paso nuevamente a la ley del arma de fuego como mecanismo de asignación y distribución del suelo.
Ahora bien, si se revisa el lenguaje de la propuesta de política de tierras del actual gobierno, encontramos nuevamente como propósitos: darle ‘transparencia’ a la propiedad, cerrar la frontera agrícola y estabilizar a la población campesina, es decir, plantea de nuevo las metas de 1994. Pero no se puede soslayar que los 16 años transcurridos desde ese momento no sólo marcaron una fuerte regresión en la estructura de la propiedad rural sino que además enseñorearon una nueva clase, el latifundismo armado, que, por los últimos discursos del uribismo puro y duro, envía señales de estar dispuesta a defender, a como dé lugar, lo ‘conquistado’.
Como una pequeña muestra de lo que ha sucedido en la última década y media, baste señalar que mientras en 1996 el 86,2 por ciento de los propietarios poseía predios que tenían menos de 20 hectáreas y que cubrían el 13 por ciento del área total agropecuaria, en 2003 ese mismo grupo de propietarios veía reducida su participación hasta el 8,8 por ciento (si hacemos cálculos gruesos, podemos deducir una reducción del área para los pequeños propietarios de dos millones 500 mil hectáreas, aproximadamente). De otro lado, los propietarios de predios de más de 500 hectáreas representaban en 1996 el 0,35 por ciento del total de propietarios (no más de 13.000 individuos) y poseían el 44,6 del área, que elevaba su participación a un 62 por ciento en 2003 (es decir, que este grupo de propietarios ensanchó su patrimonio en cerca de nueve millones de hectáreas). Estas cifras indican claramente que, si no se devolvieran únicamente los dos millones de hectáreas a los que se compromete Santos sino los cinco millones que se calcula que han sido expropiados, pudiéramos tener de todos modos una fuerte regresión en la estructura de la propiedad, pues ni siquiera así se regresa a la situación de finales de los 90.
Nueva ruralidad, discurso oficial olvidado
Con lo anterior no se pretende ni mucho menos argumentar que tanto las víctimas del despojo como los sectores progresistas se nieguen a una política de restitución. Por el contrario, lo que se quiere remarcar es lo precario de la propuesta y mostrar que la filosofía que la envuelve es bastante discutible.
Como es conocido, luego que la llamada “revolución verde” fuera incapaz de disminuir los niveles de pobreza rural, las entidades multilaterales (léase FAO y Banco Mundial) se vieron obligadas a reconocer que la fuente de los fallos más significativos provenía de dos hechos: 1) el desconocimiento de la heterogeneidad de lo rural (basada en buena medida en la diversidad ecológica y cultural), y 2) la multifuncionalidad del campo y sus variadas formas de relación tanto con los espacios más amplios de lo regional como con las zonas urbanas con las que se vincula. El primer punto obligaba a revisar políticas como la forzosa mecanización de la producción agropecuaria, o el uso de semillas o especies estandarizadas. El segundo conducía al reconocimiento de los servicios ambientales y la necesidad de identificar las particulares demandas que ejercen las regiones aledañas como diferentes de las de espacios más alejados. Es así como aparece el concepto de Desarrollo Rural con Enfoque Territorial (DRET), en el que se remarca que la ruralidad trasciende la visión simple de “sector agropecuario”, puesto que, además de agricultura o ganadería, en el campo también hay producción no agropecuaria, y la diversidad cultural y ecosistémica impide un tratamiento de uniformización de los procesos de producción y de la organización social.
Pues, bien, en la formulación de la política de restitución de tierras se habla de inversión de la carga de la prueba (es decir, que corresponde al poseedor actual de la propiedad y no al expropiado demostrar la legalidad de la propiedad), de créditos y de obras de infraestructura, pero los aspectos de la territorialidad aún no aparecen. De tal suerte que se debe empezar a reclamar que, más que propiedades individuales, lo que se restituye es un orden territorial, y que la reinserción productiva y social de los desplazados debe comprender un conjunto de políticas regionales que garanticen no sólo el retorno sino igualmente una integración multifuncional en el respectivo territorio que potencie la autonomía y la autosostenibilidad. En ese sentido, se debe procurar que las entregas sean en lo posible masivas, que tengan acompañamiento internacional y que a las familias que regresen se les declare “personas protegidas”.
Guantánamos económicos
No parece una simple coincidencia que el programa de ‘formalización’ de la propiedad de la tierra impulsado por el gobierno colombiano sea formulado en el momento mismo en que el Banco Mundial pugna por legitimar la compra masiva de tierras de naciones del Tercer Mundo por países con excedentes significativos de capital pero al mismo tiempo escasez relativa de tierras arables. Para tratar el fenómeno, denunciado por organismos como Grain y Farmlandgrab, el Banco Mundial citó a una conferencia el pasado 26 de abril en la que, bajo el rótulo de “Inversión agrícola responsable”, sostenía que la inversión transnacional en tierras puede ser un juego en el que todos los actores salgan ganando, para lo cual se hacía necesaria “la existencia de derechos fuertes y claros sobre la tierra que permita a sus propietarios negociar directamente con los inversores, obteniendo precios más altos y además garantizando que las inversiones beneficien al público y también a la economía local”. El estudio, que se anunciaba desde finales de abril, ha sido publicado finalmente el siete de septiembre (http://donorplatform.org/component/option,com_docman/task,doc_view/gid,1505), y en un lenguaje que se pretende neutral se termina por dar razones para que los países del Tercer Mundo acepten este tipo de inversiones, que ya empiezan a desatar airadas protestas.
El argumento se apuntala en que, si hay claridad en la titulación, los propietarios obtienen mejores precios y todos pueden considerarse ganadores. Sin embargo, si se mira el porqué de la necesidad de compra de tierras allende las fronteras, el asunto es alarmante, pues, como lo señala el Banco Mundial mismo, entre 1961 y 2005, del incremento de la producción agrícola tan solo el 23 por ciento fue explicado por la ampliación del área cultivada, el 70 por aumentos en la productividad y el 7 restante por una mayor velocidad de rotación en la cosecha. Ello se explica porque la frontera agrícola de la mayoría de los países desarrollados ya se ha cerrado por completo, y los países superavitarios en tierra son cada vez menos.
Pero ahí no para el asunto, pues la variable más dinámica, la productividad, también comienza a frenarse: según la organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en los países en desarrollo el crecimiento del rendimiento del trigo ha descendido desde cerca del 5 por ciento en 1980 hasta el 2 en 2005; la variación en el rendimiento del arroz, en ese mismo período, descendió del 3,2 al 1,2, y en el caso del maíz se pasó del 3,1 al 1 por ciento. Esto, como es natural, empieza a mostrar un panorama en el que la tierra se torna escasa en términos relativos, ya que resulta fácil entender que, si en 40 años la población se ha duplicado, el área per cápita es necesariamente decreciente, y si el aumento de la productividad –que hasta ahora logra compensar el fenómeno– ya da signos de agotamiento, podemos enfrentar en un plazo no muy lejano problemas de oferta en los productos agropecuarios que hasta hoy parecían impensables.
Si bien hasta el momento los países deficitarios en tierra habían solventado su situación importando productos primarios, es claro que la inestabilidad mostrada en las cosechas (motivada en buena medida por las alteraciones climáticas) les indica que ese mecanismo los hace altamente vulnerables, pues los países productores, cuando hay escasez, limitan sus exportaciones, tal como Rusia lo hace en este momento con el trigo. De allí que con la compra de tierras en el extranjero y su dedicación exclusiva a producir tan solo para el país que las ha comprado, incluso con mano de obra trasladada desde el país de origen de la inversión, se piense garantizar la seguridad alimentaria de los inversionistas. Esto hace que el país receptor de la inversión acepte verdaderos territorios de enclave que amenazan su soberanía, y explica, como lo denuncia Grain, que las compras masivas de tierra hayan estado signadas por un secretismo sospechoso. De allí que las declaraciones del presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), contando que en su oficina estuvo el embajador chino buscando apoyo para la compra de 400 mil hectáreas, deben alarmar a los movimientos progresistas, pues nada raro tuviera que los procesos de formalización de la propiedad busquen satisfacer los requisitos de enajenación de la tierra exigidos por los inversionistas extranjeros. El carácter entreguista de nuestra clase dirigente hace al país proclive a que este tipo de operaciones sean vistas hasta con agrado, razón de más para llamar desde ya a estar atentos, y anticipar la oposición y la protesta.
El baile de los que sobran
Según la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), entre 2005 y 2009 se habría expulsado del campo colombiano a un millón de personas. Esa expulsión, motivada por el despojo de tierras y la consolidación y profundización del latifundio, se inscribe en el intento de modular la economía rural del país sobre la base de economías de plantación, modelo que en forma explícita se puso como meta el gobierno anterior. Este tipo de economía ocupa menos mano de obra por unidad de área y genera una población que, según los criterios del capital, debe considerarse sobrante, y que entre nosotros es expulsada a sangre y fuego.
Ahora bien, llama la atención, cuando se hurga un poco en la política de tierras del actual gobierno, que una de las metas sea la “creación de zonas de desarrollo empresarial”, para lo cual se asignarán “tierras baldías” en “usufructo de largo plazo”, lo que ni más ni menos significa un regalo de dos millones de hectáreas al latifundismo consolidado. Por eso, desconcierta que la izquierda colombiana se embarque en la bizantina discusión sobre si Santos es o no la continuidad de Uribe. Es claro que existen elementos de continuismo y aspectos de ruptura o, mejor, de corrección de aquellas políticas que venían afectando a ciertos sectores de los grupos dominantes. Pero eso no parece lo esencial, pues, cuando al Ministro de Agricultura se le pregunta por las posibles reacciones a la política de restitución de tierras, no duda en responder que pueden ser de carácter violento.
Sigue entonces abierto el interrogante acerca de si esa nueva clase que hace parte del latifundismo armado y que no quiere ser reconocida por el establecimiento hará tolda aparte y combinará todas las formas de lucha para sostener sus privilegios. La permanencia del DAS, las fuerzas militares y Acción Social en manos de representantes del más puro uribismo ya ha sido interpretada por los analistas como una conservación directa de poder de esa fuerza política. El anuncio del director del Partido de la U sobre la intervención de Uribe en la venidera campaña de alcaldes y gobernadores implica un mensaje claro: el regreso de los apellidos de la ‘nobleza’ a los carros oficiales no garantiza que el capataz de finca que fungió como dueño de la misma pueda ser sacado tan fácil por la puerta de atrás.
Las últimas elecciones para congresistas demostraron que el poder local del latifundismo armado no fue fantasma de un día y que en ciertas zonas está consolidado. Surgen entonces preguntas como: ¿Hay intereses contradictorios entre los grupos emergentes y las clases tradicionales? ¿Se querrá nuevamente, como parece ser el caso de la Costa, crear poderes paralelos y antagónicos al gobierno central? ¿Serán esta vez los federalistas los representantes de la extrema derecha? Sea como sea, lo cierto es que los movimientos alternativos tienen que enmarcar los problemas del país en un contexto internacional de crisis en el que la extrema derecha se ha internacionalizado y quiere jugar un juego de largo plazo, y en el que, más allá de las apariencias y las coyunturas, se debe entender que el capitalismo cambia de cara y, como en el caso de las compras de tierra para crear enclaves, está dispuesto a pasar por encima de las actuaciones “políticamente correctas”. La izquierda tiene que entender que la ligereza no es una virtud y menos ahora, cuando se apuesta fuerte.
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