“Ríos Magdalena y Cauca se salen de cauce”, “Inundados pueblos ribereños de los principales ríos del país por rompimiento de diques”, “Miles de damnificados sin lugar a donde ir”.
Los titulares pueden ser de cualquier año: de 2010 o de 2009; de 1970 o de 1990. Cualquier año, porque uno tras otro es la misma historia: llega la temporada invernal y los más pobres del país se ven sumidos bajo el agua, con sus pocas pertenencias anegadas, sus precarias viviendas arrastradas o inundadas; sus escasos animales ahogados, enfermos o sin dónde comer. Siempre es lo mismo.
Las cifras producen igual sensación, pueden ser de un año o de otro cualquiera. Las de 2010 obligarían a la renuncia de los ministros que tienen que ver con este sector: Medio Ambiente, Agricultura, Salud, Vivienda, y con los directores de los organismos de emergencia, pero todos prosiguen en sus funciones como sino fuera con ellos:
Cifras al 16 de noviembre de 2010
Damnificados: 1.174.480
Fallecidos: 106
Desaparecidos: 21
Heridos: 168
Regiones más golpeadas: Sucre, Bolívar, Magdalena, Córdoba y Chocó. ¿Cuántos afectados piscológica, moral, humanamente? Nadie sabe. Tampoco les interesa.
En 2009, los damnificados no fueron pocos (1.394.895). Sin embargo, ahora no se cansan de repetir que es la mayor tragedia invernal de los últimos 30 años. Y puede que lo sea, ese no es el asunto; la pregunta esencial es por qué sucede otra vez, a pesar de que los estudios sobre el clima, la cartografía regional y la dinámica del desarrollo agrícola, así como los efectos de la misma pobreza de siempre, permiten adelantarse a cualquier tragedia de estas.
Tragedia de nunca acabar. Ocurre cada año y la fórmula es idéntica: pronunciarse desde el alto gobierno, informando de la cantidad de millones destinados para minimizar la tragedia, al tiempo que instituciones como la Cruz Roja y la ‘caritativa empresa privada’ emprenden campañas de recolección de mercados y ropa destinados a las poblaciones siempre ahogadas por la pobreza y ahora por el agua. Atacan la calentura, sin inmutarse por la infección, que en este caso es un sistema para el cual los pobres son simples números, cifras que reportan a la hora de las calamidades pero que nunca están, de verdad verdad, dentro de la planificación oficial de mediano y largo plazo.
Dolor y tristeza. Parece de nunca acabar y sin embargo lo presentan cada año como gran novedad, ahora ‘justificada’ por el fenómeno de La Niña. Sin embargo, lo verdaderamente trágico y lo que no parece tener fin es la irresponsabilidad oficial, la falta de previsión, el desinterés por arrancar de raíz los factores que facilitan que el invierno genere tanta tristeza entre centenares de poblaciones y millones de connacionales.
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